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Es indudable que la relación de Octavio con la policía no fue nunca de las mejores. Lo extraño de todo era que el hombre siempre se había destacado por su atildado modo de conducirse, respetando con anchura la legislación vigente. Sin embargo, sus encuentros con la autoridad habían sido desastrosos, apareciendo él como un tipo peligroso para la sociedad.


Cierta noche, siendo un niño, en su villa se realizó una kermesse, a la que asistirían grandes y connotados personajes. La música trepidaba en los cristales y Octavio, curioso como todo niño, se encaramó como pudo para asomarse a contemplar la animada fiesta. Antes que lograra su objetivo, sintió un fuerte tirón que lo hizo caer. Se levantó asustado y se percató de la presencia de un policía que lo observaba con fiereza. El hombre, posesionado en su papel, lo obligó a alejarse del lugar con un disuasivo puntapié en su trasero. Lastimado en su honra, nada comentó a su madre, seguro de que ella diría: “que nada bueno estabas haciendo”.


Ese recuerdo fue forjando una cierta resistencia hacia las fuerzas del orden, si bien tenía en casa a un abuelo que también había sido policía. Para él, era el debut en una historia que terminaría de manera insospechada.


Cuando ocurrió el golpe de estado, situación lamentabilísima para un país que pretendía avanzar por vías distintas, y por lo mismo, muy resistida por una clase política conservadora, Octavio tuvo la mala ocurrencia de hacer bromas con los nefastos poderes que se hicieron cargo de la patria, lo que llegó a oídos de un delator, quien lo acusó a las autoridades. El hombre, una vez más, caía en manos de las fuerzas del orden, ahora empoderadas de un autoritarismo abismante. Fue enjuiciado por “poner en riesgo la estabilidad de la nación”, habiendo sido lo suyo, sólo un mamotreto escrito a la rápida, en donde ridiculizaba a un hipotético mandatario.


Tres meses más tarde, era puesto en libertad, pero su rostro ahora figuraba en los archivos policiales, siendo que peligrosos delincuentes continuaban actuando en la más absoluta impunidad. Conoció a uno de ellos, que le ofreció entrar en el comercio de la trata de blancas, lo que Octavio rechazó de plano, ya que, como lo mencioné más arriba, era un tipo que odiaba transgredir las leyes.
Pero, el tipo aquel fue apresado más tarde por la policía y conminado a confesar sus fechorías, cometió la peor de las vilezas, puesto que vendió falsamente a Octavio. El pobre hombre, inocente de principio a fin, fue nuevamente apresado, esta vez bajo el cargo de estupro y trata de blancas. El infeliz hombre nunca había tenido una situación acomodada, así que no pudiendo contratar a un abogado de renombre, debió conformarse con el que le asignó el estado. Por consiguiente, fue condenado a ocho años de cárcel.


Algo envejecido, después de su larga permanencia en ese infierno que los hombres crearon para mantener a raya a los antisociales, Octavio creyó que aún era tiempo para rescatar aunque fuese una mínima parte de lo que había sido su recatada existencia. Pero, se encontró con todas las trabas que la sociedad le opone a quienes quieren reinsertarse en este mundo. Debió aceptar un modesto empleo que le ofreció un anciano judío por un sueldo miserable. Arrendó una pieza modestísima en una casa que se levantaba en un barrio pobre. Mal viviendo, mal comiendo y trabajando como un animal, el espíritu de Octavio no terminaba de doblegarse. Aún pensaba en ahorrar algo de dinero para intentar mejorar sus condiciones de vida.
El judío, era un tipo insoportable. Lo obligaba a trabajar con denuedo y le imponía faenas cada vez más abusivas. Octavio, lo aceptaba todo, incluso con una sonrisa en sus labios, puesto que tenía esperanzas de salir de esa miserable condición de vida.


Pero, su existencia estaba marcada por el infortunio. Una mañana, fuertes golpes a su puerta, lo despertaron de golpe. Se levantó alarmado y he aquí que se encontró cara a cara con algo que no hubiera querido jamás volver a enfrentar: era la policía, que acudía a arrestarlo. Pronto, supo que se le acusaba de un nuevo crimen. Un empleado había descubierto el cadáver del judío, quien lucía en su pecho una atroz herida, producto de una estocada que le había arrebatado la vida. El pobre Octavio fue sindicado como el único sospechoso, “un individuo de reconocida peligrosidad y que ya contaba con innegables antecedentes policiales.”
Y he aquí que el prisionero aguarda el dictamen de la justicia. Se estima que la pena será altísima, dado que el delito fue cometido con premeditación, alevosía y ventaja. Probablemente, Octavio no recuperará su libertad nunca más y en su fuero interno comienza a profundizar en sus muchas culpabilidades, en una escalada que comenzó el día mismo en que esa patada proferida en su trasero, lo fichaba para siempre…

















Texto agregado el 13-03-2012, y leído por 230 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-03-2012 Triste historia, y más triste es que deben haber miles de casos... Saludos!! achachila
14-03-2012 Lamentablemente, hay muchos Octavio en esta tierra... y la justicia...perdón, ¿dije justicia...? Muy buena historia, cercana a la realidad. Mis ***** mahanaim
14-03-2012 Estupendo realmente una historía que da rabía y escalofrios.Te felicito gui y te agradezco el permitirme disfrutar.******* shosha
 
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