Un día mas pensó Manuel, mientras manoteaba el despertador.
6,30 am. Las primeras luces mojaban al barrio; la moto lista, el motor caliente, el sueño apenas vencido y salió rumbo al destino.
Cuando sonriente observó la carga, lo distrajo un pensamiento, una visión: luces parpadeantes, una multitud enloquecida, casi insinuada; algo que roía, buscando alimentarse, sobre las extrañas formas cayó un telón negro y Manuel salió de su estupor.
Después de la turbación, de la visión, todo volvió a la normalidad. Minutos después, los semáforos, el tráfico sinuoso, complicado, lo introdujeron en la rutina de un día…más.
EN SU CASA.
Estaba aburrido y antes de tocar la viola, irrisoriamente observó el desorden del último cajón del placard.
Entre miles de cosas inútiles encontró el pentagrama.
Lupus Andreus,- quién diablos seria este autor ignoto muerto hacia unos 20 años-.
En el reverso del amarillento pentagrama leyó:
Las notas agudas despiertan
Aquellas cosas dormidas.
Las notas graves carcomen
La matriz infecta, la corteza.
Dioses gusanos, amos señores
En el mundo que vislumbro.
Ya es tarde. No hay más tiempo
Que el tiempo de carne y la muerte.
Los sonidos de la guitarra se enroscaban sustanciales, paranoicos, sicodélicos, bellos, oscuros de contenido como una lectura en la última hora de una noche moribunda que, engañosamente buscaba destruir para nacer.
La oscuridad se pobló de rostros, de mascaras de carne desfiguradas, de lenguas ensangrentadas retorciéndose entre dientes filosos que no tardaron en masticar los bordes de la negrura, penetrando en los poros de la realidad…y en la blanca piel.
Cuando la luz iluminó la habitación, la mujer de Manuel esbozó un agudo perfecto, sin desgarro. La guitarra seguía esgrimiendo abismales riff. No había dedos sobre las cuerdas.
Antes de perderse en los abismos de la locura y justo en el preciso momento en que desesperadamente la mujer cerraba la puerta del cuarto, por el rabillo del ojo vislumbró la deforme sombra de lo que alguna vez había sido su marido.
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