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- Hagamos un trato –propuso algo nerviosa

El tipo, que hasta entonces era su pareja, la miró con hostilidad, también con lástima. La última semana la había notado extraña. Sospechaba que algo tramaba.

- Habla –exigió mientras encendía un cigarro

Rouge fundió su mirada en las baldosas blancas y negras que formaban rombos.

- Cada puta noche, desde hace cuatro años –señaló– cada puta noche llegás a casa borracho, oliendo a cerveza y mujeres, y decidís que es bueno golpearme hasta el desmayo. No te denuncié solo por una razón, que por ahora elijo callar.

El tipo soltó una bocanada de humo en su cara.

- Date prisa, estás dando muchas vueltas –dijo

Rouge se quitó el humo de encima con una serie de ademanes. Luego, expresó:

- Quiero tener una oportunidad para defenderme. Quiero que nos enfrentemos en el cuadrilátero, a tres episodios, frente a todos los vecinos. La pelea sería en un mes, en el club…

El tipo largó una carcajada cargada de irónica atrocidad. Aún riendo, preguntó:

- ¿Es broma, no?

- No –respondió Rouge con firmeza

- Pues debe serlo

- No lo es

- El presidente del club no lo aceptará –especuló el tipo

- Si, lo hará

- ¿Y cómo lo sabes?

- Porque se lo pregunté, y accedió, aún creyendo que es una locura.

- ¡Mentira! –gritó el tipo, arrojándole el cigarro encendido a la cara– ¡Te acostaste con él! ¡Puta!

Rouge aguantó el llanto, arrimando un pañuelo a sus ojos. Sin una sola muestra digna de compasión, llegó a decir:

- Eso no es cierto.

Su pareja tomó una botella y bebió un trago. Ni siquiera se fijó que contenía. Al beber, su cara se desfiguró por completo. Luego, sintiendo todavía un infierno en su faringe, arrojó la botella con violencia, dándole a Rouge en sus sienes.

- Tenés tu pelea, hija de puta. Te voy a matar a golpes –amenazó a los gritos y salivando

Rouge no llegó a perder la conciencia, pero el golpazo la dejó tumbada en el piso. Notó que su sangre avanzaba con lentitud por las baldosas. Esbozó una imperceptible sonrisa. Un segundo después, con alguna dificultad, se puso de pie.


Pasó la mano por su cara intentando detener la hemorragia. Sin lograrlo, dijo:

- Una última condición…

El tipo había encendido otro cigarro, preguntó:

- ¿Cuál, imbécil?

- No podrás tocarme en lo que resta del mes. No lo harás hasta el día de la pelea.

Rouge vivía en las cercanías de un paraje sin urbanizar, donde con frecuencia faltaba la energía eléctrica y en donde las cloacas y el agua potable eran promesas que lindaban el siglo de vida. Diversas gestiones habían iniciado los trabajos, rompiendo las calles y las veredas, induciendo solo a un curso incoherente de las cosas. A unas cuadras de la plaza, antes de llegar a la explanada del hospital, estaba el club donde Rouge entrenaba a escondidas y por las noches. Su sparring era mujer y había logrado un laudable respeto en el ambiente del boxeo femenino. Se llamaba Mariska y tenía 46 años. Había nacido en Hungría.

La rutina de ejercicios que cumplía era intensa y compleja: comenzaba con un trote alrededor del club, por las afueras, durante unos treinta minutos. Por momentos, el trote se convertía en corrida, piques cortos en fases explosivas de velocidad. Transcurrida esta primera etapa, ingresaba a los interiores del club, donde ya en el patio, subía y bajaba las escaleras que conducían a los sanitarios y vestidores. Al pasar cerca de los varones, éstos reían de ella, burlándose de sus pequeños senos que supieron amamantar a dos criaturas. Luego, sin descansar, se tendía en el piso y ejecutaba abdominales, entre las cuales, interponía un efímero descanso de ocho segundos. Mientras tanto, Mariska la adiestraba sobre la calidad de sus gimnasias. En ocasiones, antes de dar inicio a las maniobras propias del combate, que con frecuencia comenzaban con golpes a la bolsa de arena o con el trabajo de manopla libre con Mariska esperándola a la contra, solía levantar pesas, para ganar masa muscular, porque la mala vida, sumado a la dependencia de calmantes, entre otros trastornos, había causado en ella una delgadez insufrible.

Rápidamente se corrió la voz del desafío. Durante esos días, nada se supo de su pareja. Hay quienes aseguran que durmió en el prostíbulo, bajo la indulgencia del proxeneta, que fue quién manejó el negocio de las apuestas. Al principio, incluso entre quienes no ostentaban una sola medida de conservadurismo, primó la antipatía y la repulsión. Pronto, la morbosidad se extendió endémicamente. De un día para el otro, el suburbio apareció colmado de afiches que divulgaban la contienda. Al saber la noticia, el cura de la iglesia argumentó que la voluntad de Dios, ante la tamaña expresión del gentío, no podía ser otra más que la pelea se llevara a cabo. De hecho, fue él quien, en una entrevista que le hiciera el periódico de la zona, confirmó su presencia.

El día de la pelea, las instalaciones del club se hallaron atiborradas por una multitud vehemente y fanática. Hubo disturbios en la puerta, que serían controlados por la policía, porque las localidades estaban vendidas y la reventa de talones ocasionó el desfalco por quienes no lograron hacerse con ellos.

En la antesala del combate, las gradas mostraban un público expectante. Imperaba el nerviosismo. Dividieron las tribunas en dos zonas. La primera destinada para los sectores más bajos, los que lindaban el arroyo y, más allá, con la fábrica de azufre. En el sector destinado a los distinguidos, justo frente al cuadrilátero, además del relator, que trasmitiría la contienda por la radio, estaba el cura de la iglesia. Junto a él, algunos funcionarios de la municipalidad y un espectador de lujo: un senador del Congreso de la Nación, que había llegado especialmente y luego de presenciar una interminable sesión legislativa. El relator era el emblemático “Jepo”, quién parecía no encontrar palabras ni alegorías que consiguieran extractar y condensar la intensidad del entusiasmo de los concurrentes.

Del combate no es necesario contar más que su segmento neurálgico, que fue de cualquier modo tan lamentable como los demás. Rouge se defendía con estilo, manteniendo prudente distancia y sin revelar sus propósitos. El tipo, cuyas intenciones no eran buenas, buscaba arrinconarla, acortándole así la chance de movimientos. Se entrelazaron. El réferi los separó. Volvieron a entrelazarse. El público enloqueció. Se apartaron nuevamente, sin la intervención del juez. Rouge retomó la guardia y se abalanzó con fuerzas, arrojando una trompada en la cara de su contrincante. Éste reculó unos pasos hasta llegar a las sogas. Pareció flaquear. Rouge se acercó y descargó un servicio de golpes en su estómago, hígado y cara. Los puñetazos eran implacables. Conectó un gancho en el mentón y un cross de izquierda en la mejilla. Tras tambalear fugazmente, el tipo cayó de boca al cuadrilátero. El réferi comenzó el conteo. A medida que avanzaba en la numeración, el público, intransigente y excitado, contaba a unísono, a los alaridos. Rouge retrocedió unos pasos. Cuando la cuenta llegó a siete, el tipo se repuso. Estaba mareado. Sacudió la cabeza de un lado para el otro, desperdigando unas gotas de sudor. Recobró el equilibrio y se dirigió con violencia a la esquina donde Rouge, que había montado su guardia nuevamente, lo aguardaba. Cuando la tuvo a unos pasos, se detuvo. Se quitó los guantes y los arrojó por afuera del cuadrilátero. Caminó unos pasos. Las gradas enmudecieron. El réferi observó la escena a distancia. Rouge, de a poco, fue bajando la guardia. Ambos quedaron enfrentados, a unos pasos. De pronto, el tipo levantó su brazo derecho, ofreciéndole la mano. Rouge echó un vistazo al réferi que, sorprendido por la maniobra, encogió sus hombros en señal de desconcierto. Rouge acercó su mano. Su pareja le había otorgado el triunfo; los espectadores estallaron en un solo grito de júbilo.

Poco importan las cosas que pasaron en las horas que continuaron, ya que se encuadran dentro de la normalidad de lo que supone la atmósfera entre la derrota y la victoria.

Al día siguiente, Mariska fue a visitar a Rouge, que rentaba un cuarto andrajoso en una pensión. Llevó consigo un pastel con nueces y pasas con ron para acompañar con una taza de chocolate. Cruzó el suburbio de punta a punta. En el camino, los vecinos, especialmente las ancianas y enfermeras del geriátrico, loaban su andar y aplaudían felices. Al llegar a la pensión, saludó a la patrona, que jugaba una partida de generala con un sujeto que portaba un sombrero. Marchó por un largo y angosto pasillo que apestaba a humedad. Al dar con el cuarto indicado, golpeó su puerta destartalada. Nadie respondió. Volvió a golpear, esta vez con tres golpecitos. Aguardó un instante. Insistió. Tras unos minutos, decidió derribarla con el hombro. Miró a la cama, donde Rouge yacía muerta. Tenía un cuchillo clavado en la garganta. Intentó reanimarla, extrayendo el arma del cuerpo y luego ofreciéndole primeros auxilios. Todo fue inútil: llevaba algunas horas de muerta. Dio aviso a la policía, quién de inmediato se presentó en la escena del crimen. Hacia el anochecer, aún no había ni un solo detenido, más allá de la sospecha.

Esa misma noche, poco después de las once, Mariska oyó un ruido suave. Distinguió un papel que empujaban por debajo de la puerta de su habitación. Se levantó de la cama y se avalanzó sobre él. Abrió la puerta. No vio a nadie. Echó un vistazo a los alrededores y no percibió otra cosa que la penumbra de una calle solitaria. Levantó la epístola y notó que estaba dirigida a ella. La grafía era cursiva, nerviosa. En voz baja, leyó:

“Rouge había dicho a tres episodios: ese era nuestro trato, que no respetó al vencerme tan solo en dos. Creí que no tenía derecho a humillarme de tal manera, frente a esa muchedumbre eclipsada por la salvajada, que siempre ha de ser una cuestión política. Ciertas afrentas deben permanecer en el plano de lo privado, comprenderá. Jamás expuse a Rouge de tal manera. Por lo tanto, siendo de madrugada, tras retorcerme en las imágenes de mi deshonroso fracaso y no lograr conciliar el sueño y descansar, fui a su pensión y la reté a un último episodio. Se negó en reiteradas oportunidades. Saqué un cuchillo que escondía debajo de mis ropas y amenacé con matarla si no combatía conmigo. Volvió a negarse, a los insultos. Con serenidad, soporté sus agravios. Estaba por irme, de hecho había decidido retirarme, cuando ella fue quién con sus brazos me empujó contra la puerta. ¿Por qué hizo tal cosa? Entenderá que no tuve más remedio que matarla. Sospecho que está al tanto que juré que lo haría a los golpes, en el cuadrilátero. Las circunstancias fueron otras, el desenlace no. Lamento que el presente mensaje no le sea útil para denunciarme ante la justicia y llevarme a juicio por homicidio. Salga nuevamente a la calle, no se contente con la soledad que reina en ellas, tómese el trabajo de ver más allá, sobre el montículo de basura acumulada en la esquina, justo debajo del poste de luz; notará un cuerpo colgando de una soga al cuello: soy yo.”



® Boro Laicris

Texto agregado el 12-03-2012, y leído por 134 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-03-2012 El cuento es tan hilarante como real, bien logrado!! El final, creo haberlo olido, pura intuicion femenina. bellaboo
12-03-2012 Es un cuento muy bueno, tremenda realidad, inaceptable este fulano. Mis ***** chilichilita
 
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