No me desampara ni de noche ni de día.
¿Y cómo sabes que un ángel te cuida?, me preguntó un amigo escéptico. En las cosas de fe, no me dedico a probar nada, pero justo en ese momento me acordé de un hecho que venía al caso.
Te voy a contar algo que me pasó, le respondí.
Sucedió en los primeros tiempos del SIDA. Enviaron a conversar conmigo a joven adulto que tenía sida. Era un brujuleño al que no conocía, porque se había ido a la ciudad donde estudió y llegó a ser un excelente peluquero “unisex”, como dicen para señalar que arreglan las chascas a hombres y mujeres. En un barrio elegante instaló una peluquería, y le había ido muy bien..., económicamente hablando.
Era homosexual y venía deshecho física y sicológicamente: Conversamos largamente y se fue más tranquilo pero medio desilusionado, porque creía que yo lo iba a sanar. No le interesaba mucho lo religioso.
Pasó el tiempo y recibí un llamado de la casa de los padres del joven. Estaba muy mal y querían que fuera a verlo. Al llegar me hicieron pasar solo a su dormitorio. Extendí mi mano para saludarlo, y tardó algo para hacerlo. De pronto, sacó su mano de una manera desusadamente rápida, apretó la mía y la escondió con igual celeridad bajo las sábanas. Yo sentí en la palma de la mía algo duro, casi raspante, lo que me extrañó, pues la vez anterior se las había visto muy delicadas y al parecer suaves, acorde a su profesión de estilista. Fue muy hosco y mi visita poco efectiva.
Al regresar, me esperaban afuera de la casa parroquial, Clemencia y la señora Anita. Pregunté qué pasaba.
¡De buena se libró, padre curita!, respondió alborozada la generalmente tranquila señora Anita.
¿De qué me libré esta vez?, pregunté, invitándolas a entrar a la casa para conversar con más comodidad. Allí me contó:
Estaba en oración hace una hora, cuando tuve una visión. Que usted pasaría hoy por un gran peligro. Nada más. Corrí para acá, porque tengo el teléfono cortado, pero llegué tarde. Usted ya había salido a ver un enfermo, me dijo Clemencia. Le conté mi visión y fuimos al templo a orar por usted.
En eso estábamos, cuando me vino otra visión. Usted extendió su mano para saludar al enfermo y justo en ese momento vi aparecer a su santo ángel de la guarda a su lado. El enfermo sacó rápidamente la mano y respondió al saludo. En la mano tenía un objeto cortante y, para no ser advertido, la escondió también rápidamente. Pero el ángel fue más rápido aún. Extendió su brazo y puso su propia mano entre la de ambos. Con eso evitó que usted fuera herido y contagiado, porque él hizo como de capa protectora para usted.
Al escuchar esto, sufrí reacciones surtidas: empalidecí, (talvez la presión me bajó a cero), y al mismo tiempo un suspiro de alivio tremendo, porque comprendí de qué me había librado; transpiré; sentí inmensa pena por el joven enfermo; mis pies se pusieron de lana, por lo que me hube de sentar.
Hacía poco me habían contado que un grupo de muchachos salió a lo que llaman “viaje de estudios” a Paraguay. En la playa conocieron a unas muchachas y pasaron la noche con ellas en el hotel. Al día siguiente al despertar, ya las jóvenes se habían ido, pero en el espejo del baño había un letrero con lápiz labial: “Bienvenidos al club del sida”.
Algunos enfermos de sida, cuando se dieron cuenta de su enfermedad y al constatar que no había remedio para ellos, en una reacción sicológica violenta, buscaron contagiar a otros, como castigo a la sociedad que no les daba esperanzas.
En realidad, como me dijo doña Anita, “de buena me había librado” mi ángel de la guarda.
¡Enorme Minucia!
(De “El cura de los Brujos”, que se dedica a contar hechos paranormales en su parroquia)
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