Javier ya no quería saber más de nadie. Todo le molestaba. Los automóviles al pasar, los pensamientos de los transeúntes, los chasquidos de mis manos, los laberintos de las ciudades. Las miradas sobre él le incomodaban, porque cuando recibía una un escalofrío le recorría la espalda y es que su mirada sincera y cálida rebotaba en los fríos ojos de las personas, que como entes sin alma, caminaban por las calles.
Javier ya no quería remar contra la corriente y sin decir más se dejó llevar.
La última vez que lo vi vestía camisa y corbata, llevaba un maletín café y usaba lentes negros. Cuando lo llame por su nombre, se los quitó y sus ojos ya no brillaban. Solo vi mi propia imagen reflejada como si nunca se los hubiera quitado.