RECUERDOS DE NIÑEZ
Como todos los años para las vacaciones de verano, era invitado a casa de mi tío Hilario, en la Quinta Los Olivos de La Ligua, pues me llevaba muy bien con mi primo. Los miércoles cerca del mediodía, Claudio y yo le pedíamos permiso a su mamá, la tía Maruja, para ir a la estación de ferrocarriles a esperar la llegada del tren y comprar el diario El Mercurio apenas lo bajaban del coche carga, uno para cada uno, pues incluía el suplemento “Mampato” que coleccionábamos por las interesantes historietas publicadas allí. El diario fuera de hojearlo y mirar las fotografías, no recuerdo haberlo leído, pues las noticias no nos motivaban. Ambos ejemplares se los dejábamos a mis tíos que sí los leían.
Esas vacaciones las recordaré toda mi vida, pues fueron varios años inolvidables, pues con mi primo Claudio, él de nueve y yo de doce años, realizamos muchas actividades de jóvenes soñadores como nosotros, si se ha leído “Las aventuras de Tom Sawyer”. Claudio era delgado, más alto que yo, a pesar de su edad, de pelo negro, usaba lentes y era muy aplicado en el colegio e inteligente. Ambos dibujábamos muy bien y coleccionamos revistas de historietas. Recuerdo excursiones al río, por el lado norte de La Ligua, y a medida que uno se va acercando a él, por un camino de tierra, se sigue por muchas piedras de distintos tamaños, muchos arbustos pequeños y las zarzamoras, que si uno no se fija bien las zarzas lo atrapan con sus espinas. Eso si comíamos moras y quedábamos con la boca morada. Eran tantas que las recogíamos en una bolsa para la casa y mi tía Maruja hacía mermelada. Ya en el río nos sacábamos las zapatillas y nos metíamos al agua que era helada pero soportable. Corría cristalina y se escuchaba ese sonido tan especial al ir moviendo las piedrecillas en el fondo del lecho. A veces aparecían algunos patos silvestres que se zambullían y volaban a baja altura. Nos sentíamos los reyes del mundo en esos momentos.
La actividad que hacíamos todos los años al llegar a la Quinta, era construir pueblitos en una parte del jardín de la Quinta, por donde pasaba un pequeño riachuelo. Cada uno de nosotros hacía uno a cada lado y construimos un puente entre ambos. Las casas eran hechas de ladrillos, pero fabricados por nosotros. Para ello buscábamos tierra gredosa que poníamos en cajas de fósforos para darles la forma, los dejamos secar y luego había muchos ladrillos en miniatura, para hacer las paredes, y con palitos hicimos las techumbres, las ventanas y las puertas. Era impresionante ver las casitas una vez terminadas. Los autos en miniatura que llevamos desde Santiago, servían para darle más realidad a nuestra obra. Al centro de cada poblado levantamos un cerro pequeño, que era un paseo, y el último día de vacaciones comprábamos bombas del número 4 esas de año nuevo, las enterramos en esos cerritos, encendimos las mechas y la explosión terminaba con los pueblitos.
Cuando íbamos a la playa de Papudo, viajamos en la locomotora a carbón, pues nos hicimos amigos de los maquinistas. Ahí vimos lo sacrificado de sus trabajos, echando carbón a la locomotora sin parar, para mantener la presión con la que la máquina lograba moverse y tirar de los carros. Ellos transpiraban copiosamente todo el viaje. Llegábamos a Papudo llenos de hollín y de micro carboncillo en las caras, en el pelo y en la ropa, de regreso era igual, pero la sensación era incomparable. Mi tía Maruja nos preparaba una canastita con sándwiches, huevo duro y mucha fruta, que comíamos con muchas ganas. En la playa también comíamos cuchuflíes, barquillos y dulces de La Ligua, que al recordarlos se me hace agua la boca, y los comprábamos a vendedores con sus canastos típicos. Recuerdo que nos íbamos a las rocas a buscar conchitas y juntamos una gran cantidad, de tamaños y formas increíbles. Nos bañábamos y el agua era deliciosa.
Recuerdo una batalla pedregosa con unos niños, pues nos desafiaron en el fondo de la Quinta, que abarcaba una manzana completa. Ellos eran cuatro de nuestras edades y nosotros tres, mi primo Claudio, una prima Virginia y yo. Virginia tenía diez años y tenía el pelo negro, los ojos verdes, un rostro muy hermoso, una linda sonrisa y le encantaba jugar con nosotros. Estábamos separados por una cerca de zarzamoras y algunos árboles, que impedía vernos. La batalla comenzó cuando ellos nos tiraron camotes de tierra, tomados del terreno recién arado donde se encontraban. Nosotros también teníamos lo mismo y el ir y venir de camotes duró unos cinco minutos. De pronto sentimos un ¡Ay! y yo me acerqué más a las zarzamoras para ver si podía mirar hacia fuera. No alcancé pues me llegó un camote en la frente y casi me bota, entonces retrocedí, nos miramos con Claudio y Virginia, para retirarnos del lugar al ver que la situación se estaba poniendo peligrosa.
En las noches después de la cena, nos permitían ir a la Plaza, distante unas cinco cuadras de la Quinta. Íbamos generalmente solos y algunas veces nos acompañaba Virginia. En la Plaza, caminaba casi toda La Ligua joven alrededor de ella, en el sentido de las agujas del reloj. Allí nos encontramos con vecinos y con amigos a conversar de las vacaciones, de historietas, de los paseos y para acordar nuevas excursiones.
La tía Maruja, hacía todos los veranos manjar en una gran paila de cobre, y lo que más nos gustó siempre, era cuando ella nos llamaba para el raspado de la paila, luego de envasar todo el manjar, tomamos sendas cucharas y a raspar. Era delicioso.
Este lindo recuerdo de niñez, es un sentido homenaje a mi querido primo Claudio que nos dejó teniendo solo veintiocho años de edad.
Guillermo Gaete - Alfildama ©
25 04 11
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