Hoy en la mañana se fue mi amigo. No fui a despedirlo, sin embargo, me parece que lo vi.
Tomó sus maletas a eso de las siete, muy serio, vestido en un traje de invisibilidad (¡dentro de él no podía ya ver a mi amigo!). Tomó su tren a eso de las ocho; secos los ojos, y la boca. Me pregunto si el alma también. El tren se empequeñeció a la distancia, y así, imperceptiblemente mi amigo se convirtió en un “usted” y perdió su nombre de niña.
Yo no sufrí, sólo me desperté, imperceptiblemente también, a la hora adecuada. Pensé en llamarlo, y luego pensé que sería inútil. Lloré un poco en mi imaginación y en seguida rechacé la idea, no por nada tengo el nombre de una ciudad donde poco llueve. Me levanté, sacudí mi cama, porque tenía comezón en las piernas (debe ser por mi alergia al pasto) y me volví a acostar. Me revolví un poco, las sábanas se enrollaron en nudos extraños, me sentí asfixiar, finalmente me destapé y me dormí desvergonzadamente desnuda. Volví a despertar a las once, con un impávido dolor de garganta. Lo rechacé insolentemente, enterrándome por segunda vez bajo las frazadas. Recobré consciencia del mundo a eso de las doce y media, y me di cuenta de que me abrasaba la sed. |