Debo renunciar a mis encierros, dejar de pensar que así prolongo mi existencia. La vida que vivo es la posible, pero debo esforzarme en disipar el miedo. Comprender con indulgencia mis achaques.
Es bueno que piense seriamente en usar mi inteligencia. Si bien parece cierto que la inteligencia se come podrida, puedo aprender a recortar lo que ya no sirve. Proyectarme hacia cosas nuevas. Abandonar la modorra. Comenzar temprano cada día y agradecer a Dios por el milagro de cada despertar.
No es pecado ni vergüenza, comprobar que muchas cosas que hacíamos siendo jóvenes, ya no son posibles. Hay otras.
La sabiduría nos señala otros rumbos si desistimos de enfocar nuestros pensamientos al pasado.
Ahora ya nada me podrá retener, puedo ser más egoísta y no sentir culpa. Debo ser más cuidadoso con mi propia vida. Es mi mayor obligación.
El futuro es cada día, el momento que transcurre. Mis hijos cuidan de mí, les preocupa mi vejez, quieren que siga vivo.
Quisiera que estén menos pendientes, que me permitan morir, eso aumentaría mi libertad.
Trato de comprenderlos. Si yo muero dejarían de ser hijos, renunciarían a sentirse niños para convertirse en adultos consumados. Pasarían a ser padres de su propia vida y la de sus hijos que son mis nietos.
Mientras aun contamos con nuestros padres, sea cual fuera nuestra edad, continuamos siendo hijos.
Debo aprender a caminar más, hay lugares de la ciudad en los que jamás estuve. Cuando era joven, viví abrumado por responsabilidades que ya no tengo.
Debo cuidarme más que antes. Hace años que no fumo, abandoné la sal y el azúcar.
Solo consiento en dejarme consumir ante el deseo que me provoca la belleza de una mujer, que se entrega ignorante y fascinada, a la curiosidad inconciente que le demarca el tiempo y la lujuria enloquecida que se desprende de mis ojos.
Andre Laplume.
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