Antes de Cox
Un día, mi querido amigo Celedonio me preguntó, ¿qué dónde había aprendido a sacar niños? y le conté, que de estudiante, pocas oportunidades se tienen de atender partos, que el verdadero fogueo inicia cuando se ingresa a la vida hospitalaria, como interno de pregrado.
La primera vez que me tocó hacer guardia en el hospital, el médico jefe me dijo: “Mira, tú te encargas de esta ala del hospital. Aquí se internan las que están en trabajo de parto y tu labor consiste, en ir evaluando qué señora se baja a la unidad de atención y debes mandarlas, cuando el cuello de la matriz tenga cuatro centímetros de dilatación. Así que debes estar pendiente”
La enfermera joven, morena, con ojos de paloma y cejas que se tocaban en su extremo medio, dijo: “Doctor, la paciente de la cama doscientos veinte está alterada. Seguramente puse cara de estúpido, pero ella, sonriendo, me expreso cálida: “vamos a revisarla”. Fui con ella. La paciente daba la impresión de estar siendo golpeada. De un carrito sacó un par de guantes y los puso frente a mí. Mi torpeza debió ser evidente para calzármelos, así que sacó otro par, porque seguramente ya los había contaminado . Pero ella, sonriente, exclamó “perdón, estos sí son del tamaño de sus manos”. Fueron momentos en que sudé tanto como la paciente; ¡los pinches guantes no calzaban bien en mis manos! Cuando por fin lo hice , ella habló con cariño a la mujer y, empezó a tranquilizarse. Pude al fin meter mis dedos dentro de la cavidad vaginal, pero una vez dentro, sólo sentían lo blandito y tibio del tejido. La enfermera me preguntó: ¿Cuánto tiene de borramiento? Me quedé callado y volví a meter mis dedos. Ella se calzó los guantes, con una facilidad que me hizo sentir vergüenza. Le hizo tacto y me dice en confidencia “tiene como un ochenta por ciento y tres de dilatación”. Toqué, toqué de nuevo, y seguí sus consejos. Poco a poco lo oscuro se hizo claro. Han pasado los años, pero la memoria de mis yemas sigue fresca, si en este momento hago tacto a una señora en trabajo de parto, diré con exactitud cuánto tiene de dilatación y borramiento, pues la yema de los dedos nunca olvida. La enfermera será siempre tu gran compañera. si le das su espacio, su lugar y ganas su afecto.
El hospital donde realicé mis prácticas estaba recién hecho y no había más que los médicos especialistas de base y once internos que recién egresamos de los cinco años que exigía la carrera. Treinta y seis horas continuas de trabajo, por doce de descanso. Cuando terminábamos la jornada, lo único que deseábamos era dormir y dormir. Así que subíamos las escaleras reptando los escalones, para tirarnos a la cama. ¿Cómo es que no explotamos? Pues había médicos que nos hacían pedazos el ánimo y otros que, como verdaderos maestros y amigos, nos daban mucho de ellos. Otra forma de evadirnos era jugarnos bromas y aceptar que una serie de sonrisas hacen la angustia más llevadera. Mi preparación dio como resultado atender los partos con éxito, y cada vez que hacía las disposiciones para atender una situación complicada, recordaba las enseñanzas de mis maestros y también sonreía al recordar las bromas que nos jugábamos, los internos de pregrado.
Urgencia en la sala de partos
En un hospital, las tres de la mañana es el momento en que la tensión da un respiro a los trabajadores. No sucede siempre, pero sucede.
Con un trapeador, el intendente relame los mosaicos de vinilo y en el área de atención de partos, los internos de pregrado, enfermeras y auxiliares, están de pie. De pie es un decir; lo más exacto sería definir que con un ojo dormitan y con el otro descansan.
Sólo es un instante. Es como si la máquina se parara y diera lugar a un profundo silencio. Todos intentan aprovecharlo. Un relax, un pestañeo o un mini-sueño, pueden ser renovadores y dar el impulso para las siguientes horas, que suelen ser las más intensas. Si acaso se oye una radio que da la hora. Los que toman las decisiones críticas, o sea los especialistas, duermen: se despiertan sólo si es necesario.
En el piso (así llamamos al sector de hospitalización), las mujeres esperan con angustia el momento del parto. No hay nadie a su lado; sólo ellas y sus hijos por nacer.
Las enfermeras (algunas, ángeles; otras, no tanto) aunque quieran acompañarlas tienen tanto trabajo, que les responden con palabras indiferentes, toman los signos, dan las pastillas y se van. Son almas en blanco que ejecutan su rutina.
El puente entre la paciente y la institución son los internos, médicos de pregrado, que revisan a las señoras y las derivan al servicio de atención del parto cuando tienen en el cuello de la matriz cuatro centímetros de dilatación.
Algunas mujeres deciden no esperar, y el parto es atendido en la cama. Este hecho es conocido como “Camacho”. Por lo tanto, el prestigio de un médico de pregrado es no tener “Camachos”.
En el momento exacto, a esa hora crucial, preparamos a nuestro jefe de internos, Durazo. Alto, blanco, tenía un abdomen protuberante que prometía el radio de un embarazo gemelar.
A las tres de la mañana lo caracterizamos para su presentación en la unidad toco-quirúrgica: un turbante para resguardar el cabello, la bata, vendas en las piernas que le ocultaban los pelos, y botas de algodón cubriendo sus pies; una sábana húmeda con restos de yodo para que simulara sangre y un suero, ese sí, clavado en la vena.
Dos internos guiamos la camilla con la mayor rapidez posible a la sala de partos; trabajo que normalmente hacían los camilleros.
El jefe, en el silencio del hospital, daba alaridos tan desgarradores, que más bien parecía una puerca a punto de sacrificio.
— ¡Camacho! ¡Camacho! ―vociferaba con angustia, nuestro equipo.
El escándalo despertó a todo el mundo.
Los auxiliares y enfermeras se movieron rápido, preparando todo para la atención de la parturienta. Los internos de pediatría acudieron a la sala para recibir al nuevo ser y, los encargados de obstetricia se vistieron con prontitud su uniforme esteril.
Pasamos “la parturienta” a la mesa, y las enfermeras alzaron sus extremidades para que las apoyara en las pierneras y quedara en posición.
Nosotros, mientras tanto, dándole consuelo.
— Ya, señora; todo va a salir bien —y, por dentro, muriéndonos de risa.
El interno encargado de atender el parto retiró la sábana para hacerle el tacto.
— ¡Esta mujer tiene huevos y no está rasurada! –exclamó encabronado.
No contuvimos la carcajada, y ellos tampoco.
El jefe de internos, Durazo, escapó de un salto; todavía tuvo el humor para caminar como patito y, sujetándose el vientre, se perdió entre los pasillos del hospital. Faltaba poco para las cuatro de la mañana, y casi una hora para las urgencias de las cinco.
Por si no te vuelvo a ver
Eran las tres de la mañana y el frío intenso del altiplano de México se colaba en la sala de urgencias ginecológicas del hospital.
Un sudor perlaba su nariz, que hacía contraste con la oscuridad de sus ojeras. El cabello era nido de finas gotas de agua que parecían dibujarle una diadema. Apretaba las mandíbulas y la lividez de su cara se acentuaba cada vez que el dolor oprimía.
Las enfermeras iban y venían. Mi compañero de guardia, arropado con una manta, se había hecho bolita y dormía profundamente. Los cubículos estaban separados por cortinas de plástico que corrían por los tubos de acero inoxidable. Le daban al espacio una privacidad asfixiante, por los vapores del yodo y el tufo adosado de los enfermos.
Nos reconocimos. Ella estudiaba para auxiliar de enfermería y hacía sus prácticas en la Cruz Roja. Un domingo fuimos a una ciudad cercana, paseamos por el parque y juntos disfrutamos de un helado. De regreso, en el autobús, recostó su mejilla en mi hombro y su mano cayó sobre mi muslo. La abracé, y con los dedos frotaba la cima de su pecho, mientras mi boca reconocía el contorno de sus labios. Eso fue, no pasó a más, simplemente, dejé de verla; no sé por qué.
—¿Eres el único médico aquí?
— Sí.
— ¿No hay nadie más que tú?
— No a esta hora. ¿Por qué no te quieres atender conmigo?
— Me da vergüenza.
— ¿Vergüenza? ¿Por qué?
— Tú sabes... no puedo contártelo a ti, por lo que pasó entre nosotros.
— Por eso mismo deberías tenerme confianza. ¿Quién mejor que yo para darte atención? Dime, por favor.
Poco a poco, se fue relajando y platicándome su enfermedad. Más resignada que conforme, aceptó ayuda de una auxiliar, quien la llevó al baño, le pidió que se despojara de su ropa interior y, envuelta en una bata, volvió con ella para que se recostara en la camilla y yo pudiera explorarla. Mientras me quitaba el guante de látex, pensé en la relación que tuve con ella y en la que recién había terminado. Era la misma persona, ¡pero los momentos eran tan opuestos! ¡Qué lejos estaba la penumbra del camión! En aquellos momentos su respiración crujía y resbalaba del oído a mi nuca produciéndome una excitación que rebalsaba toda frontera y parecía avasallarnos. No recuerdo qué fue lo que nos detuvo y nos despedimos. En cambio, en esta madrugada, mis manos se detuvieron en el interior de su anatomía y buscaron los vidrios que rompían la continuidad de sus tejidos. ¡ sabía ya que la estaba matando¡ Me comuniqué con el jefe de la guardia, quien estuvo de acuerdo y pidió con urgencia la presencia del anestesiólogo.
Por un momento, nos quedamos solos. Me miró con ojos lejanos. Hubo un abrazo sin fuerzas y un beso tierno en la boca; luego, escondió su cara en mi hombro y sentí la humedad de sus lágrimas, resbalando a tientas por mi cuello. Me dio otro beso.
— Por si no te vuelvo a ver... —me dijo.
Se fue con su cita a la unidad quirúrgica. Yo tenía más consulta y los recuerdos calientes.
Afuera, arreciaba la lluvia y una sirena ululaba en la oscuridad.
Los pasillos del hospital
Los pasillos del hospital se iluminan con luz fría. Son transitados con prisa. El camillero que lleva una embarazada, un enfermo o un herido desangrándose hacia el quirófano. También corre la enfermera con su carrito de medicinas porque hay un infartado en algún cuarto. Por los pasillos caminan los familiares deshechos en silencio, otros, callando gemidos con el pañuelo en la boca. Van y vienen penas y esperanzas. Las embarazadas caminan de un lado a otro cargando el peso de su vientre, algunas platican en silencio, otras piden a la virgen que el niño no tenga malformaciones. Por los pasillos del hospital corren historias bajo una luz fría. En los pasillos que dan a la sala de espera de urgencias, hay preocupación, angustia y una miríada de oraciones que buscan salida al cielo.
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