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La uitilidad de algunos muebles






Junto al camino de cipreses, la silueta de unas sombras negras y alargadas se confundía por un momento con el solemne porte de los árboles. Se trataba de una reducida comitiva que avanzaba parsimoniosa y cabizbaja. El sol caía a sus espaldas, anunciando la muerte del día.
-Ya vienen a enterrarlo -pronunció el sepulturero plantado en lo alto del camino. A su lado, acomodada en una silla plegable junto a la puerta del cementerio, su mujer apenas le escuchó, absorta como estaba en el remiendo de unos calcetines.
La ceremonia fue escueta. En el momento en que el enterrador se disponía a colocar la lápida, unas palabras fueron susurradas sin previo aviso:
Cuando acabe esto, te llevo a bailar.
La inusitada propuesta llegó a oídos de la viuda con la calidez de las noches estivales (era enero y el frío de la sierra se paseaba impasible entre las tumbas). Al fin, ella se atrevió a voltearse, con disimulo, tan sólo unos centímetros, fue entonces cuando sus ojos se toparon con el rostro de su cuñado Antonio. Más allá de él, adivinó la silueta de sus suegros y sus cuñadas, con lo que se apresuró en volver la vista hacia el nicho sellado. Sentía que tenía que darle una respuesta, así que dejó caer su mano enlutada en un gesto de fingida despreocupación y, al tiempo que alguien suspiraba, se rozaron sus dedos.

Pasada la medianoche, las luces del coche de Antonio se deslizaron por la fachada de la casa del hermano muerto. Era allí donde Marisa, la viuda, le estaba aguardando. Al menos era así como habían quedado en la puerta del cementerio. Allá, junto al sendero de cipreses, aguardaba aún la invitación de Antonio, sobrevolando el cielo, dejando atrás la retahíla de palabras de conduelo, de los pésames: lo siento, Marisa; has de ser fuerte, Marisa; él que era tan bueno, Marisa; te acompaño en el sentimiento, Marisa…
La vivienda era una edificación antigua que se alzaba en mitad de la cuesta. En realidad, la carretera que llegaba hasta la casa debería de haber muerto allí, pero se alargaba inexplicablemente unos metros hasta darse de bruces con las piedras de un muro ruinoso. Las obras de la remodelación de la carretera habían empezado justo en ese tramo, pero un buen día no aparecieron ni operarios ni maquinaria, llegó un fin de semana, y un nuevo lunes, y otra semana, y un mes entero y ni rastro de los responsables de la obra. Algunos hablaron de falta de dinero público. De aquello hacía ya más de una década.

Marisa se casó con Fermín, su difunto marido, por miedo a quedarse sola. Ni siquiera esa tarde, plantada frente al féretro, estuvo segura de haberle querido realmente. Sin duda, le guardaba cariño. No podía ser de otro modo: veinte años de convivencia impregnan a uno de costumbre y afecto, y de ese apego que te hace estimar a un perro, a un gato, a un periquito, o a un oso de peluche o a un coche; incluso a algunos objetos y muebles de la casa.
Ciertamente, puede que Fermín en la vida de Marisa no hubiera sido más que eso, un mueble. Pudo tratarse de la mullida butaca que había frente a la chimenea, la del tapiz de pana verde ya desteñido, la del robusto y confortable respaldo; o bien del reloj de cuerda que colgaba en la pared principal del salón, el que había permanecido allí desde hacía generaciones, el que nadie recuerda que se hubiese atrasado un sólo minuto (así era Fermín, un hombre antiguo y metódico, de una puntualidad casi obsesiva); o quizá no fuese más que el jarrón de porcelana china que descansaba en la vitrina, ése que apenas llama nuestra atención, el que probablemente fuera un bienintencionado regalo, aunque nadie sepa ni el motivo ni la persona que lo regaló.
Marisa se había acostumbrado a vivir así: con la seguridad y la apatía de las cosas que permanecen durante mil años en el mismo sitio. Por eso, cuando esa tarde clavada frente al féretro escuchó las palabras de su cuñado Antonio susurradas en su oído, cuando acabe esto, te llevo a bailar, sintió que la vida la recompensaba de pronto. Y allí estaba ella unas horas más tarde, plantada en el salón de su casa, ataviada con un vaporoso vestido rojo (el negrísimo traje de viuda permanecía abandonado en un rincón del suelo del lavabo). Se lo había comprado hacía unos años, es una escapada que había hecho a la capital, pero hasta ese momento no se había atrevido a ponérselo. Al contemplarlo en el escaparate, en aquel tono rojo intenso, supo que no estaba hecho ni para Fermín, ni para los paseos con las amigas, ni siquiera para las noches de verbena de la Fiesta Mayor.
Y por un momento se conmovió al pensar que aquella remota mañana, parada en mitad de una acera que ahora se le antojaba inmensa, perdida entre el anonimato de decenas de rostros (lejos quedaron las estrechas callejas del pueblo, el saludo con cada uno de sus habitantes), sospechó que, en el mismo día que enterrarían a su marido, Antonio, su cuñado, el amor de toda su vida, se citaría con ella.

Antonio aparcó el coche en un lateral de la casa, el menos visible, y se encaminó hacia la entrada principal. La puerta del portal siempre permanecía abierta, así que sólo hubo de empujarla con fuerza (era de madera maciza y pesaba como un cadáver) para adentrase en la casa. El portal le recibió en penumbra, iluminado tenuemente por la luz que provenía del piso de arriba. Entonces notó una sombra moverse y algo le rozó la pierna. Se detuvo un instante, y de inmediato supo de qué se trataba. Era Almudena, la vieja gallina que su hermano se había empeñado en tener como mascota. Almudena… masculló entre dientes, vaya un nombre ridículo para un ave de corral.
-Pensé que te librarías de ella -le dijo a Marisa al aparecer por la puerta.
Ella se quedó parada. No sabía de qué estaba hablando, le temblaban ligeramente las piernas y se había apoyado en el marco de la entrada. Emanaba un cierto aire juvenil, a pesar de casi alcanzar los cincuenta: el vestido rojo, una cinta de raso negro anudada a su cabellera castaña y la ilusión de la primera cita grabada en el rostro.
La gallina se había plantado frente a Antonio y la había emprendido a picotazos contra los cordones de sus zapatos.
-Maldito bicho -soltó él al tiempo que lanzaba una patada al aire. Entonces volvió la vista al frente
-Vaya, estás preciosa.
Se acercó hasta ella y le dio un beso en la mejilla, sólo uno, intencionadamente pausado, cercano a la comisura de los labios.
-¿Te apetece tomar algo? -titubeó ella encaminándose hacia el salón.
-Me va bien un poco de whisky -respondió él desprendiéndose de la americana.
Marisa, seguida por la gallina, se acercó hasta el mueble bar.
-Sólo tengo coñac, ya sabes que a Fermín no…
Enmudeció por un momento, las manos le temblaban e intentó serenarse respirando hondo varias veces. Antonio se había sentado en la butaca frente a la lumbre, copiando sin querer los mismos gestos de su hermano, la manera cómo cruzaba las piernas, el modo de apoyar la cabeza en el respaldo.
Marisa le tendió la copa de coñac y hablaron sin entusiasmo de algunos detalles del entierro. Un inevitable y molesto silencio se propagó por la estancia, entones Antonio se encaminó hasta la radio y sintonizó varias emisoras. La voz de Frank Sinatra paralizó de pronto sus dedos y seguidamente se aproximó de nuevo hasta Marisa. La tomó del brazo y la arrimó hacia él.
-Antonio -alcanzó a pronunciar ella.
-¿No te acuerdas? Había prometido sacarte a bailar.
Antonio la cernió entre sus brazos. Ella permanecía tensa y notó que su respiración se precipitaba más allá de la tela roja de su vestido. Él la tomó de la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos. Pero ella no alcanzó a verlos, se había perdido en un punto de su sonrisa, y allí, en mitad de la piel de sus labios, le sorprendió la nostalgia de cientos de bailes a los que nunca había asistido: la calle engalanada, los últimos compases de la orquesta, los discos de vinilo, las baladas, los guateques, el cálido y largo beso de despedida en un portal oscuro.
Fue entonces que ella gritó.
-Marisa -exclamó Antonio.
Ella permanecía con la vista fija en la pared.
-Es Fermín-dijo al fin.
Antonio se apartó unos pasos, con expresión dubitativa. Miró hacia el mismo punto donde miraba ella, un cuadro donde aparecía retratado el difunto marido. Quiso entonces agarrarla del brazo y empujarla hacia él. Tomarla de la nuca y besarla. Besarla de una vez por todas. Besarla por todos los años que había deseado hacerlo. Besarla con la furia con la que su hermano, el perfecto hijo mayor, nunca la había besado.
-Marisa -esta vez ella se atrevió a mirarle a lo ojos. Él hizo el gesto de acercarse, pero una gélida luz en la mirada clara de Marisa lo detuvo.
-Tienes razón.
-Es Fermín –insistió ella.
-Ya lo sé. Lo siento. No tuve que precipitarme así.
-Antonio -Marisa dio un paso hacia él, pero se quedó clavada a escasos centímetros -¿No lo entiendes? Sigue aquí.
Antonio miró hacia el mueble bar, a la absurda quietud de las botellas de coñac, al vacío encerrado en las copas bocabajo.
-Debería marcharme –admitió al fin tomando su americana en una mano.

Al despedirse, él prometió llamarla al día siguiente. Se quedaron por un momento parados: todo parecía continuar igual, ella bajo el marco de la puerta, el mismo vestido rojo, la misma cinta de raso anudada al cabello, sin embargo, algo había cambiado y, justo cuando Antonio desaparecía escaleras abajo (el cacareo de la gallina sonó a sarcástica despedida), supo Marisa que la vida ni entiende de justicia, ni de segundas oportunidades ni de recompensas del destino.
Marisa escuchó cómo el coche de Antonio arrancaba y se perdía calle abajo, de inmediato entró en el salón y se plantó frente al retrato de su difunto marido.
-No estoy loca, Fermín -pronunció a modo de advertencia y seguidamente se fue a la cama.

Pasó mala noche. Tuvo un sueño en el que aparecía de nuevo el cementerio, ella continuaba allí, en realidad nunca se había ido, anclada como una estatua fúnebre frente al nicho. No había nadie más. Marisa estaba custodiada por una enorme pared que se alzaba con la inofensiva apariencia de un bloque de pisos, con sus flores colgando de los tiestos, sólo que en lugar de balcones ésta tenía lápidas. De pronto aparecía por un costado Antonio, con una desabrochada camisa negra y la sonrisa canalla que la enamoró siendo apenas una niña, del otro, surgió Fermín, con su traje chaqueta de pana marrón y esa ternura en los ojos que Marisa sólo había apreciado en ciertos animales (se crió en una granja y la conocía bien: era la pasividad de las vacas, la lealtad de los perros y los caballos). Miró de nuevo al frente, el nicho estaba abierto y parte del ataúd sobresalía destapado. Se acercó. Parecía estar vacío pero al inclinarse descubrió a Almudena, la absurda gallina, decapitada y con un hilo de sangre que le brotaba de una boca que había dejado de ser pico para convertirse en unos labios humanos. Entonces Marisa cayó al suelo.
A la mañana siguiente, cuando el cielo se desperezaba en jirones dorados al pie de la colina, Marisa emprendió el camino que ascendía por la carretera. En un brazo llevaba a Almudena, que dormitaba tranquila, ajena a las intenciones de su dueña. Pronto llegaron al final de la cuesta y Marisa se plantó al pie del muro, entonces se encaramó por él y dejó caer a la gallina al otro lado. Inmediatamente, dio media vuelta y con paso apresurado regresó a su casa. Lo primero que hizo fue comprobar el cuadro de la chimenea y, como temía, un rictus de desaprobación se había apoderado de los labios de Fermín. Por un momento se arrepintió de su acción, al fin y al cabo, la convivencia con Almudena no era tan mala, pero el capricho de tenerla con ellos había sido de su marido, ahora que había muerto, ya no tenía sentido que la gallina permaneciera en la casa. A media mañana la llamó Antonio, notó en él una cierta actitud esquiva, nada quedaba en el tono de su voz que presagiara el cálido susurro en su oreja: cuando acabe esto, te invito a bailar, tan sólo la cortesía de los vendedores de seguro, la frialdad de los teleoperadores de la compañías telefónicas, la apatía de ciertos funcionarios de la administración pública… A Marisa le dolió el recuerdo de la velada anterior, cuando ambos bailaban en mitad de la sala. Hubiera dado media vida por quedarse allí: la voz de Frank Sinatra sonando y su cabeza apoyada en el pecho de él. Pero la súbita interrupción de la mirada de Fermín lo había estropeado todo; ella había alzado la vista, fijando sus ojos en el cuadro de la pared, entonces lo notó. Había dejado de ser la fría mirada pintada para convertirse en los verdaderos ojos de su difunto marido, incluso le pareció ver que se ladeaban intentando reseguir el movimiento de ellos dos desplazándose al bailar.
Tres días más tarde, apareció Almudena de nuevo en la casa, algo más desplumada y sin un atisbo de resentimiento. Durante aquel tiempo Marisa estuvo pendiente del cuadro, y pronto asumió que nada de lo que había ocurrido era fruto de su imaginación. Fermín había dejado de disimular, ahora la contemplaba con total desfachatez; a veces sonreía como muestra de gratitud cuando Marisa le encaraba la televisión y le sintonizaba los documentales de animales que tanto le gustaban, en ocasiones bostezaba de puro aburrimiento, e incluso alguna tarde le sorprendió echando alguna cabezadita. Durante las rutinarias visitas (sus padres y su hermano, sus suegros y cuñadas, las vecinas, los primos hermanos, los primos segundos, los lejanos…) la imagen de Fermín aguardaba hierática, aunque a veces en sus labios se dibujaba un gesto socarrón, o fruncía el ceño contrariado, o desviaba sin querer la vista hacia la ventana, pero nunca nadie se percató de ello.
A las tres semanas del entierro, Marisa y Antonio se cruzaron por casualidad en la puerta de la panadería. Él iba abrazado a una mujer morena de contundentes caderas, ella a una barra de pan recién horneada. Se saludaron con un simple qué tal va todo, cuídate, ya nos veremos... Marisa pensó que había sido una estúpida al creer que lo suyo con Antonio podía haber llegado a algo. Aunque no le dolió especialmente, fue algo así como una decepción asumida. Toda la vida pensando que se había equivocado y ahora que lo miraba, poco quedaba de aquel muchacho canalla y descarado (un bala perdida, decía siempre su madre), el extremo opuesto de lo que ella, juiciosamente, había escogido (la formalidad de Fermín), y de pronto aquel deseo irrefrenable de alcanzar lo prohibido se vino abajo, sin brusquedad, como vencido por el mismo peso que hace desinflarse a un soufflé.
Antes de regresar a casa, Marisa se detuvo en el colmado, compró un par de cosas y unas barritas de cereales con miel que volvían loca a Almudena. La gallina le recibió con la expresión altiva que tanto le caracterizaba y la siguió hasta el comedor. Una vez allí, Marisa se acercó hasta la pared de la chimenea, descolgó el cuadro y lo sostuvo un momento entre los brazos. Era absurda la sonrisa con la que le recibió Fermín, de hecho todo aquel asunto se había teñido de tintes demasiado grotescos. Asumió entonces que lo mejor sería deshacerse de él, como había hecho con la gallina. Era del todo improbable que el lienzo regresara a la casa por su propio pie.
Marisa se acomodó pensativa en la butaca. Recordó que la primera vez que Fermín le enseñó la casa (casi idéntica a como estaba ahora) ella pensó que al día siguiente de la boda se desharía de todos aquellos muebles viejos, pero allí continuaba, apreciando, a pesar de lo pasadísima que estaba de moda, la indudable confortabilidad de aquella desvencijada silla de pana verde. Tomó su bolso y extrajo un botecito de barniz. Empañó un trapo con el líquido y seguidamente lo pasó por el marco en un movimiento suave y delicado, casi a modo de caricia. Poco después, Marisa se durmió. A su lado, apoyado en la butaca, se encontraba el cuadro. El fuego de la chimenea casi se había consumido, entonces Fermín sopló largamente hacia las brasas, hasta que arrancó una llama.





Texto agregado el 04-03-2012, y leído por 277 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
11-03-2012 me ha gustado el cambio de contexto y el giro rural de los personajes. Tiene menos fuerza que otros textos tuyos pero supone un agradable soplo de aire fresco, Egon
04-03-2012 increíblemente atrapador... hasta Almudena tiene su digno papel.... una belleza de relato y un final estremecedor seroma
 
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