Fue una tarde de primavera, sentado bajo un árbol cuando la sentí, la brisa más reconfortante que nunca jamás había experimentado, me tomó totalmente por sorpresa y con las defensas bajas.
Bajo ese árbol, en ese día tan ordinario, llegó ella, la brisa que me recordaba que todavía sentía, que todavía estaba vivo, al igual que el viento alimenta una llama, así fue ella encendiendo de nuevo, o por primera vez tal ves, esa fuego interno que se había extingido hace ya tanto. Yo ingenuamente me deje seducir, deje que jugara con mi cabello, que se paseara por mi rostro, disfrutaba la sensación tan agradable que me brindaba. Era la brisa que mi alma tanto esperaba.
Me deje enamorar por el momento, me deje seducir por la sensación que en ese instante inundaba y saciaba mi ser, no había ni pasado ni futuro, solo existía el presente, un presente que no quería dejar escapar, y me sumergí tanto en ese momento que olvide que nada dura para siempre, y muchos menos una brisa. No pensaba en que el viento, y que las brisas primaverales son pasajeras, deje de pensar en que solo vienen por momentos a traernos un poco de alivio en las tardes y que después de haber realizado su cometido se van como vinieron, de la nada, sin más motivo.
Ahora pienso que tal ves ese fue mi error, el haber olvidado la naturaleza de cada cosa, y olvidar la efímera naturaleza de la brisa, que llega cuando menos te lo esperas y se va así, sin mas, dejandote con ancias de más y más.
Esa es la historia de como un chico cualquiera, en un día cualquiera, se llegó a enamorar de una de las cosas más transitorias de la vida, como lo es una brisa primaveral.
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