A veces pienso en los deseos de la gente, congregada alrededor de una mesa, levantando sus copas, compartiendo pan y testimonios; o bien los pienso en otros escenarios: tipos aislados en las sombras de un cuarto, abarcados por la suavidad de las sábanas, proyectando las miradas en una ventana que permanece cerrada. Pienso, entonces, en la locura y también en la calamidad, así como en el amor y toda maravilla semejante. Es imposible, a priori, pensar en los deseos sin detenerse en la perversidad que conllevan, en el peligro que no siempre se asume al ejecutarlos. Sé, no obstante, que sin deseos no somos más que simples parodias que nos nivelan a cosas inertes; sin embargo, algo me aparta de ellos: soy un tipo simple, hundido en el anonimato que es tesoro de los mediocres, de modo que los grandes sucesos de la vida son inalcanzables para mí. Y lo creo justo, créanme.
Para Víctor, nada de esto era así. Para él no; él era un tipo con un destino formidable, un iluminado. Son pocos quienes nacen con tan sublime calidad humana, y hay que cuidarlos.
Solíamos ir en el coche de su viejo hasta aeroparque. Llegábamos al mediodía. Tirábamos una manta sobre el pasto y mateábamos hasta el hartazgo. A veces, escondíamos unas cervezas en el baúl; su viejo nos las conseguía. El rugir del motor de los aviones lo enloquecían de placer, de cierto e íntimo misterio que residía en sus nervios. Sabíamos que, a menos que sucediera un milagro, jamás volaríamos en avión: entre los dos, pocas veces lográbamos juntar más de un peso. Nuestra dicha pasaba por otro lado, imaginar nos bastaba. Claro que eran otros tiempos: no valorábamos la estupidez de lo superfluo ni lo efímero. Volar, remontarse de lo que nos proporciona cierta estabilidad, por supuesto, era el deseo de Víctor; y yo, siendo su amigo, me apegaba a él como suele pasar a menudo cuando uno carece de pasiones.
Pasábamos tardes enteras a un costado de aeroparque, escuchando los partidos de San Lorenzo, viendo los aviones, bajo el sol, escuchando los susurros del río. Apostábamos en grande y perdíamos de la misma manera. De vez en cuando, Víctor generaba en mí la impresión que él era, ciertamente, un insensato. Con el tiempo, y a prueba de palizas, supe que solo era un buen muchacho, algo arrogante, de tendencias hedonistas, quizás un poco confiado de la humanidad. Lo cierto es que, por entonces, yo creía, y juraba, que estaba loco.
Solía correr a gachas, si bien esto no lo hacia con frecuencia, alrededor del enrejado del aeropuerto, procurando no ser descubierto, y saltaba por encima de una pared hasta quedar del lado de las vías del ferrocarril Belgrano. Aseveraba que, desde allí, el descenso de los aviones se apreciaba mejor, así tanto como el despegue, y que el ruido ensordecedor de los motores calaba más profundo en su cuerpo y sentidos. Esas cosas lo colmaban de vida, de un preciso instante de bienestar. Yo, pese a no estar de acuerdo con estas aventuras, le creía; le creía como se cree la palabra de un hermano mayor. Cuando pasaba el tren, éste lo hacía rozándolo. Víctor no temía; algo, del peligro, lo seducía. Saludaba con la mano a los viajeros. Saludaba y saltaba mientras yo le rogaba que dejara de hacer el rídiculo. Así era él, así era yo. Algunos pasajeros respondían el saludo, otros lo ignoraban. Víctor era un tipo cortés, un caballero con las mujeres, un señor de etiqueta con su vieja, un amigo hecho de acero.
En ocasiones, nos acompañaba Isabel, que era una tipa que nos causaba la misma emoción que puede causar una navecita flotando en un río. Estaba preocupada por la guerra fría y por la postergada revolución socialista en América Latina. Su trabajo en el periódico la apartaba de sus verdaderas pasiones, entre la filosofía y la danza, la pintura y el deseo de ser madre. Lamentaba ser tan discreta a la hora de entregarse a un hombre. Temía envejecer en soledad; temía ser la única testigo de su muerte. Su dificultad residía en el acto de amar, que creía destinado a otros. Sabía que Víctor hubiese sido capaz de hacer cualquier cosa por ella; siempre lo supo porque las mujeres saben de esas cosas: lo huelen, no lo intuyen. Algo, en ella, le impedía considerarlo como su hombre. No pude saber qué se lo impedía, tal vez cierto instinto propio a su condición de hembra, algún criterio silencioso que no reveló. Sin embargo, sospecho que, si Víctor hubiese logrado escapar, escapar y sobrevivir, reencontrarse con su vida que quedó mutilada, el amor podría haber tenido cabida entre ellos.
Pienso, entonces, en Víctor, que deseaba volar. El deseo, en él, lo establecía todo. Giraba a su alrededor, lo enaltecía. Sé que no le hubiese importado hacerlo en un avión o en cualquier otra cosa que lograra, al menos, despegar unos centímetros del suelo. En mis sueños, él suele aparecerse con alas y me dice: “Vamos amigo, vamos por Isabel. Vamos, conozco un lugar donde ir y pasar la noche”. Es entonces cuando pienso en el deseo de Víctor. Recuerdo lo que sucedió con él, si bien no estuve allí. Lo imagino saliendo de la nocturna, libros y cigarros en mano, y llegando a su casa por la noche; su vieja esperándolo con un plato de comida caliente, la luz del jardín encendida, el viejo insultando el coche que no encendía, los perros ladrando en el fondo de su casa, la normalidad de lo que era un día en su vida. Pero también veo el patrullero que surgió de la oscuridad y frenó de golpe en la puerta de su casa. Puedo ver a los cuatro tipos que se bajaron armados y apuntándole. Escucho sus gritos, sus decisiones de mercenarios y sus apetitos de sangre. Los puedo ver golpeando a Víctor con sus bastones, encapuchándolo, esposándole las manos y subiéndolo al asiento trasero del coche. Y veo a la vieja de Víctor saliendo por la puerta de su casa, con olor a comida de madre, a los gritos, cruzada por la desesperación, cayendo de rodillas al suelo, abrazando la nada, y el viejo, apareciendo segundos después por la misma puerta, asaltado por la consternación, con las manos en la cabeza, llorando, intentando calmar a su mujer, vanamente, sin consuelo.
Entonces es cuando más pienso en los deseos de la gente, en Víctor, cuando levantaba su copa en las navidades y sonreía. Yo, que estuve en todos sus cumpleaños compartiendo el pan y el paso del tiempo. Todos sabíamos que deseaba; Isabel no lo ignoraba. Pienso en Víctor y en su ausencia, en su cautiverio, en la tortura que padeció, en la información que ignoraba, en los vínculos que nunca tuvo, en las conspiraciones de las cuales no formó parte; pero, principalmente, lo veo atado de pies y de manos, con los ojos vendados, hambriento, extinguido, con la voluntad subyugada por el terror, su dignidad tiranizada, subiendo a un avión, con un fusil apuntando su espalda, bajo los efectos de sedantes, rodeado de sometidos, de espectros y risas tan cobardes como macabras, perforado por el ruido del motor, poniéndose de pie tras una orden, sintiendo un empujón… cayendo al río desde las alturas. Y pienso en Víctor, mi amigo, que no logró cumplir su deseo.
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