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La víctima

A veces creemos saber donde estamos. Inclusive creemos saber el motivo, la gran respuesta al por qué de nuestras acciones. Creemos que dominamos nuestros actos y nuestros pensamientos, hasta que estos nos sobrepasan, claro está. Llega un momento en que vemos hacia atrás y no conseguimos reconocer nuestras obras como tales, es entonces cuando cedemos su autoría al azar, al destino. Creemos en una existencia predeterminada, como si interpretáramos una partitura nota por nota. Somos víctimas del capricho del universo, piezas de un juego macabro, muñecos de cuerda danzando al borde de la mesa.

Pese a que reconozco nuestra tendencia humana a sentirnos víctimas en todo momento angustioso, creo tener pleno derecho de decirme a mí mismo que esta vez lo soy. Soy una víctima de los actos de otro ser humano que ha decidido mi destino sin consentimiento alguno de mi parte. He sido relegado a una condición miserable de existencia. Ni siquiera logro recordar desde cuando me encuentro en dicha situación. He perdido toda noción del tiempo he incluso son mínimos los recuerdos que conservo de mi vida anterior a esto. Si es que existió tal vida, pues hasta de aquello dudo. Mas debe haber habido, de lo contrario mi cuerpo no se resentiría de este modo luego de cada jornada; naturalmente ya se habría habituado al calor, al estrés, al dolor...

Si algo he superado es la necesidad de compañía, la soledad es mi mejor aliada. Me permite escuchar cada sonido, cada vibración en el aire, incluso la provocada por los pensamientos. Y así mismo he aprendido a callar los míos, a disfrazarlos con otros sonidos; con el viento, con el crujir de los árboles, con el caminar de los insectos. Aún así no me sirve de nada, siempre me encuentra. Como si un reflector me iluminara constantemente. Por más que me esconda soy tan claro para él como la luna llena sobre el valle.

Se acabó, siento su respiración a tres metros. Sé que no hay remedio, pero no puedo hacer menos que intentarlo... otra vez.



El Cazador

Efectivamente, el incansable cazador se acercaba inevitablemente a su presa habitual. Ya conocía la mayoría de sus escondites, incluso adivinaba sus movimientos antes de que ocurrieran. Ya ni siquiera utilizaba su vista, confiaba más en su olfato. Percibía el agridulce olor del miedo, y para él seguir su pista era más fácil que seguir una procesión de luciérnagas en la noche.

El sentimiento que lo guiaba era sobrehumano. Era un deseo inexplicable que lo invadía; el deseo por la muerte de otro ser vivo. El deseo por el poder inmenso de asfixiar a un ser indefenso, sentir como sus latidos van menguando, y como contrapunto, los suyos propios en un delirante compás taquicárdico. Los músculos tensos, cada célula atenta a cualquier movimiento inesperado. Un universo agitado ante la extinción de otro universo. Pero antes debía atraparlo.

Luego de unos momentos de correr tras la pista se detuvo. El cazador observó ante sí las cavernas gemelas. Dos cavidades oscuras tapizadas por vetas reflectantes dispersas arbitrariamente en la roca. En una estaba la presa, en la otra un montón de ramas y piedras sin relevancia. La decisión era sencilla, debía estar en la izquierda, siempre era así.

Bastó que introdujera su brazo fornido en la angosta abertura para asir el cuello de su presa. Ésta luchaba, rasguñaba, pateaba, mas no conseguía soltarse de la tenaza que le robaba la vida. Muchos pensamientos le abrumaban, mas no tanto el deseo de vivir como el de saber el por qué de su muerte, los motivos que guiaban a su verdugo cada noche. Pensando en esto sintió el frío de la muerte, aquel aguijón helado que se clava en la nuca y prodiga su elixir rápidamente a través de cada nervio. Agotado dejó de luchar y se entregó al descanso...

Por otro lado, el cazador gozaba los últimos latidos de la victima que marcaban el fin de su orgasmo criminal.


Incertidumbre

Una extraña sensación. ¿Vida después de la muerte? Pero, si así fuese debiese invadirlo un sentimiento de liviandad, alguna especie de libertad por el reciente despojo del cuerpo terreno. Por el contrario se sentía pesado, prácticamente atado a algo monumental que lo jalaba en todas direcciones. ¿Cuánto tiempo llevaba en ese estado? Un par de segundos eternos... Nada... Todo...

Luego, un brinco en el estómago, como cuando nos falla la gravedad en un ascensor; luz cegadora y una presión en el pecho.

De pronto se encontraba nuevamente apoyado en aquel árbol. Alguien lo seguía, sentía cansancio; a juzgar por el estado de sus pies había corrido mucho antes de detenerse en ese lugar. Venía de lejos, pero a la vez recordaba haber estado allí antes, quizá ayer. ¿Ayer? La palabra le sonaba extraña y vacía. Acaso toda su existencia era un Hoy, pero no encontraba vestigios de un ayer en su memoria.


Las preguntas

Estoy confundido. No consigo recordar desde cuando estoy corriendo. Posiblemente sea a causa del dolor, es insoportable. Tampoco sé por qué me persigue, porque sé que alguien me persigue, de eso estoy seguro.

¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy aquí? Todo es confuso, como cuando uno está soñando. En un sueño sólo tenemos el aquí y el ahora, no hay más información disponible. Pero algo es distinto; no recuerdo que en algún sueño que haya experimentado antes haya tenido activada la percepción de aromas. Puedo sentir el olor de la vegetación, el olor de mi sudor, de la tierra... aunque el olor de mi sudor huele distinto, es decir, sé que viene de mi cuerpo, pero es como ajeno, no lo reconozco como mío. En cambio el olor del que me sigue, ese si es mi olor, es MI olor. Y el que exudo en este instante ha de ser el suyo, por eso le es tan fácil ubicarme siempre. ¿Siempre? ¿Desde cuándo es eso? ¿Desde cuándo me busca? Puedo sentir su deseo de muerte, su ira ciega, actúa por instinto. La decisión de matarme la tomó hace ya mucho tiempo, ahora sólo busca cumplirlo.


El cazador saca la lengua, la chasquea y prueba el aire. De esta manera sabe por donde ir; a la derecha. Contrae sus dedos preparándose para aferrarlos a su víctima. Un escalofrío de placer lo recorre de abajo hacia arriba.


Los recuerdos

No soporto el calor, es agobiante y húmedo. Pero no veo el sol, el cielo está pintado de un color mostaza parejo, sin nubes. No hay rayos de sol, el calor viene de todas direcciones, incluso desde abajo.

Siempre que hacía calor le picaba su cicatriz, aquella que tenía en el hombro, por lo de la bala. Nunca había sanado del todo. Ahora le picaba más que nunca... pero, ¡ya no estaba! Extraño, estaba ahí antes. Claro, se la había borrado con una cirugía. ¿Cuándo? Para el cumpleaños de su hijo. ¿Hijo? Sí, dos hijos y una hija. ¿Esposa? También, y muy bella por lo demás. Y una empresa de refacciones, y muchos cumpleaños propios. Ochenta, ochenta y seis. Manos arrugadas, espalda atribulada por la edad y un diente de oro.

Pero eran recuerdos lejanos, ahora era joven de nuevo. Estaba en un estado detenido del tiempo, no le crecía ni el cabello ni las uñas. Equivocado, no fue la cirugía; aún no tenía la herida. Ahora estaba en su pasado. Un pasado ambiguo sin sol.

Recuerdo este bosque, estuve antes aquí, corriendo como ahora. ¿Por qué he vuelto?¿Es que morí de viejo y estoy en una especie de limbo?¿Pero por qué me sigue? ¡Me quiere matar!¡¿Quién es?!

Pasos veloces se acercan al árbol. El cazador recobró la pista.

Se acabó, siento su respiración a tres metros. Sé que no hay remedio, pero no puedo hacer menos que intentarlo... otra vez.


La cacería

La cacería se reanuda. La presa corre por su vida. Cerca hay una caverna que le servirá de escondite. La sangre se la agolpa en las sienes, siente el olor que exuda el otro, el olor que antes fuera de él. Está muy cerca. ¿Cuál caverna escoger? La izquierda se ve más segura. Cabe perfectamente, ahí estará más seguro.

Afuera se oyen pisadas. El cazador se detiene frente a las cavernas gemelas. La presa aguarda en silencio y con los ojos apretados. En un segundo ingresa un brazo robusto y sin mayor titubeo coge a la presa por el cuello, presionando su garganta.

En un esfuerzo valiente la presa abre los ojos y por primera vez mira al cazador a los ojos. Aquellos resultan ser dos pozos sin fondo. No hay alma que develar, no hay mente que sondear. El cazador es más bien un agujero negro voraz, un espejismo del pasado que se alimenta del miedo de su víctima. Que se excita ante el estertor de la muerte, disfrutando al máximo cuando ejerce su poder triturador sobre la frágil garganta de la víctima.


El fin de las preguntas

Está vacío, vacío y voraz. Esos ojos, ese olor, Mi olor... Su cuerpo, mi cuerpo, tan débil y tan ajeno... Su cicatriz en el hombro, la de la bala...

Ya recuerdo. Esto ocurrió una vez, ocurrió de verdad. Y hacía calor, como ahora. Corrí, corrí demasiado. Corrí tras un hombre hace mucho, corrí hasta matarle. Estaba ciego de ira.

El accidente, mis padres, el pavimento mojado, y sangre por todos lados. Él no era el culpable, yo lo sabía, pero no importaba, debía hacer algo. Nadie lo supo, regresé al auto y caí inconsciente, no pude ser yo. ¡Inocente!¡Ya fui juzgado y resulté inocente! Iluso al creer en tal justicia barata. ¡Que engaño!

Un último latido tras un último pensamiento. Nada de limbo, esto era la pena. La pena tras un juicio superior y un veredicto imparcial y certero: Culpable

Por otro lado el cazador gozaba este último latido de la víctima que marcaba el fin de su orgasmo criminal... no el último, por cierto.



Texto agregado el 28-07-2004, y leído por 107 visitantes. (0 votos)


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