Puedo escribir ahora, pues las palabras me funcionan como un cuentagotas, colando lentamente los sentimientos. Paso a paso, una gota cayendo despacio: plac, la amargura; plac, el miedo; plac, el amor; plac, las ilusiones. Entonces llegaba un momento en el que comenzaba a escribir y todo el frasco se movía, y dentro, un remolino cuyo vórtice era tan delgado que parecía un hilo permitía que cayera, del botecito de vidrio, el líquido en donde guardo mis vivencias, en donde reside la memoria que no trabaja bien, pero que a fin de cuentas es mía, latidos que quisieron ser algo más que latidos, besos guardados, todas las mareas, terremotos, mariposas danzando, epopeyas inconclusas, volcanes durmiendo, eclipses, todo lo que podía atravesar mi alma, se escurría en cada pequeña gota, pequeñísima la gota pero ahí cabían, una tras otra, a su ritmo pausado: plac, «como me gustaría besarla»; plac, «espero que regrese»; plac, «no sé qué será de mí»; plac, «la amo tanto». Y cuando el diminuto frasco escupía la última gota, ya no había nada más que lamentar, que llorar. Ni el pasado irremediable, ni el futuro que es como un globo rojo y se infla de sueños, quedaban. Sólo un aire puro en el botecito de vidrio, un aire comprimido, simple, hermoso, y puedo disfrutar un segundo cuando lo destapo, de respirar su aroma, lleno de paz, y me siento flotando en un mar blanco. Pero justo cuando estoy a punto de dormir en su cálida superficie, el cuentagotas se llena otra vez, y a pesar de la interrupción abrupta, me gusta ver a mi alrededor y sonreír, porque al ver el gotero hasta el borde, sé que es tiempo de escribir de nuevo. |