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Era una noche estrellada, cálida y silenciosa. Mis pensamientos recorrían pastos verdes, montañas cubiertas de bosques centenarios y ríos claros, que bajaban cantando hasta el mar. Toda la belleza de esa noche, la opacaba la certeza de saberla la última de mi vida.
Cuando se viven las horas finales, uno hace un recorrido de la existencia en sólo unos minutos y luego en segundos, todo está terminado. Mi destino estaba marcado y debía prepararme para no flaquear en último momento y no sabía cómo hacerlo.
Su ventana atraía mi mirada, como un imán. Lo imaginaba pensando, sufriendo, recordando, de la misma forma como yo lo hacía. Nos habíamos pasado toda una vida juntos y ahora debíamos despedirnos.
Me parecía que fue ayer cuando nos conocimos: yo tomaba la tibia leche de mi madre y por entre sus patas le vi, era regordete, chiquitito y tenía ojitos de agüita. Se había acercado despacio, como no queriendo interrumpir mi desayuno y se había detenido a unos metros, desde donde me sonrió. Yo le devolví la mirada y también sonreí, luego, di unos pasos hacia él y tocó mis crines, pasando sus manos suavemente hasta mi hocico, donde puso un terrón de azúcar, que yo hice desaparecer.
Le empujé con la cabeza, buscando otro terrón y él cayó sobre la paja del corral, perdiendo el sombrero y dejando ver su pelo color trigo. Mi madre interrumpió el juego y lo obligó a salir, por lo que, nos limitamos a mirarnos a través del cierre del corral, ambos con ganas de seguir jugando.
Después de ese día no lo volví a ver, aun así decidí – a esa temprana edad – que él sería mi amo, mi amigo y mi dueño. Que juntos recorreríamos la montaña, los pueblos y los potreros; bajaríamos los ríos y el mundo sería nuestro.
El tiempo pasó, crecí grande y fuerte. Las lluvias comenzaron y mi madre se paseaba orgullosa por el fundo con el futuro corralero. Muchos niños se acercaron a mí, querían jugar conmigo, pero, yo tenía la secreta esperanza de que él volviera, así es que, uno a uno los rechacé. Sólo él sería mi amo, ningún otro.
Un día mientras estaba en el potrero descuidado, me echaron un lazo y junto a otros caballos me llevaron lejos, en dirección a la montaña. Recorríamos caminos desconocidos; pasamos por pueblos y bordeamos ciudades, hasta que finalmente llegamos a una casona, que en su parte posterior tenía un huerto de manzanas y allí me dejaron. Sólo y sin más compañía que esos árboles, desquité con su fruta mi molestia, como también con el muchacho que, cada día, traía el grano par mi. Le hice pasar unas rabias…
Ya era verano, el sol abrigaba mi piel y calentaba el pasto. La tranquilidad del lugar se quebró por una polvareda en el camino, era un coche que llegaba y de él se bajó una dama, que llevaba a un niño de su mano: era mi amo, finalmente había llegado.
Tomado de su madre vino hasta mí, sin miedo, yo era más grande que él. Lo miré a los ojos y él sacó de su bolsillo un terroncito de azúcar, que me dio a comer: no se había olvidado!
Después puso las manos en mi cogote y su cara quedó junto a la mía; le escuché decir
-¡Muchacho!
Así supe que me llamaría: Muchacho, sonaba bien en sus labios y me pareció adecuado para un corralero de mi estirpe.
La dama se alejó y nos quedamos solos, mirándonos fijamente. Volvió a tocar mi tuza y yo le di un empujón haciéndolo trastabillar. Luego él dijo:
- Vamos!
- Vamos, relinché yo!

Caminamos hasta el fondo del huerto, sacó manzanas que yo engullí y recogió pasto, que también tragué. Se acercó a la puerta que daba al potrero y titubeó…corrió la tranca y yo esperé. Pasó él, pasé yo.
Esa puerta abierta me decía que podría galopar ¿querría que lo hiciera?
Me alejé unos pasos y levanté las manos. Le miré de lejos y me pareció asustado…yo le había esperado tanto…volví al trote a su lado.
Nuevamente me alejé y, entonces sentí ese sonido por primera vez, le llaman silbido, luego un grito: ¡muchacho!
Volví la grupa al galope y con el morro de mi nariz lo empujé un poquito, hasta que él quedó en el suelo…era débil y pequeño.
Ese verano pasó demasiado pronto. Aprendí a saber dónde dormía y cada mañana me acerqué a su ventana a despertarle. Él salía con el pelo revuelto y trepaba a un viejo tronco, de esa forma llegaba a mi grupa. Cuando lo sentía firme, galopábamos hasta el potrero y el campo se nos hacía estrecho, pequeño, porque ambos estábamos creciendo.
Años después comenzó a usar espuelas y un mozo trajo una montura, riendas y rebenque, colocó todo sobre mi lomo y así, de un día para otro, me acostumbré a los aperos, como al sonido de las espuelas y a las cosquillas que él me causaba en los costados. Desde entonces, ese sonido metálico y cantarín fue música para mí.
No había nada en él que yo no conociera, sobre todo la tristeza de las despedidas, en esos momentos no sabía consolarle ni consolarme y me daba cuenta, que veía el invierno y esos días tristes y aburridos viendo rumiar y mover sus colas, a los bueyes madereros, que enyugados mantenían las cabezas bajas.
Su ventana permanecía cerrada y el camino desierto, sólo el viejo amo venía a verme y me entregaba su mudo mensaje: un terrón de azúcar. Por esos días conocí a la Ceresa, era una yegua roja, coqueta y algo brava, tiró a su amo al suelo y el hombre murió del golpe, se la llevaron presa y de la comisaría la rescató el amo viejo, dejándola para sus recorridos por el campo y a mi me permitió acompañarles. Tuvimos un lindo potrillo, que en cierto modo me llenó de orgullo.
Cuando comenzaban los días de calor y la actividad del campo se intensificaba, yo sabía que él estaba por llegar. Le ocurrían cambios de un invierno a otro: crecía, engordaba, se dejaba bigotes; sólo sus fuertes y cálidas manos jamás cambiaban, como tampoco su carta de presentación: un terrón de azúcar.
Cuando él llegaba recomenzábamos las correrías por campos, poblados y caminos; recuerdo que una noche, cuando volvíamos a la casa y estaba a punto de llover, sentí en las crines que más adelante nos esperaba el peligro. Los árboles del camino hacían sombras en la huella y mi amo tomó el rebenque, se afirmó en la silla y palmoteó mi cogote. Supe que nos enfrentaríamos a los desconocidos que nos esperaban: eran salteadores, él se defendió con el rebenque y yo con las manos levantadas, uno de ellos me alcanzó en el pecho, pero ya íbamos al galope en dirección a la casa. Al llegar a la caballeriza vio mi herida y yo, su pernera estropeada a tajos.
Estuve en enfermería bastante tiempo y debí conformarme con que él saliera en su coche, dejando tras de si una estela de polvo, que lo borraba de mi vista. Llegué a odiar ese vehículo, porque lo llevaba lejos de mi vida.
Un par de veranos estuve solo y me di cuenta, que sin él la vida no era la misma, además de tomar conciencia que me estaba poniendo viejo y sentimental…ya no éramos niños. De ese modo fui con la caballada a la montaña, los robles centenarios, los arroyos, aves y peces me trastornaron y paliaron mis penas. Al llegar la primavera renació mi alegría, puesto que, faltaba poco para otro verano.
Una tarde de comienzos de enero sentí que se acercaban unos jinetes, también un suave silbido, que yo muy bien conocía. Levanté la cabeza, dejé los pastos tiernos y galopé a su encuentro. Corrí, cómo corrí ese día…
Allí estaba él, chaquetilla blanca, manta y azúcar para el Muchacho, que ya no era potrillo. En pelo, como cuando niños, sin riendas ni montura abandonamos la manada y bajamos desde la montaña.
Era ese mi último verano, creo que ambos lo sabíamos. Había – desde hacía años – potros nuevos y yo era…el viejo semental del amo, con los días contados. Cuando un potro llega a la edad, que yo logré tener, la sentencia es una sola y el administrador ya la había proclamado: matadero.
Cuando lo supe bajé la cabeza por primera vez en mi vida, y no culpé a nadie, menos a mi amo, porque esa era la ley del campo y mi sino.
Con dolor me percaté, que no podía ocultar mis lágrimas y esperé la despedida de mi dulce niño, de pelo dorado y ojitos de agüita…pero él no vino. Lo entendía, le pedía demasiado y no podía obligarle a que estuviera hasta el final.
Mis recuerdos los interrumpe el herrero, tiene que sacar mis herraduras. Hay otro potro cerca, es el Chaimal, negro y apuesto. No es mi sustituto, pese a que lleva mi montura sobre su lomo, la misma que llegó a ser parte de mí… Siento deseos de llorar y cierro los ojos, mi hora ha llegado y también el temido adiós.
Escucho el sonido cantarino de las espuelas, él se acerca, lo sé. Siempre lo he sabido. Hay tanta dulzura en su voz, apoyo mi cabeza en su hombro, sus manos me acarician y de su bolsillo extrae el último terrón.
Con voz apretada susurra:
- Muchacho, vamos!

De un salto está en mi grupa y sus rodillas gritan:
- Al este.
- A la montaña, que no serás caballo de matadero.
- Eres mi potro, serás libre, mi fiel Muchacho.

Al galope suave, cansado de tantos años, subimos la montaña. Recorrimos los bosques y finalmente llegamos al valle de la tropilla; desmonta, acaricia mi tuza y con voz estrangulada me dice:
- Vete, corre, eres libre.
- Vamos Muchacho, vete de una vez…

Entonces corro valle abajo, hasta los arroyos y los pastos. Desde lejos me vuelvo y allá en lo alto, con el sombrero echado a la cara, ocultando sus lágrimas, la manta en lo alto, haciéndome señas, gritando su pena…me dice adiós.

Levanto las manos, enderezo el pescuezo y cierro los ojos…para guardar el recuerdo, de su cara de niño, de sus manos regordetas, de su bigote nuevo, de su barba incipiente, ojitos de agüita y pelo dorado…

“Y….cuando llega el verano
-cuentan los camperos-
Se ve en la montaña,
La figura de un potro,
Color rojo vino,
De larga tuza negra,
Que galopa al viento… ”


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Texto agregado el 28-02-2012, y leído por 193 visitantes. (0 votos)


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