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Clac, clac, clac. Los zapatos resonaban en los largos pasillos casi desnudos del Ministerio. El vigilante se había tropezado con la imagen de la muerte en su primera ronda nocturna. Aunque era tarde tres o cuatro despachos de altos cargos permanecían aún ocupados, si se daba prisa podría dar la voz de alarma al propio ministro, pues en su inocencia pensaba que el ministro lo solucionaría todo, como cuando eres un crío y estás seguro de que tu padre puede arreglar cualquier cosa sencillamente porque es tu padre, el más grande, el más sabio, el más cariñoso de los adultos que has conocido, que en realidad son bien pocos a esa edad.

Se detuvo un segundo antes de que el eco de sus pasos se apagara en las pálidas paredes del Ministerio. Consultó el reloj. Sabía que era una tontería, qué más da la hora cuando has sentido el frío de la muerte en las manos y la cara de un conocido. ¿Un conocido? Sí, lo pensó fríamente, habían conversado de vez en cuando. Que si el partido del Real Madrid, que si esta noche hace frío, que si vaya horas a las que usted trabaja; conocidos como esos vecinos que se encuentran en el ascensor y mencionan el tiempo para tapar los incómodos silencios. ¿Tenemos miedo al silencio? El vigilante divagaba, es verdad. Pero es que acababa de encontrarlo muerto, ¿quiénes no divagaríamos al ver un cadáver? Sobre todo a esas horas, sobre todo en esa circunstancias. Se puso en marcha de nuevo, esta vez más despacio, no quería llegar todo sudado al ala de los despachos importantes, y no por el ministro, en el fondo sabía que él no le informaría, aquello no había sido más que una fantasía, sino por sus compañeros. Menudo choteo si aparece enfebrecido y empapado, dirían que tuvo tanto miedo que se cagó en los pantalones. Y él se negaba a que esos rumores se propagaran, desde luego que no quería.

¿Y si era cosa del cambio de gobierno? No era una mala pregunta. Sonrió incluso al planteársela. Estaría bueno que un vigilante descubriera a un asesino sólo con ver el cadáver, menuda se pondría la policía, y la guardia civil peor. Pero ese no era su cometido, él únicamente estaba ahí para avisar de las irregularidades, y que mayor irregularidad que una muerte, y más aún una muerte violenta. Sintió un escalofrío. Recordaba sus ojos, fijos en ningún lugar como los de las muñecas, entretanto lo demás se difuminaba. ¿Cómo lo había descubierto? Intuía que entró en los despachos del ala este como cada noche, que fue abriendo y cerrando puertas y encendiendo y apagando luches hasta que llegó a su despacho, pero no guardaba memoria del recorrido, suponía que al hacerlo varias veces cada día se había convertido en una práctica rutinaria y no distinguía una ronda de otra. No fue hasta que se topó con el cadáver cuando tuvo conciencia de la novedad de que la habitación la ocupara un cuerpo sin vida donde antes sólo había muebles.

Alcanzó el ala importante, allí trabajaba el ministro y eso le confería importancia, claro está, y pulsó el timbre de la puerta. El vigilante podría haber usado su propia tarjeta de seguridad pero la olvidó o quizá no la olvidó y quiso reclamar la presencia del ujier, tal vez no se sentía con fuerzas o le asustaba la información que debía entregar, como quiera que fuese esa llamada le concedía unos segundos más para pensar qué diría, a quién se lo diría, cómo se lo diría. El qué estaba claro, hay un cadáver, alguien ha muerto, no entraría en detalles, para qué hablar de la sangre alrededor del cuerpo o el cuello degollado; eso se lo dejaba a los policías, él era la fuerza de choque, quien da la voz de alarma, la sirena que alerta, luego le tocaría a otros estudiar, analizar, investigar y decidir. Sonrió aliviado, se trataba de un cometido fácil. Al otro lado de la puerta de cristal una sombra se proyectaba en las losas del suelo empujada por la luz de las lámparas. ¿Y a quién? Eso ya era más complicado. El ministro estaba descartado, a sus jefes no, él era quien estaba de guardia, y a sus compañeros menos; quizá se lo comentase al jefe de gabinete, ¿por qué no?

El ujier llegó un paso por detrás de su sombra y ya abría la puerta. El vigilante esperaba que fuese más lento, le hubiera gustado unos segundos más para reflexionar pero no contaba con ellos. Quizá era mejor así, que otro corriese con las preocupaciones, que otros pensaran, él había cumplido con su trabajo. Al ujier le alertó su aspecto cerúleo y sus pupilas dilatadas, el gesto de sorpresa parecía preguntar qué ocurría. Es que he visto la muerte, esa era la frase que le latía en las sienes en un primer impulso pero no la dijo. Le pidió ver al jefe de gabinete sin explicaciones, él era más importante que el ujier, al menos en ese instante su noticia le elevaba de posición, era su momento. El otro accedió con un encogimiento de hombros. No era asunto suyo pensó con esa indolencia con la que muchos funcionarios se conducen, que no todos, pero sí muchos, tal vez unos cuantos.

Camino del despacho del jefe de gabinete pensó en el cómo. ¿Cómo se le dice a alguien que un ser humano ya no andará, no comerá, no besará a sus seres queridos, no hará el amor a su pareja, no se sentará ante su ordenador, no se reirá de los chistes malos de su jefe, no llorará al perder su equipo…? Cuántas cosas deja de hacer alguien, cuántos huecos se crean al desaparecer una vida. Es como si una muerte fueran diez muertes, cien muertes, mil muertes. Como si una persona muriera cien veces, una por cada vacío que deja, por cada acción que ya no realizará jamás, por cada familiar o amigo que no lo verá nunca. Lo pensó fríamente. No había forma. Salvo que uno fuera escritor, y un escritor muy bueno, de esos que ganan premios y lo contratan editoriales y pronuncian conferencias, entonces quizá sí, tal vez así sí habría una buena manera de contarlo. Pero él era un pobre vigilante, pobre en el sentido de no manejarse con el vocabulario, pobreza de lenguaje pero no en sentido empírico, pobreza del lenguaje real, esa pobreza que se cultiva no leyendo, no viendo buenas películas, no estudiando, y sí yendo al fútbol, sí jugando al dominó, sí viendo Gran Hermano.

El vigilante entró al despacho tras un ¡pase! cansado, un ¡pase! exhausto por las horas de reuniones, de discusiones, de llamadas, de nervios, de decir que no, de decir que sí, un ¡pase! que hubiera deseado ser un ¡me voy a casa! pero que no podía ser más que un ¡pase! Y se llegó hasta la mesa, el vigilante, y le sonrió, al jefe de gabinete, y después se lo dijo, así sin más: Hay un muerto en el despacho tal. Después se dio la vuelta para regresar a su rutina; ahora el marrón era de otro.

Autor de El manuscrito de Avicena
www.ezequielteodoro.es

Texto agregado el 28-02-2012, y leído por 145 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-02-2012 Bien elaborado el cuento, hay oficio y amenidad, saludos marxtuein
28-02-2012 Los acontecimientos se van desarrollando como un torbellino en nuestro hombre. Y las ideas tmbién. Los datos se van entregando con habilidad. ¡Lástima que sólo puedo darle 5 estrellas! simasima
 
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