EL CARBUNCLO
El Acacana y el Fierrohurco son cerros sagrados. Cuentan que en sus cimas, donde el viento helado pica el cuerpo como chine de caballo, se guardan con zeta los tesoros y las grandes riquezas en oro y plata de los indómitos indios saraguros.
Cuando se supo que a Atahualpa lo mataron a traición, a pesar de haber pagado el rescate, los curacas de las tribus ordenaron que hicieran un alto a los que traían de todas partes del reino, el oro y la plata para salvar a su soberano. A sus brujos les encargaron que escondieran el tesoro y, más aún, que lo convirtieran en piedras para evitar que los ambiciosos conquistadores saquearan los sagrados tesoros de sus dioses.
Desde aquel tiempo y para siempre, le encargaron a Carbunclo hacer guardia al tesoro real, esperando a los verdaderos dueños para devolverles el oro y la plata que en otros tiempos les fueron robados.
El Carbunclo ha esperado por siglos y sigue esperando en silencio, oteando toda la línea del horizonte y más allá, con sus enormes ojos atentos y que nunca se cierran, porque Carbunclo no duerme jamás.
Era ya un poco entrada la noche, una noche sin luna y sin estrellas que alumbren el camino del indio Rosendo, que regresaba de San Lucas a Vinoyacu, montado en su alazán viejo y matoso; venía casi dormido soñando en las lisas y en las caballas secas que traía en la alforja para desaguarlas en tres aguas y luego echarse un festín de fanesca el Viernes Santo.
Apenas su caballo cogió la cuesta frente a la ruinas de Ciudadela, empezó a resoplar y relinchar nervioso dando pasos atrás. En cuestión de segundos, una inmensa bola de fuego plantada, justo en la mitad del camino, estalló ante sus ojos en destellos y resplandores escarlatas, dorados, añil y plateados, metiéndosele a la vez un miedo cerval que le llegó hasta el mismo tuétano de sus huesos. Mudo y encandilado estaba el indio, temblando de patas a cabeza, cuando vio que poco a poco iba bajando la intensidad de aquella luz, y a unos diez metros de él se materializó lo que parecía un animal de cuatro patas de color negro, que se confundía en las sombras de la noche.
La extraña aparición empezó a caminar acercándose, hasta que la pudo mirar completa; era efectivamente una especie de gato negro, negrísimo, con un lucero en la frente y los ojos de fuego que lo paralizaron.
Enseguida Rosendo entendió el significado de aquella presencia, porque recordó lo que tantas veces le habían contado sus mayores: “El carbunclo guarda los tesoros que les fueron robados a los indios, que son los legítimos dueños, tesoros que servirán para devolver la felicidad a los descendientes de todos los indios que fueron humillados y muertos”.
Recordó lo que tantas veces le habían contado: que el carbunclo es muy generoso, y que a los que tienen buen corazón les vomita una bola de oro incrustada de rubíes, esmeraldas, amatistas , diamantes, y más piedras preciosas. Una ambición desmedida por las riquezas que seguramente iba a poseer le hizo olvidar que, quien recibe estos tesoros no debe ser ambicioso, porque si lo es, de inmediato, el astuto carbunclo, que lo está observando, lo descubre, le quita el tesoro y se lo traga, desapareciendo inmediatamente. Y nadie sabe dónde vive. Cuando el Carbunclo desaparece, desaparecen junto con él todas las esperanzas de hacer realidad sus ambiciones… Y la persona ambiciosa queda ciega y paralítica.
Al haber olvidado esta parte tan importante, al hombre le fue muy mal. El Carbunclo, al saberse defraudado, lo fulminó con el resplandor de sus ojos.
Hoy, todavía, en las noches sin luna y sin estrellas, los vecinos pueden mirar una bola de fuego que parece vigilar las montañas que rodean a Vinoyacu, San Lucas, Pichic, La Loma del Oro, Saraguro...
Algunos se sienten maravillados y hasta motivados a correr la aventura de ese Rosendo, que al otro día lo encontraron paralítico y completamente ciego; otros sienten miedo y se encierran temprano en sus casas; aquellos que la ambición les vence, sueñan en los tesoros, aunque saben que la leyenda del Carbunclo tiene una advertencia que se cumple.
Zoila Isabel Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec
Loja Ecuador, 6 de febrero de 2012
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