Cuento sin título y con un final feliz
Un buen día ‘ña Consuelo hizo un atado con unas piezas de pan, queso, unas conservitas de leche y agua, ¡mucha agua del tinajero! –porque a ‘ña Consuelo le encantaba el agüita fresca de la tinaja- y, blandiendo su bastón, comenzó a soltar “marranazos” a diestra y siniestra… y se echó a andar mundo la ‘ña Consuelo, abriéndose paso entre la gente del pueblo que la miraba con pesar.
Uno que otro exclamaba:
- “¡Mira, pero si es la maestra Consuelo, quién iba a pensar que terminaría así!...
- “¡Qué extraño, si esta mañana estaba tan bien en misa!”…
- ¿Qué la maestra consuelo está peleando?, ¡no te creo, a pesar de sus dolores siempre andaba de buen humor!...
Era inaudito, ¡’ña Consuelo, la maestra del pueblo, se había vuelto loca!
Pero, no era locura, era cansancio y ganas de batallar al mismo tiempo: ese día, después de misa, ’ña Consuelo sintió el más profundo dolor que sus articulaciones pudieran haber sentido jamás, un súbito estremecimiento la recorrió de pies a cabeza y, de pronto, todos los dolores salieron de su cuerpo… Se sintió extraña en un primer momento pero, luego, la invadió una calma absoluta, una paz interior que jamás había sentido. Quiso gritar, quiso correr, subir aquellas escaleras que tanto esfuerzo le había exigido por años y que ahora se sentía capaz de subir de un salto, darse una ducha con agua bien helada sin temor a que el agua lastimara su piel… ¡quería gritar, gritar, GRITAR! Pero, se contuvo, mantuvo “la compostura”, era una maestra retirada, una figura respetada en el pueblo y un momento así no haría que perdiera lo que había ganado con una vida de trabajo honrado. Así que, se dio un giro, meneó sus caderas, agitó sus brazos como quien rema de un lado a otro y echo un gritillo diciendo: “yes”, al tiempo que con puños cerrados se jactaba de aquella gran victoria…
Era, sin duda, el mayor éxito personal que había logrado en los últimos cincuenta años: ¡su primer día sin dolor! Esto, definitivamente, ameritaba un buen trago de manzanilla tibiecita y unas galletas de mantequilla recién horneadas, todo preparado con unas manos libres de dolor y degustadas en la placita del pueblo, debajo de aquel ciprés que tantos días le había cobijado. A eso iba cuando sintió un celaje a su derecha. No le hizo caso, estaba muy contenta como para pensar en bichos raros; siguió su camino a la cocina, batió, moldeó, horneó y armó su paquete para agasajarse… y emprendió camino a la plaza.
Pero, al llegar al zaguán de la casa, algo se interpuso en su camino: de nuevo un celaje… ¡Y otro!... ¡Y otro! ¡No lo podía creer, eran los dolores!… Sí, ¡la maestra Consuelo podía ver a todos sus dolores! Y, cual fantasmas o espectros de colores, los muy ladinos trataban de entrar nuevamente en su cuerpo, la asediaban por todos los flancos… veía, cerca de su frente, el candente dolor de cabeza que la había maltratado desde niña... A su costado, en un marrón deprimente, la neuritis intercostal que le carcomía el tórax una y otra vez… allá, reptando en el suelo, estaban los gélidos calambres plateados de las piernas… ¡Una horda de dolores la atacaba, queriendo volver a ese cuerpo que ahora se sentía joven, libre, capaz de emprender nuevos caminos y seguir soñando!
Fue en ese momento cuando ´ña Consuelo, la maestra del pueblo, dijo:
- ¡No, no, no, no, no! ¡Eso sí que no! ¡Fuera! ¡A mí no, ya no más, nunca más!
Y salió, despavorida, huyéndole a los dolores y espantando a bastonazos a aquellos espectros de colores tan “doloricientos”… Iba donde su comadre, Patricia, a invitarla a bailar una guaracha y a celebrar que, por fin, estaba libre de dolores… ¡Era feliz y esa felicidad sí que la gritaría al mundo, y la defendería así fuese a bastonazos!
Fue así como la maestra Consuelo, a “marranazos y trompones” se escapó en una carrera de los dolores añejos y, después de una carrerita, bailó una cumbiambita con su comadre Patricia.
Todo el mundo se creyó
que “la mae” estaba loca
mas lo que nadie entendió
al ponerla de boca en boca
es que había llegado el día
de gozar con alegría
la vida que Dios le dio.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… contemos del uno al cien y que los angelitos digan ¡Amén!
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