El Padre Curita, como casi todo el mundo lo llamaba, salía a veces con novedades muy curiosas en sus liturgias. No vacilaba en ilustrar sus predicaciones, cuando el caso lo ameritaba, con cuentos breves que hacían reír a la concurrencia, pero recalcando el motivo, para que sus feligreses no se quedaran con el cuento sino con el mensaje. Bautizaba en castellano antes de que lo autorizara el Concilio Vaticano II. Para ilustrar el bautismo, realizó unos cuantos a orillas del arroyo de Cerro Negro, en el deslinde del pueblo, aunque no se atrevió a bautizar por inmersión, porque era prudente y el tiempo estaba algo frío. Quería a los niños y no deseaba que ninguno se fuera a gozar del amor del Padre en las alturas de la eternidad debido ana pulmonía post-bautismal. Y lo hizo, más que nada, para mostrar que el agua era el signo, lo que se veía en el bautismo, estuviera bendecida o no; pero, lo más importante, era que la persona, al ser bautizada, quedaba llena del Espíritu Santo, impregnada del amor de Dios, que es lo que le daba valor espiritual al bautismo.
Al padre curita le gustaba purificar la fe de los católicos, porque, decía, nuestra fe no debe ser pajarona. La Biblia fue escrita en época premoder-na. Lo principal en ella son los mensajes de salvación que Dios quiere entregarnos. Pero este mensaje los escritores inspirados por Dios, lo escribieron de acuerdo a la mentalidad, costumbres y modos de pensar de entonces. Distintos a nuestras costumbres y conocimientos de la ciencia actuales. Hay que saber descubrir ambas cosas, para comprender el men-saje divino, dejando de lado lo demás, que es propio de la antigüedad. Así nuestra fe será razonable, más sólida, mejor fundamentada. De ese modo, no entrará en tonta contradicción con la ciencia. Nuestra fe es la misma desde los tiempos de Jesús, pero hay que entenderla hoy en forma moderna, concluía.
Esto, costaba que lo entendieran algunas mente rudas de gente campe-sina, pero, terminaban aceptándolo de tanto darle y darle. Hoy, no po-demos tener la fe del carbonero: creo porque el padre lo dijo. ¡No! Creo
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porque tengo fe; el padre nos explica las cosas, y yo las pienso. La gente no debe vivir el Evangelio a tontas y a locas. Hay que conocerlo, medi-tarlo, y “rumiarlo”, solía decir. Y procuraba que manifestaran su fe de manera razonable y muy humana.
Así fue como en cierta oportunidad, se le acercó una mamá. Pegada a sus pretinas iba una lola que se escudaba tras ella.
¿Qué se le ofrece, mi buena señora?, le preguntó muy amable aunque, sin que nadie se lo dijera, ya había adivinado a qué venía.
¿Qué hay que hacer ahora para casar a alguien?, preguntó la buena vecina.
¿Es usted la que quiere contraer matrimonio?, preguntó el curita, disi-mulando su preconocimiento.
No, padre, es mi hija.
¡Ah! Entonces, dígale a su hija que venga personalmente a hablar con-migo. Porque son los novios los que deben hablar estas cosas, como personas grandes que son.
Es que yo soy la mamá.
Que bueno que se preocupe de su hija, mi buena señora. Yo creo que la mamá, o el papá, tal como usted me da a entender, son los que presen-tan a sus hijos para el bautismo o la Primera Comunión. Sin embargo, para la Confirmación y el matrimonio, son ellos los que responsablemen-te deben hacer sus movidas.
Es que ella es muy tímida.
Si es tan tímida como para no dar la cara ante el párroco, quiere decir que tampoco debe estar madura para casarse, ¿no cree usted? -preguntó con dulzura-. Dígale que venga a hablar conmigo, y gustoso la atenderé.
Es que ella viene acá conmigo.
¿Y dónde está, que no la veo?, dijo el Padre Curita, haciendo como que miraba por encima de los hombros de la mamá.
Aquí, detrás de mí, -dijo ella, y se apartó, empujando a la niña-, ella es Juanita.
El padre curita la saludó cariñosamente: ¡Hola, chicuela! Le dijo, ¿qué se te ofrece?
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Lo que le dijo mi mamá.
¿Y qué me dijo tu mamá? Es que, -le dijo empleando un tono confidencial-, los viejos somos muy olvidadizos y nos cuesta entender las cosas. ¿Qué se te ofrece, chicuela?
El padre, a todas las lolas les decía chicuelas, pero cuando alguna se quejaba de que no era ya una niñita, le explicaba: ¡Sí!, ya lo sé, porque tú has crecido y eres toda una señorita, pero, como yo soy viejo, a ustedes todas las considero muy jóvenes y bellas. Se reían, pero él se cuidaba de no decirle chicuela en adelante.
Es que quiero casarme.
¿Y cuántos años tienes, Juanita?
Quince, se apresuró a responder su mamá. Aunque ya está cerca de los dieciséis.
No te escuché, chiquilla, le dijo el cura a la niña, ¿Cuántos años me dijiste que tenías?
¡Quince años, padre!, repitió la mamá algo impaciente al ver al padre tan sordo.
Bien, pues, mi buena señora, le respondió el padre curita. Como la niña no es capaz de responder ni siquiera una pregunta tan simple, seguiré la conversación con usted. Como vemos (había otras personas es ese momento con el padre), la niña aún es muy pequeña; y dirigiéndose a la muchacha, le preguntó: ¿Hiciste la Primera Comunión?
¡Claro que la hizo, cuando chica!, respondió la mamá. Ahora ya está grande y se la traigo para que la case.
Ese es el problema, hermanita. Usted es la que quiere que se case, pero, a lo mejor, ella ni piensa en matrimonio, ni sabe lo que implica ca-sarse, y menos, por la Iglesia. Señora, ¿por qué quiere casar usted a su hija?
Mire, padre, porque está embarazada. Tiene ya tres meses ¿Me la quiera casar o no?
Entonces, cambia más la situación, le dijo el padre. Pero, tomen asien-to, les dijo a todos los concurrentes que estaban en la sala de espera frente a la Oficina. Todos se sentaron, porque el asunto había comenzado públicamente y así continuaría, decidió el padre para sus adentros.
Con mucha paciencia explicó lo que ya había explicado algunos domin-
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gos, y lo que repetía todos los años, para que nadie se sorprendiera ni fuera a pedirle matrimonios inconvenientes: no bendecía matrimonios de menores de edad. Y menos, cuando había un embarazo de por medio. “El embarazo pasa, pero el sacramento queda”, le dijo textualmente. Y le dio con mucha dedicación las razones para no hacerlo. Inmadurez, falta de libertad, y menos aún, cuando eran los padres de los interesados los que daban la cara. Y en este caso, otras razón agregada, porque la niña se veía muy dominada por su mamá, y no gozaba de un cierto grado mínimo de libertad, indispensable para tan importante y definitivo paso. Y terminó señalándole un camino de solución, que sabía que no era lo mejor, pero creía en el derecho a pataleo:
Vaya usted al obispado y pida que autoricen el matrimonio de su hija en otra parroquia, porque yo no lo haré, por las razones ya dadas. Aunque no creo que, en este caso, le den en el gusto. La experiencia me indica que, por lo general, el fracaso es seguro. Y yo no quisiera eso para su hija. Es mejor una mamá soltera y libre para contraer matrimonio más adelante, que un riesgo casi seguro de un fracaso atado por un sacramen-to indisoluble. Y miro el bien de su hija, se lo aseguro.
“La buena señora”, como la denominaba el Padre Curita, se indignó, y no hubo razones que valieran. Salió diciendo que iría a Pueblo Nuevo donde sí la casarían. Que se haría evangélica. ¡Ah! Y mandaría una carta al Mercurio para denunciarlo.
Los vecinos presentes, comentaron el suceso con el padre, hablando mal de la señora, pero el padre la defendió:
Es que “el qué dirán” pesa mucho, y ella no quiere que señalen a su hi-ja con el dedo, como mamá soltera cosa que, por lo demás, se irá hacien-do cada vez más común, debido a la creciente pérdida de fe y al cambio de tantas costumbres. Hay que rezar por ella. Y terminó haciéndolo con todos ellos. En cuanto al Mercurio, les dijo, no lo leo desde antes del golpe militar, por ser un periódico golpista. ¡El padre, aunque paciente, no tenía pelos en la lengua!
Contra la tozudez humana no hay rezo que valga, porque Dios respeta la libertad humana. La “buena señora” consiguió con el párroco vecino
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de Pueblo Nuevo que bendijera el matrimonio de su chicuela; al regresar se detuvieron frente a la casa parroquial tocando largo rato la bocina del vehículo que los transportaba y, para terminar, la señora cumplió su palabra: se hizo evangélica. Aunque tan despreocupada de su nueva fe, como lo era antes en su Iglesia Católica.
Antes de un año, la niña regresó sola a casa de su mamá, tal como lo pronosticara, sin desearlo, el padre curita, llevando a su hijito en brazos y, a cuestas, el peso de un tremendo fracaso.
Como ya dije, al padre curita le gustaba purificar la fe de la gente, por eso, no se inmutó cuando la gente dejó de pedir la procesión de san Isidro para hacer que lloviera. Los noticieros de la televisión se encargaba de dar razón del por qué llovía, y del por qué de las sequías. Le echaban la culpa al Niño, o a la Niña, dos corrientes oceánicas ¡No era responsaba-lidad del santo, ni el encargado de premiar la fe, o de castigar, a sus her-manos campesinos!
Aunque él y sus feligreses sabían que la fe mueve montañas, o acaba con los zancudos, como ocurrió al poco tiempo de llegar a la parroquia. Hubo una invasión de “estos picantes” como decía la gente del pueblo. Y él, sabiendo que las fumigaciones salían muy caras, porque había que ha-cerlas por las quebradas y arroyos aledaños, se dio el trabajo, a petición de la comunidad, de ir por todos lados rociando con agua bendita todas las pozas y vericuetos donde pudieran tener su origen los zancudos. Esto, junto con lo más importante, la oración, antes de veinticuatro horas acabó con la plaga. Todos pudieron respirar tranquilos, especialmente los inde-fensos niños, favoritos de los dañinos mosquitos.
Alguien le comentó que parecía que Dios se iba batiendo en retirada. A lo que él contestó con mucha delicadeza: En cierto modo, tiene razón, aunque lo que se está batiendo en retirada es la idea que nosotros tene-mos de Dios. Yo diría, más bien, que estamos poniendo a Dios en el justo lugar que le corresponde. Es que antes, la humanidad se veía muy indefensa frente a la tremenda fuerza de la naturaleza, y recurría para todo a él. Pero ahora, el ser humano está dominando muchas de esas fuerzas con la misma inteligencia que Dios le dio, y no necesita tanto la ayuda celestial. Es lo mismo que pasa con los niños: necesitan para todo
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a sus padres. Cuando crecen, ya se las baten solos. Ahora, la humanidad se ha puesto pantalones largos, y se da cuenta de que puede solucionar sola muchos de sus problemas, sin recurrir necesariamente al Papá Dios.
Como por casualidad, en un par de semanas murieron tres enfermos de sida. Eran los años en que la enfermedad no tenía drogas para, al menos, controlarla, como hoy sucede. Se sumó a eso, un rebrote de la peste asiá-tica o influenza, como se la denomina actualmente. Y la gente empezó a buscar culpables: a los mismos enfermos contagiados, a los doctores, por no haber conseguido oportunamente las vacunas, y a la discoteque que se abrió en Pueblo Nuevo. Esta última, más la televisión, estaba contribu-yendo a cambiar las costumbres tranquilas de ambos pueblos, como sucede en todos los rincones del país.
Entonces, la gente le empezó a relacionar los problemas con la fe: ¡Dios los estaba castigando! Porque muchos católicos o evangélicos, ya no iban a misa o al culto, sino a la “disco”. Y Dios castigaba las des-obediencias a su Ley, especialmente al sexto mandamiento. Dios, eso sí, los castigaba a todos, y para hacerlos escarmentar; y les mandó, además, la sequía que estaban sufriendo justos y pecadores, “buenos y malos”.
Todos estos comentarios los escuchaba el Padre Curita en silencio. Hasta que uno de esos domingos hizo un anuncio que causó tremenda conmoción por todo el sector de Los Brujos:
“El próximo domingo, antes de misa, vamos a enterrar a Dios”.
El revuelo fue como el del mes anterior, cuando el padre pasó inadvertidamente a caballo rozando en el campo una colmena de abejas “chaqueta amarilla”, que son muy agresivas. Nadie se explica por qué el padre sólo sufrió tres o cuatro pinchazos, llevando la bestia la peor parte, tanto que casi acaban con ella.
Sólo que en este caso, algunas personas comentaron que el padre se estaba volviendo loco. Una vecina aprovechó un viaje y lo denunció en el obispado.
Los obispos no dan crédito de buenas a primeras a cualquier acusación contra los sacerdotes, sino que actúan reflexivamente. Como medida pru-dencial, el Vicario Episcopal envió a un laico connotado de la ciudad pa-
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ra que fuera de incógnito a la misa del domingo siguiente y viera qué haría el párroco. El Padre Curita, que conocía bien a toda su gente, ubicó de inmediato al citadino entre los participantes de la Eucaristía, dedujo a qué venía, y lo saludó dándole la bienvenida, sin darse por enterado del motivo de su presencia, y empezó la procesión hacia el cementerio, portando un ataúd hechizo.
En el corto trayecto, el coro entonó algunos cánticos de rigor y el curita hizo algunas oraciones y recitó versos bíblicos. La expectación y la
concurrencia, debido al extraño anuncio del domingo anterior, eran enor-mes, lo que llenó de regocijo al párroco.
Al llegar al cementerio, hizo pasar a toda la gente al lado arriba de una tumba vacía que habían abierto en tierra, y comenzó la misa con un acto penitencial muy profundo. Luego, el profesor Lisandro Urrutia proclamó solemnemente la primera lectura bíblica que, como comprobó el viajero incógnito, correspondía precisamente a ese Domingo de Corpus Christi, según la liturgia. En ella se habla de cómo Moisés dice al pueblo que Dios los afligió, los puso a prueba, les hizo sentir hambre. Con algunos agregados en que Dios aparece mandando matar a todos los habitantes cuando conquistaran Jericó: grandes y chicos, hombres y mujeres, niños y ancianos; y que no perdonaran ni siquiera a los animales.
El Padre Curita no esperó la lectura del Evangelio, sino que comenzó a predicar de inmediato con estas palabras: “Hoy, vamos a enterrar a Dios”. Frase que pronunció como un pregón, dejando por unos cuan-tos segundos expectante a la gente, antes de continuar.
No expresó nada nuevo que no hubiera dicho en predicaciones ante-riores. Él siempre comentaba: “Los seres humanos somos de mechas tiesas y nos cuesta entender algunos aspectos de nuestra fe, por lo que hay que repetirlos muchas veces hasta que calen en el fondo del alma y de la vida”.
Les hizo ver que esas palabras del Antiguo Testamento, aunque se ponían en boca de Moisés era una manera de mostrar la fe que, por en-tonces y aún ahora, mucha gente tenía de Dios: ellos creían en un Dios que se metía en todo y que, como si fuera un ser humano cualquiera, se
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enojaba y dejaba la mortandad cuando no le obedecían o no creían en él, o simplemente, cuando se le ocurría. Comentó: todavía se oye la frase que algunos emplean para disuadir a los díscolos: “Dios te va a castigar”. O sea, “pintaban” a Dios más malo que nosotros y lo disculpaban dicien-do: ¡Total, él es Dios y puede hacer lo que se le ocurre! Y preguntó a la gente: ¿Creen ustedes Dios sea así?
La mayoría de la gente recordó haber escuchado esos en otras predi-caciones y por eso, convencidos, contestaron con un rotundo ¡No!
Me parece muy bien, -continuó-, y me alegro con ese ¡no! tan seguro y firme, porque el Dios en quien creemos, no es así, como luego les recor-daré. Pues bien, -continuó-, a ese Dios enojón, castigador, sulfuroso, hay que enterrarlo, y no dejarlo resucitar nunca más en nuestros corazones. ¿Creen que a un falso Dios, y que resulta más malo que nosotros hay que sepultarlo definitivamente?
Ahora, un ¡sí! más entusiasta aún que el ¡no! anterior se propagó por todo el valle de Los Brujos.
Entonces, para demostrar que no queremos un Dios que no es tal en nuestra vida, antes de bajar a continuar la misa en el templo, los invito a pasar por esta tumba donde depositamos simbólicamente al Dios falso que se nos metió en la cabeza, a depositar en ella un puñado de tierra, para sacar a ese Dios de nuestros corazón, de nuestra vida y de nuestro
pueblo y dejarlo aquí definitivamente muerto. Y él mismo dio el ejemplo, echando un buen puñado de tierra
E igual hizo toda la gente, con entusiasmo, a continuación
Ya en el templo, después del Evangelio, les habló del Dios de la Vida, del Dios siempre clemente, misericordioso y compasivo; que nunca está enojado; que nos comprende y perdona; que no está metiéndose en todo, sino que todo lo que sucede es por las leyes de la naturaleza o por nuestra propia responsabilidad o descuido. Que si hay sida o sequía no es respon-sabilidad ni castigo de Dios. Que no hay un infierno, sino para aquel que quiera creárselo a sí mismo. Y que si Dios, que es Padre, se mete con nosotros, es para darnos vida eterna, para alimentar nuestra vida de hijos y hacernos crecer como tales. Por eso decimos que es Pan de Vida y Vida
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eterna.
Ese día, al concluir la predicación la gente aplaudió al Padre Curita. Las plegarias y cánticos de la misa resonaron con el mayor fervor de la gente, que terminó por recordar y reconocer que el Dios en quien creían era todo amor, que es nuestro Padre y nos ama y que, sobre todo, al fin, producto de su misericordia, a todos nos recibirá con los brazos abiertos en su reino, al concluir nuestra misión en la tierra.
Tal fue el impacto de esa simbólica celebración que, todos los años, para Corpus Christi, la gente celebra “la muerte y el entierro de Dios”. Y, cuando van a visitar las tumbas de sus seres queridos, “con placer y alevosía”, como dicen, continúan echando un puñado de tierra sobre esa tumba que nadie más va a ocupar. Ya no es un hoyo en el suelo, sino un cúmulo de al menos medio metro de altura. Ese Dios está cada vez más bajo tierra. Ellos aman al otro Dios, al único y verdadero, que es Amor.
Por eso, la gente de Los Brujos es feliz.
Dicen que el obispo, al ser informado del asunto, movió la cabeza sonriendo aliviado, porque llegó a dudar de la lucidez del Padre Curita. Y complacido, a la vez, por la creatividad del padre, comentó:
Esto, sólo puede suceder en Los Brujos. ¡Alabado sea Dios!
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