Más vale ser ejecutado que darse muerte.
La Secta de los Treinta - Jorge Luis Borges
Desde mi llegada he sentido hambre seis veces. Contuve la punzada abdominal con granos de trigo, los hay en montoncitos desperdigados que aparecen y desaparecen inquietantemente, los más frescos duran poco, se les come o se les abandona. Masticar despacio hace menos doloroso tragar la masita harinosa. La desnudez me impide transportar más de dos puños por vez; las primeras dos hambres intenté volver al lugar donde les dejé, infructuosamente. Me desnudaron, ungieron con sensual habilidad cada extremidad de mi cuerpo, recuerdo que brillaba bajo el fuego de la antorcha, con estrígil quitaron el aceite llevándose el sudor de mi día, de mi tierra labrada y el aroma de mi mujer fértil y amorosa. Estaba tan limpio cuando llegué, limpio como en mi vida nunca antes estuve. Los pasillos con su hedor a excremento y orina me han contaminado. Inútilmente intenté arrancarme el pestilente olor de la piel. Ahora comienza a parecer tolerable. Poco ha sido el tiempo de mi sueño. He dormido con profundidad en dos ocasiones. La primera hambre que tuve sueño puse la cabeza en el piso empedrado; tan cansado de andar dormí productivamente. Soñé que había un sol y unos brazos cariñosos me reclamaban, vi a mi mujer cargando un ánfora sobre el hombro, venía hacia mí, su sombra se agigantaba al paso veloz del astro... Al despertar sentí sed. Un gotear de sangre me advirtió que había sido mordido en la cara por una sabandija tan hambrienta como yo. La he perdonado. Cuento doce estancias vacías, para encontrar una, donde haya un pilón de piedra volcánica, suele no ser un método infalible. Determiné que todos, sin excepción, fueron labrados a golpe de cincel, con la finalidad de retener agua en sus cuencos, lo sé, porque las hambres de mayor frío cae sobre ellos un finísimo hilo de agua, casi eléctrico. Qué despreciable alma se dio a la tarea de quebrarlos todos por la mitad, imposibilitando la acumulación del líquido, he tenido que besar la piedra y extraer del fango la humedad para no morir de sed, quien quiera que haya sido ¡Maldito sea! La luz no va, está, se dispersa uniformemente entre las habitaciones, colándose a través de muros de ónix y alabastro. Los muros no dejan sombra, nunca se está en completa oscuridad. Cada paso, cada giro, cada horripilante curva está iluminada por una luz ambarina que en momentos parece fugarse, pero siempre vuelve. ¿Qué ciencia aberrante concibió la simétrica belleza de este espacio que imita el feroz silencio del abismo? Ahí donde el principio de las cosas, una puerta abierta labrada en el negro muro me insulta con sus goznes de piedra, ahí donde el final del camino se parte de tanta estrechez, derecha o izquierda, vacíos, oquedades, humedad y limo: comer o morir. Puesta toda mi voluntad y energía en colectar un miserable puño de alimento, di, sin desearlo, con un rastro de sangre. Validez de las sombras en el ónix. Se desvaneció la ilusión de mi demencia, indiscutiblemente no estaba solo. Aún viva, de tan fresca, condújome al lugar donde lo encontré. En sus ojos el miedo había hecho el estrago de la locura. Le habían desgarrado las piernas y del brazo derecho no quedaba sino un trapo carnoso que reptaba sobre su costado. Sentí por él una extraña compasión jamás inspirada por el propio género. Una lástima indescriptible me doblegó e intenté consolarle. Contuve mi asco a la muerte mientras le hablaba del sueño por venir y del inminente final de su martirio, pronunció entre erupciones de sangre y vómito estas palabras que aún persisten, cual eco en la caverna de mi memoria “…vi un cántaro con agua”. Murió. Si ese desdichado tuvo un nombre, jamás lo sabré. Poco fue el tiempo de duelo, mi nuevo amigo comenzó a disolverse con rapidez, fundiéndose al hedor del espacio. La primera larva que emergió de su nariz, precisó dejar de visitarle, desde aquella hambre estoy agradecido por haberle perdido en algún giro arbitrario del laberinto. La sed angustiosa y el cansancio me privaron de cuestionamientos, durante algún hambre. Un frío tenaz me congeló el pensamiento, cantó agua el surtidor de bronce unos instantes. Pude saciar mi sed. Luego de la aparente comodidad producto de la saciedad, no he vuelto a vivir sin miedo. ¿Qué hombre?, ¿qué alma viviente puede albergar tanto odio y brutalidad? Me torturó el no haber sacado más palabras a aquella fugitiva vida, debí haberle obligado, debí prometer salvarle, debí suplicar, debí... ¿Cuánta hambre esperaré hasta encontrarnos?, ¿cómo serán sus manos y sus ojos?, ¿y su voz? Divagaciones. Confundido por un miedo hostil recorrí un largo pasillo, llevome a ningún lugar; noté, en la base de los muros una franja de estrías grabadas en la piedra, recuerdo que los hombres de razón hablaron de ello, era la voz que no muere, “…un sueño de piedra”, quizá me revelarían la verdad de este espacio maldito. Pero fallé. Ajeno al sentido de aquellas marcas, tomé la firme e irrevocable decisión de ignorarlas. Aparecen por doquier, revelarme secretos oscuros pretenden, pero continúo inmune a su falsedad. Pese al hambre transcurrido y a la adaptabilidad del ser, busco la salida. Encontraré la forma de escapar. Sí, el demonio arquitectónico debió construir una salida para sí. Me entregué a la búsqueda, malgasté inútilmente la energía de mi cuerpo girando la noria de la esperanza. En estos pensamientos ocupé mi razón hasta que la fui perdiendo. Logré extraviarme enteramente, adentro y afuera de lo que soy, estoy nunca en este lugar y en los otros jamás. Extraviado de mí, decidí nombrar cada pasaje conocido: Senda Maestra, Vía Espiral, Calzada Hexagonal, Abismo en Arco… Un hambre atrás el Pasaje de los Huesos partiose en dos, tuve que elegir, diestra o siniestra, opté dar marcha atrás, negándome a la voluntad del recinto. Aún el más frágil de los hombres enfrenta con violencia su destino. En Ónix Parpadeante, hallé un insultante aljibe rectangular pleno de arena, el retorcido constructor cubrió la entrada del cielo con una bóveda de piedra entretejida, de cuyo centro, pende una luna negra, como eterna gota de oscuridad suspendida sobre la forma de su enorme cuerpo. El destructor duerme aquí. El contorno negativo de su anatomía impreso en la arena accidenta mi pensamiento con terrores nuevos. Dejé la huella de mi mano derecha estampada donde él la viera; aún no logro entender por qué lo hice, quizás… Llevaba un hambre con sed. El frío ahora es motivo de alegría. Entendí el ritmo de mi piel que se eriza, era el mismo del cielo. Afuera llueve. Inicié la cuenta a doce, llevaba el paso agitado y sonreía con angustia. El pilón de tres piezas se bañaba con el abundante chorro de agua gélida que manaba del surtidor. Cada vez salía más y más, aumentando su fuerza y transparencia. El agua vivísima comenzó a regarse, en tanto, mi piel nívea se purificaba de nueva cuenta; advertí la belleza de mi cuerpo, mis piernas firmes todavía agiles, los brazos fibrosos y la destreza de mis manos sensitivas, ya limpio expresé: aún hay esperanza. Una serpiente de plata zigzagueante se abrió paso hacia el corredor. El agua se movía. La imperceptible pendiente magnetizaba al reptil acuoso de flameante azogue. Una breve, pero impensable serie de rotaciones me guió al centro del laberinto. Seis accesos rodean la cámara circular, el agua desemboca ahí a través de ellos. Un hundimiento en el suelo permite al agua bordear los adoquines creando una hermosa red de plata de extremo a extremo. Sobre mi cabeza el dosel se sospecha inaccesible. En un bloque de mármol blanco descansa con gracia un cántaro de arcilla pintado con figuras de acróbatas juveniles. Libre del castigo de la sed y aturdido por la perfección de aquel recinto, desee mirar mi reflejo en el agua virginal que contenía. El rostro se ocultó a mis ojos. Vi la luna reflejada en aquel sereno espejo de agua. Entendí que el minucioso arquitecto anticipó mi llegada. Hambre o sed es pan común de hombres y bestias. Una sombra en el ónix robó la atención de mi mirada, de entre la oscuridad del marco sin puerta, apareció él. Su formidable talla, cercana a los dioses, congeló mi respiración ahogando una serie de gritos que sólo yo recuerdo. Sus piernas y brazos soportar el mundo podrían. El abundante vello recorría su abdomen y pecho hasta confundirse con un rostro fulminante e inquisitivo, las manos rojizas sujetaban un látigo de dos cuerdas aún sangrante…
—La luna… Esta es la salida —dijo para sí—. No he venido a hacerte ningún daño…
—Pero yo sí.
Toluca, Estado de México
México – 2012
Antonio Carrillo Cerda
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