Armaba un ropero que anteriormente había desarmado para intentar recolocarlo en un dormitorio del segundo piso y ensamblando y tratando de posicionar con afán matemático los torcidos clavos, pensaba que en ese momento, en pequeño, se estaban presentando las condiciones que hacen que nuestra pobre y querida tierra esté como esté. Y esto porque me percaté cuan fácil es destrozar lo que está hecho y que difícil resulta recomponerlo después. Y me imaginaba a esos clavos de tres pulgadas algo doblados por mi ímpetu destructor que parecían comentar entre ellos: -la mansa …que se mandó este gil- y me daba la impresión que adquirían vida propia para negarse, con una tozudez abismante, a enderezarse en su postura habitual. Pensé –Estos son los conservadores del sistema, aquellos que no admiten cambios, especialmente ese clavo algo oxidado que está así porque no desea que se produzca ninguna innovación. Ese debe ser el líder de este grupo, el que manda edictos telepáticos a sus congéneres para que me hagan imposible la tarea. Y yo, como un voluntarioso arquitecto, martillando, midiendo, haciendo lo insufrible por rearmar ese orden que ahora yacía despaturrado e indolente. Poco a poco, el asunto fue tomando forma, pese a esos insufribles clavos que se negaban a cooperar. El que estaba doblado, el que más trabas ponía para que yo triunfara en mi faena, se dobló aún más hasta trizarse y romperse. –Murió por sus convicciones- pensé y separé con respeto de rival noble, las dos partes de ese cadáver heroico que, sin embargo, no figuraría en ningún texto de historia. Puse en su lugar a uno que fulguraba recto como un ideal legítimo y este se hundió con ciega obediencia en la madera. Era el perfecto infiltrado, aquel que sería odiado por siempre y despreciado por su irrupción un tanto clandestina. –Problema de ellos pensé, mientras constataba que el mueble aquel, estaba a punto de adquirir su aspecto original.
–Mientras a este mueble no lo ataquen esas terroristas implacables que son las termitas, poco me importa lo que suceda en Clavolandia.
A las tres horas de intenso bregar, el ropero ya estaba casi en condiciones de ser utilizado. Me sentí triunfador por partida doble: porque había derrotado a los malos hados que siempre están listos para evitar que uno logre sus objetivos y porque había doblegado al escepticismo de mis hijos, quienes no daban un peso por esta espectacular victoria. Sólo restaba quitar diez clavos pequeños de media pulgada, que eran la exacta personificación de las juventudes conservadoras que, a su manera, imponían febles obstáculos a mi cometido. Uno a uno fueron capitulando, para vergüenza y repudio de los titulares, esos clavos rotundos y voluntariosos que renegaban de ellos y les sacaban en cara su inconsistencia.
El último clavo, aferrado con imaginarios dientes y míticas muelas a la madera, el símil del derrocado y fenecido presidente de tres pulgadas, se negaba a renunciar a sus imberbes principios. Al parecer, era el legítimo sucesor, el valeroso y férreo Espartaco, tan visto y tan recontra visto en las repetidas películas de semana santa. Hasta creí vislumbrarle una hendidura en su cabeza que equivalía al célebre hoyito en la pera que particularizaba a Kirk Douglas, el sempiterno alter ego del célebre gladiador. Clavo endemoniado que se negaba a abandonar su lugar. Estuve a punto de mandarlo al diablo, golpeando con furia su cabeza de estrella de cine, pero me dije: -¡No! Un miserable clavo no me la puede ganar! Y tomando un alicate a modo de vindicta pública, lo agarré con precisión tal como el dentista se aferra al diente y tiré con todas mis fuerzas. La ley de Murphy en pleno, la desdicha siempre revoloteando sobre toda empresa, el gol de último minuto, las visitas inesperadas, todo, todo eso se hizo presente en ese malhadado tirón. El pequeño estadista de media pulgada se resistió valerosamente a dicha extracción. La herramienta, mordiendo firme su cabeza enérgica, se dio cuenta, al parecer, que estaba en presencia de un hueso duro de roer y tomó aliento. Eso fue fatal. Yo, tirando con todas mis fuerzas para culminar de una buena vez mi ingente obra, no conté con la debilidad innata de ese alicate traidor, el que salió despedido en dirección exacta y milimétrica hacia mi ceja derecha, golpeándome neta y despiadadamente con sus aceradas patas. Derrotado y al borde del nocaut, partí a limpiar mi ojo ensangrentado, mientras el clavo …de su madre elevaba un par de intangibles dedos en señal de cruenta victoria.
Queridos compañeros: si por esas casualidades de la vida han dado con este relato y han tenido la paciencia de leerlo hasta el final, les ruego que no intenten complacerme con sus generosas estrellas porque les juro que esa tarde las vi de todos los colores y volúmenes, incluyendo algunas que los científicos aún no han descubierto en la infinita bóveda espacial. Y ni siquiera intenten preguntarme que pasó con ese miserable y empedernido clavo de media…
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