Cojeando y taciturno va pasando
por frente de mi casa el can enfermo,
tras él yo sigo para ver su historia
de perro callejero.

Sus ojos taciturnos tienen algo
de lagos turbios y de grises cielos,
y su lengua parece
saliendo de su trompa un río seco.

No ladra, su garganta ha enmudecido
hastiado de aullar en el desierto,
sus patas sin afán casi se arrastran,
pues nadie está esperando su regreso.

Un ser muy solitario,
hermano del anciano pordiosero,
su casa son las calles,
la acera fría y lúgubre es su lecho.

Como si fuera un ser indeseable
nadie acaricia su marchito pelo,
los niños lo golpean y las damas
lo miran con desprecio.

Nada posee y ¡Ay! su propia vida
vale menos que el cuido de otros perros.
Sufre su soledad de dura piedra
y su alimento son los basureros.

Ha de morir talvez en una esquina
y su cuerpo sarnoso, enfermo cuerpo
será para los buitres
nutritivo alimento.

El pasa cojeando
llorando con sus ojos casi ciegos,
me mira y dulcemente mi mirada
le dice: Perro amigo, yo te quiero.