Desde ahí se podía ver todo el campo y no sólo eso, bajo su resguardo uno podía sentirse dueño del mundo, de la galaxia; si el universo entero amenazara con atacarme, protegido bajo aquel inmenso marco sería imposible sentir miedo.
Entenderán que de niño era un lugar que me gustaba visitar, y a veces pienso que le gustaban mis visitas, como los árboles que disfrutan de los enamorados, o las ancianas que esperan a los curas. Cuando teníamos tiempo, Pablo y yo asistíamos al Deportivo Oasis a ver los encuentros de la liga. Delanteros como “La Reyna” Pérez y el “Pititos” Serrano eran el principal atractivo; aunque fue Ramón Montes, medio de contención, el que le dio verdadero renombre al Deportivo Oasis, cuando dejó de ser un jugador llanero para debutar con el Atlante y tres años más tarde jugar para el Olympique de Marsella. Pero eso a mí no me importaba. Yo iba a ver a los cancerberos. Me maravillaba la forma en que se colgaban del esférico en los tiros de esquina y, cual prometeo, arrebataban a los dioses el fuego para devolvérselo al hombre. Qué decir de esa forma tan sagrada de achicar arrodillándose y levantando las manos al cielo en busca de librar al marco de todo mal. Y cuando desde tres cuartos alguien veía desubicado al guardameta o creía tener la fuerza necesaria para lograr que el balón le ganara en carrera, disparaba con tanta fuerza que el balón se convertía en cometa y partía el aire del terreno de juego con la velocidad suficiente para detener el tiempo. A veces sucedía que encontraba en las redes su glorioso final; sin embargo en otras ocasiones el palo se vestía de héroe y ante las deficiencias del portero era él quien mantenía el marcador en cero. Cuántas veces mi cama se convirtió en césped y me vio detenerle penales a Kantona, Hagi, Cardozo. Cuántas veces toqué el techo de mi casa simulando detener potentes disparos o jugué voleibol imaginando que reventaba a dos puños.
El único día que no iba al deportivo era el primer domingo de mes, consagrado a los paseos familiares por Reforma, que siempre concluían en el zoológico de Chapultepec. En esos paseos mi padre aprovechaba para ponerse al tanto de mi situación académica y el tour familiar correspondiente al mes en turno. Cuando no había gente rentábamos un bote de remos o visitábamos el Castillo, sobre todo en septiembre, periodo del año en que a diferencia de otros meses paseábamos cada fin de semana: siempre museos, siempre monumentos. Fue un día de aquel lejano septiembre de mil novecientos noventa y nomeacuerdo que un señor se le acercó a mi padre y mirándonos a Pablo y a mí nos mandó a llamar. Hablaron de nosotros como quien compra ganado, ¿Cuánto pesan? ¿Están sanos? ¿Qué comen? Luego nos hicieron correr como locos de un lado para otro. Finalmente el extraño aquel nos miró a los ojos, se puso de cuclillas y dijo:
-¿Les gustaría jugar en un equipo de Futbol?
Pablo y yo miramos a mi padr, él asintió con la cabeza. Mi hermano tenía quince años, yo catorce.
Al día siguiente fuimos a Ciudad Deportiva a ver al señor Pedro. Nos hizo unas pruebas físicas y nos preguntó en qué posición jugábamos. Pablo dijo que era medio defensivo, yo dije ser portero a pesar de que nunca había atajado, salvo en sueños.
A la siguiente semana fue nuestro debut con el Deportivo Flores, mejor conocido como “Los Cañeros” -vaya uno a saber si porque Don Pedro se dedicaba al negocio del azúcar o por la facilidad de los medios para hacer circular el balón entre las piernas de los rivales- . Mi hermano entró de titular. Al principio su juego fue brusco, al más puro estilo Gattuso, pero con el tiempo fue agarrando una fineza incomparable que lo llevó a debutar con León. (Aunque eso de momento no nos interesa) Mientras Pablo debutaba yo miraba el encuentro desde la banca, hasta que sucedió un milagro. Corría el minuto 17 de la parte complementaria, el marcador era de uno a cero a favor de los Cañeros, cuando una mala salida de la defensa dejó en franca posición de ataque al centro del equipo contrario. Juanito Torres, que fue portero hasta esa época, conocido por su cábala de no usar guantes, aguantó como los hombres hasta el último momento y cuando lo tenía a dos metro de distancia salió con un cristo, pero el artillero hizo un amague, seguido de un recorte hacia a la derecha, para dejar tendido al guardameta. De su botín diestro salió un disparo marca Winchester que amenazaba con incendiar la portería… Cuando todo parecía perdido, como si se tratara de una película de vaqueros, Juanito Torres sacó fuerzas de Dios sabe dónde, interponiéndose en el camino entre la portería y el esférico, para enviar el balón a tiro de esquina. Cuando Juanito se levantó alzó la mano y pidió su cambio. Durante la jugada se había roto los dedos menique y anular. Entonces me amarré las agujetas, ajusté los guantes y corrí hacia la portería.
Desde ahí se podía ver todo el campo y no sólo eso, bajo su resguardo uno podía sentirse dueño del mundo, de la galaxia. Si el universo entero amenazara con atacarme, protegido bajo aquel inmenso marco sería imposible sentir miedo.
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