A Calamitatum

Devolviéndole apenas el gesto...


Ha parado de llover y yo estoy desnuda lanzando piedritas al agua. Los árboles en sus ramas dejan caer todo el peso de un silencio hiriente -prohibido preguntar-. La lluvia me gustaba...

Hubo un día que como niña corrí gustosa por las calles anegadas, me quité los zapatos, disfruté de cómo el viento me golpeaba con furia la cara; sintonicé la radio en el móvil y dejé que mis sueños volaran junto con las palabras. Y no sentí frío.

Cuando llegué a casa armé una celebración con poesía, café y añoranzas. Enajenación y encantamiento, una hoja en blanco, ansiedad en ojos y dedos, regocijo y calma. “No venga la tormenta a amordazar mis sueños…”, leía mientras tanto… ¿Qué más necesitaba?

Quería que la lluvia se quedara. ¡Ay… la lluvia! ¡Cuánto me gustaba!

Y yo, una eterna enamorada de su arrullo, la sentí mi cómplice de la noche a la mañana. Me hacía tanto bien escucharla… Luego se convirtió en tormenta y me diluí con ella hasta que dudé si era necesaria tanta agua. Fue entonces que cerré la ventana aun sabiendo cuánto iba a extrañarla, pero esa misma tarde se alejó y yo quedé más triste que nunca. Ahora soy incapaz de asomarme porque tengo la boca seca y el alma despeinada.

No ha salido el sol y yo sigo aquí con mis ojos de frío eterno, dando testimonio de que nunca he sido nada.