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Cuando, tras varias separaciones temporales, Esteban y Sara rompieron definitivamente, se encontraron con que no solamente habían terminado con una larga relación, sino también con la mitad de su juventud. Sara por lo menos estaba destrozada. La causa misma de su desavenencia le parecía tan estúpida que aún meses después no podía convencerse del todo de que fuera verdad. Pero lo era. Como luego de cinco años de intentos no había podido quedar embarazada, Esteban había decidido abandonarla y largarse en busca de alguien con quien tener todos los bebés que se le diera la gana.
A pesar de que nunca había considerado a la maternidad como su meta principal en la vida y siempre había sido capaz de bastarse a sí misma, Sara no podía reprimir la sensación de desamparo y frustración que la embargaba. Se sentía fuera de lugar en esa ciudad inmensa que ya no le decía nada sin la presencia del hombre por el que lo había dejado todo. Por las noches soñaba que Esteban regresaba a pedirle perdón, pues había descubierto que en realidad era él quien no podía fertilizarla, pero al despertar seguía estando sola y tenía las mejillas curtidas por las lágrimas.
Un día, su depresión fue tan abrumadora que no volvió al trabajo, y con tal de no caer en la tentación fácil de la autodestrucción, malbarató lo poco que tenía y se regresó al pueblo a vivir con su familia. La idea era tomar unas vacaciones largas para aclarar su cabeza sin tantas presiones, y después volver a trabajar y a hacer su vida normal con bríos renovados, como si hubiese vuelto a nacer.
La familia de Sara aceptó su regreso a la casa paterna con la misma naturalidad con la que año tras año recibían la temporada de lluvias. Probablemente cada uno por su cuenta tenía alguna opinión sobre el hecho, pero por una costumbre familiar de la que en el fondo se sentían orgullosos, nadie dijo nada y todo siguió no como si la hija acabara de regresar, sino como si jamás se hubiera ido. Al fin y al cabo, había tanta gente viviendo en la casa que una boca más no hacía ninguna diferencia.
Además del papá y la mamá de Sara, la familia estaba compuesta por la abuela, un primo estudiante, dos hermanas pequeñas, una mayor casada, su esposo y dos hijos; que con la recién llegada sumaban diez almas bajo el mismo techo y haciendo uso del mismo drenaje. Como las habitaciones eran un recurso escaso, Sara llegó a instalarse con todo y su equipaje al cuarto que compartían sus dos hermanas menores, y por un tiempo el murmullo constante causado por la gente y la televisión siempre encendida, mantuvo su pena agradablemente anestesiada.
El papá de Sara era un cincuentón de bigote amarillento que había trabajado toda su vida de empleado municipal y ahora consagraba las horas perdidas de su jubilación a jugar billar con otros señores de guayabera y pantalón de dril. Casi nunca estaba en la casa y en el pueblo se rumoraba que tenía otra señora, pero entre la familia el sólo pensar en eso era considerado como un acto de alta traición. Llegaba siempre tarde por la noche y tenía el derecho absoluto de elegir el canal de televisión que se vería en su presencia, pero apenas se sentaba en su sillón y caía infaliblemente dormido hasta que alguien – por lo general su esposa - lo despertaba para que se fuera a acostar.
La mamá de Sara era una mujer correosa que a base de sacrificios había montado una tienda de abarrotes en su cochera y se dedicaba a administrarla con mano de hierro. Aunque con trabajos había pasado de tercero de primaria, no había quien hiciera las cuentas más rápido que ella, incluyendo a su sobrino el estudiante y a su hija Sara que se había recibido como contadora. Su único pasatiempo eran las telenovelas de la noche y podía pasarse horas hablando de sus personajes con el mismo tono que usaba para hablar con las vecinas de sus propios nietos.
La casa en la que vivían todos, había sido originalmente de la familia del papá de Sara y, de hecho, aún estaba a nombre de la abuela Basilia, pero con el paso del tiempo, la anciana había ido perdiendo paulatinamente su papel de cabeza del clan para convertirse en apenas algo más que una parte prescindible del mobiliario. Cuando la entonces novia de su hijo se había embarazado de Mónica - la hermana mayor de Sara - Doña Basilia había invitado a la joven pareja a vivir con ella en lo que conseguían una vivienda propia. Casi treinta años después, el hijo de Basilia y su esposa no sólo no se habían ido, sino que ahora además albergaban bajo su techo a sus cuatro hijas y sus dos nietos.
Desde que eran muy pequeñas, Mónica y Sara habían demostrado tener personalidades muy distintas. Mientras que la primera fue siempre una niña muy traviesa e inquieta, la segunda había volcado todas sus energías a los estudios a partir de la primaria. En el fondo el motivo no era que Sara fuese particularmente responsable, sino que de algún modo había comprendido intuitivamente que su única oportunidad de alejarse de su familia y de su pueblo era convirtiéndose en una profesionista. Sin embargo, a raíz del rompimiento con Esteban y su obsesión con los bebés, la misma independencia que tanto trabajo le había costado ganar, comenzó a parecerle una pesada carga, y aunque no se lo confesaba ni a ella misma, su regreso tenía un penetrante sabor a fracaso.
Mónica por su parte, había pasado por todas las escuelas de paga de la zona, antes de poder terminar el bachillerato de mala gana. Unos cuantos días después de concluir las clases, se había huido con su novio de la escuela, un muchachito lampiño que, al sentir la responsabilidad de su nueva familia, se volvió aprendiz de electricista. Su primer hijo, Brian nació apenas transcurrido un año de matrimonio y Ricky, el segundo, dos años después, mientras Sara se iba a vivir con Esteban fuera de la ciudad. Luego de su segundo parto, Mónica estuvo lista para volver a vivir en casa de sus padres, pero trajo a sus hijos y a su marido consigo.
La verdad sea dicha, el padre de Mónica y Sara nunca tuvo mucho aprecio por su yerno Ricardo, pero desde que se habían ido a vivir con ellos estaba convencido de que se trataba de un auténtico retrasado mental. Sin embargo, como quería mucho a sus nietos, no decía nada así que, para quien no estuviese enterado, casi hubiera parecido que estimaba al muchacho. Ricardo pasaba la mayor parte del día ayudando a su jefe a reparar instalaciones eléctricas, Mónica se quedaba en casa a limpiar y preparaba la comida de todos y los niños – cuando no estaban en el kinder - se dedicaban a molestar a sus tías Sonia, Jessica y, tan pronto llegó, Sara.
Por otra parte, no había nada mejor para el estado de ánimo de Sara que servir de niñera a esos dos críos que se pasaban el día gritando, peleándose por naderías y sacando de quicio a sus hermanas adolescentes. Mientras estaba con Brian y Ricky podía imaginarse que era una mujer normal capaz de engendrar niños como ellos, y sobre todo, que Esteban la había repudiado sin razón y tarde o temprano se arrepentiría.
Lo cierto es que, debido a sus ya largos años conviviendo casi exclusivamente con adultos, en un principio le costó trabajo acostumbrarse a sus sobrinos, pero conforme el paso de las semanas la iba ablandando se fue sintiendo cada vez más y más cómoda con sus juegos hasta que, cuando se dio cuenta, ya era una más entre los niños. Todas las mañanas se levantaba tarde y se ponía a ver caricaturas en la tele en lo que Brian y Ricky volvían del jardín de infantes, luego comía con desgana cualquier cosa – o mejor aún, muchas veces ni siquiera comía a menos que Mónica o su mamá se lo rogaran durante un rato – y se pasaba el resto del día jugando con los niños al cabezón, al escondite, a la agarrada o a los cayucos.
Mientras tanto, en su familia nadie pensaba que Sara debía de volver a trabajar, o si lo pensaban, nunca lo dijeron. Sólo Mónica se acordaba de cuando en cuando de que su hermana se pasaba la vida dentro de la casa, aliviada por no tener que hacerse cargo personalmente de cuidar a sus dos hijos. Poco a poco, el deprimido régimen de vida de Sara, comenzó a hacerle perder peso. De hecho, ella se sentía como si se estuviese encogiendo, pero no le importaba gran cosa y por momentos casi hasta estaba bien.
Después de un tiempo, los juegos con sus sobrinos empezaron a parecerle demasiado complicados. A partir de entonces su único refugio era la televisión que, afortunadamente, jamás se eclipsaba en la casa. Llegó un momento en que solamente interrumpía su atenta observación de las lucecitas parpadeantes del aparato para dormir largas siestas y beber sorbitos de leche. No pasó mucho tiempo antes de que cedieran sus últimas reservas y se dejara cambiar amorosamente el pañal por su hermana mayor, transformada finalmente en el bebé que nunca pudo tener.

Texto agregado el 16-02-2012, y leído por 99 visitantes. (0 votos)


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