A unos pocos días de haber llegado yo a Buenos Aires luego de casi veinte años de ausencia apareció Wálter Santoro y me informó del suicidio de Meche. Porque después de tanto tiempo de cosas en común con Wálter resultó que un fuerte lazo entre nosotros había sido Mercedes; y es que cuando uno se aleja de aquello que de algún modo le es familiar, si pretende conservar esta familiaridad, este vínculo con lo que no está presente en la inmediatez pero que de alguna manera le pertenece, lo único que queda son las cosas; y una de ellas había venido a ser lo terrible de Meche o, dicho de otro modo, lo terrible que había cobrado forma de Meche.
Nací y crecí en esta ciudad hasta cansarme de ella, de su devenir histérico, sus edificios y sus calles atestadas; y a los treinta me largué, siguiendo el rastro de una parte de la familia, a vivir al sur con la esperanza de no necesitar volver.
Santoro había sido un amigo importante desde la escuela primaria. Hicimos juntos el secundario e intentamos ser alguien en la Universidad de Buenos Aires, donde conocimos a Mercedes. Luego de mi partida nos escribíamos y en un principio llegamos a pasar juntos algunos veranos en la costa. Él jamás se apareció por Gallegos. Con el tiempo internet hizo posible que mantuviéramos largas conversaciones o algo parecido. Nunca asimilé plenamente que él se hubiera hecho policía después de todas las cosas en común que habíamos vivido. Cuando nos encontramos en aquella casita de barrio porteño después de tanto tiempo, creí entrever los efectos del roce con el mal en las arrugas de su cara, en lo extraño de sus gestos y en lo resbaloso de sus miradas: además del mal, le habían pasado por encima los años de una existencia similar a la que yo me había esforzado por evitar. Probablemente lo recordara como al niño grande que era o que había sido entre nuestras cosas: un muchacho inquieto que había pasado un tiempo en el Derecho Civil, que nunca dejaba su cuarenta y cinco reglamentaria demasiado lejos de sus manos, pedante y glotón para los negocios que entonces había heredado de su padre y para con las mujeres, entes que a mi parecer él odiaba a la vez con cierto pánico inconsciente.
Había vuelto por trabajo, una cuestión de firmas de contratos y entrevistas, gestiones que me llevaron un par de días, y aproveché aquel febrero para pasarme unas semanas de vacaciones en el departamentito de una tía que estaba para alquilar, amueblado a la usanza antigua y con una ventana a la calle en la zona de Villa Ortúzar. Aquella cuadra terminaba en un paredón que daba a las vías del ferrocarril, lo que la hacía un callejón sin salida y un lugar propicio para que los pibes hicieran las cosas que se supone que hacen ellos con cierta libertad durante el calor diario de ese remanso que es el verano de barrio.
De adolescente tuve un pensamiento acerca de las ciudades: semejante mole que se eleva debe provocar un agujero, un vacío de dimensiones similares en alguna parte; toda esa desolación vertical de cemento y hierro habría de provocar igual desolación, aunque con forma contrastada, en la tierra despoblada. Con los años descubrí que ese hoyo bien podría estar en la Patagonia, en las inmediaciones de Río Gallegos sobre todo, donde no alcanzan los ojos hasta los límites de ese paisaje que el viento habita día y noche con fuerza y libertad suficientes como para enloquecer a los hombres; y que los hombres somos capaces de portar vacíos del tamaño de ciudades.
Pero en Buenos Aires los edificios volvieron a resultarme odiosos como antes de partir. Había llegado hasta el bajo viajando en subte y bondi. El Río de la Plata seguía siendo la misma mancha tristona y marrón de antes, pero lo que había sido su costanera ahora estaba oculta por boliches, restaurantes y demás centros recreativos de una sociedad tremendamente predecible, impertérrita y snob que defeca directamente en el río del que bebe, y capaz de mirar al turista europeo o gringo para saber cuánto es que vale realmente al mismo tiempo que evita mirarse en sus vecinos fronterizos. San Telmo se escondía en el sopor característico de cualquier suburbio tras cierto maquillaje de inmigrante sufrido y anticuado, y hacia Alem la suciedad de las oficinas reflejaba en negras bolsas el sol, que caía entre los peatones y los autos desde polígonos irregulares de un cielo que falseaba un poco de su luz con la petulancia típica del estío. Serían las tres de la tarde cuando llegué a Retiro y me subí al tren. No quería demorarme y tener que volver en transporte público al horario de salida de las oficinas, aunque en febrero no hubiera el hacinamiento de otros meses. En Belgrano me metí en un bar. Pensé entonces en llamar a Santoro para decirle que estaba en la capital, pero no llevaba su número encima; tenía ganas de verlo y suponía que le sería una grata sorpresa enterarse de mi llegada. Habíamos conversado por Skype poco más de un mes antes, cuando yo no sabía de mi viaje.
Después de dos cervezas se me había ido un poco el mal humor y me dio por suponer que, al fin y al cabo, las ciudades del planeta han de ser parecidas: unas más enfermas de habitantes que otras, pero parecidas al fin: cuanto menos sabe el hombre del hombre, mejor. Por esto el cosmopolitismo de las grandes metrópolis: porque nadie quiere saber nada de nadie pero, eso sí, todo el mundo vive hablando por teléfono con cualquiera. Cuando el repliegue del sol traía el alivio de la tardecita emprendí la vuelta en un taxi.
Los animales responden al mundo mediante la anatomía. Podría decirse que la piel del animal recibe la realidad del medio ambiente y se manifiesta según un grado de intercambio. Nosotros interactuamos con el universo que nos rodea mediante cosas que acumulamos. De hecho, es natural que nuestras vidas estén signadas por la pertenencia, sea porque obtenemos, sea porque pertenecemos. Y estas pertenencias no solo se reducen a lo material, lo asible, sino que también se posee lo que se tiene en la cabeza en referencia de lo que es en forma de ideas o juicios. Teniendo es que hacemos persona, cosa, hogar, ciudad y mundo, y reservamos la desnudez para ocasiones diferentes; no nos manifestamos al ambiente como animales desnudos, porque nuestra piel ni el sol resiste, sino que anteponemos nuestras formas de un modo inevitablemente estético. Buenos Aires me refregaba en la cara que yo no tenía nada, que ni siquiera era capaz de pertenecerle. Yo, a diferencia del turista que se forma una idea del lugar que visita y actúa en consecuencia, era incapaz de reencontrar mis cosas, como si la ciudad y su población se expandieran ante y desde mí; como el pibito que insulta a la bicicleta luego de caerse de ella, reaccionaba con una obstinación de pesimismo. Cuando llegamos a mi esquina no pudimos pasar porque una concentración de gente ocupaba la calle.
Un muchacho alto y flaco representaba la muerte. Había un grupo de niños vestidos de verde, hombres que cargaban instrumentos de percusión, chicas con pequeñas polleras y corpiños rojos, y diversos protagonistas que integraban la murga que desfilaba en mi cuadra. La muerte, de rostro sereno en blanco y negro, bailaba en círculos, tocaba el suelo con las palmas al compás desenfrenado del tambor y hacía malabares con una guadaña de papel brillante. Y al final, en lo que sería el clímax, se retiraba escoltada por dos hombres que escupían fuego y tras ellos se desataba el carnaval de baile y colorido. Las jóvenes y los niños se movían en una especie de orden grupal haciendo el mismo paso frenético. Aparentemente había consenso entre los vecinos a favor de que «La Rozagante» ensayara en esa cuadra.
Fue en esta situación, es decir, parado en una calle cualquiera de mi ex-ciudad contemplando los movimientos rítmicos de aquellos personajes, que por primera vez en años pensé en Meche. Y pensar en Meche nunca me había resultado fácil. Y no concebía que pensar en Meche fuera fácil para hombre alguno.
A ella le encantaba bailar. Teníamos veintisiete años cuando vivimos algo así como una relación de novios. Me esforcé para reconstruir a Meche conmigo: no a Mercedes, aquella mujercita intelectual, atrevida e idealista que vivía el estudio de las leyes y la noche de Buenos Aires con la misma pasión porque para ella todo se resumía o parecía resumirse en una pasión; sino a Meche: a Meche de la mano, en la cama, en el cine, besándonos en las plazas y en los taxis: mi Meche, mis tres años con Meche. Una vez le dije que su grave voz era como el humo de la pipa: pastosa, fuerte y penetrante. Anoche antes de dormirme, ¿sabés?, me di cuenta de que tu voz se queda en la pieza como el humo de una pipa; creo que tiene olor a chocolate y sigue acá entre nosotros flotando cuando apagamos la luz, y me la llevo al sueño. Y ella se rió. No me cuesta recordar aquella risa porque solía distinguirse larga y gruesa, como esos saxos que exageran los blues. También me acordé de cómo sentía ella la música: La música no conoce la quietud; nadie puede hacer música sin moverse, y este movimiento egoísta no acepta otra cosa que a sí mismo, y no se puede pensar mientras se hace música; entonces yo, como no puedo hacer música, bailo, que es mi mejor manera de entender sin pensar y de asumir ese movimiento. Ella siempre bailaba.
Pero otros recuerdos comenzaron a aparecer. Se acostaba con cualquiera. No era que se ocultara de mí en la noche para revolcarse con tipos que encontraba en los boliches, sino que me lo había aclarado desde el primer beso para que no hubiera confusiones. Todo en la vida de Meche era como a ella se le antojara. Y no iba a ser justamente yo quien la cambiase.
Los años esparcen bocanadas de espesa niebla sobre la memoria. Ella solía desaparecer por días, días en que solo me quedaban la espera, el dolor supino del chocolate de su voz y algo en el estómago como una piedra. Me resultaba imposible entender por qué se esfumaba en sus noches ahí donde yo no podía seguirla. Imaginaba que esos hipotéticos hombres la utilizaban y la dejaban. Ella jamás nombraba a alguien y decía que yo le gustaba, que estaba conmigo, pero que no por eso se perdería de vivir otras experiencias; que si no lo hacía ahora, que cuándo lo iba a hacer. Era como un animal sin pudor que se manifestaba con la piel, después de todo, y yo la veía como a una probable víctima sentimental de tipos que podrían hacer con ella lo que quisieran, pero que jamás llegarían a saber quién era realmente. Esto me enfermaba de a poco y sentía lástima de mí mismo por aguantarla, a la vez que una especie de fraude porque la amaba profundamente y pensaba que ese amor, el mío para con ella, debía ser correspondido con fidelidad o al menos con algo de respeto. Solía cortar la relación, furioso, y al cabo de unas semanas volvía a llamarla para reiniciarla. Ella reía con los ojos sanos y enormes, y afirmaba que nunca dejaría de quererme. Así pasamos tres años turbulentos de amor, desamor, militancia política, universidad, utopías y frustraciones en una ciudad que yo había comenzado a detestar, ciudad a la que Meche parecía pertenecer más allá que a cualquier otra cosa e incluso más que a mí.
Cuando el alboroto de la murga se hubo apagado me dediqué a preparar la cena. No dejé de pensar en Meche hasta entrada la noche.
Santoro apareció, como habíamos quedado por teléfono, aquel sábado a la cinco de la tarde. Nos dimos un largo abrazo sin mediar palabra y luego nos miramos las caras en silencio bajo el marco de la puerta. Estaba algo bronceado, lo suficiente como para resaltar la claridad de las arrugas junto a los ojos; vestía jeans celestes y una camisa blanca por fuera. No me dio la impresión de que estuviera muy alegre, o al menos como lo había visto en las video charlas del Skype. Una vez que entramos dejó una bolsa en la mesa y la cuarenta y cinco sobre un viejo bargueño a un par de metros. Reparó en lo artesanal del mueble y elogió la calidad y la nobleza de la madera, después me invitó como apurado o impaciente, con una mueca bastante propia que le reconocí enseguida, a que mirara lo que había traído: una botella de un muy buen whisky importado. —Supongo que tendrás hielo, ¿no, flaquito? ¡Vos sí que estás igual que siempre, che! ¡Ni panza tenés! —y me lanzó su primera sonrisa y un golpe fuerte a la espalda con la palma derecha.
Nos sentamos a la mesa y abrió la botella. Preguntó por el Sur, por Gallegos; le gustaba que le hablara del viento patagónico, del espacio libre, del mar y de la tranquilidad de aquellos pagos. Me contó de sus hijos adolescentes, algunos asuntos triviales pero felices de la familia; movía las manos despacio mientras acariciaba el filo del vaso con un dedo. Luego vinieron las anécdotas del barrio, de los pibes de la escuela y de los revoltosos de la facultad. Wálter había conocido muy joven a quien luego fue su mujer y de la que hasta entonces jamás se había separado. Nos aferrábamos lentamente a los recuerdos para pisar firme en el tiempo mientras el whisky nos aflojaba la lengua. Por la ventana entraba la tarde espléndida, celeste de un barrio que dormía la siesta. En un momento sentí que éramos los que éramos, y supuse que él también, porque se formó un silencio largo; y en medio de este silencio vi que sus ojos esparcían un gesto sombrío por el aire, porque en el aire andaba su mirada como esquivando la mía, y en el aire de pronto aparecieron todos esos años que se nos habían interpuesto. Entonces presté atención al ruido del whisky que renovaba los vasos y se me ocurrió preguntarle si, por esas casualidades de la vida, sabía o había sabido en algún momento algo de Mercedes. Y contestó que hacía quince días que se había matado.
—Che, Wálter, hablando de todo un poco, ¿vos te acordás de Mercedes? ¿Tenés idea de qué fue de la vida de Mercedes? Digo, ¡andá a saber qué andará haciendo! ¿No?
—Se mató hace quince días, flaco. Se mató en su casa.
Lo dijo aferrado con la mano derecha al vaso recién servido fijo en la mesa, y con el anular y el índice de la izquierda se apretó los pómulos sin despegar la mirada de lo que habrá sido mi expresión de desconcierto.
No supe qué hacer. Deslizó la mano hasta el mentón y la cara le quedó estirada hacia abajo. Vi algo terrible en sus ojos ahora vidriosos y grandes.
—Se mató, flaco —volvió a decir, como esperando mi reacción.
Por primera vez sentí el aturdimiento del whisky. Sentí que debía tranquilizarme, pero no sabía bien por qué; que debía salir corriendo a la calle, al baño a vomitar o a mirarme al espejo o a enjuagarme la cara; que tenía que gritar fuerte para volver en mí.
—La verdad es que todavía no me lo puedo creer. Yo la veía; nunca dijo nada que pudiera hacerme sospechar que iba a suicidarse.
—O sea que estabas en contacto con ella, ¿no?
—Nos veíamos.
—¡Eran novios! —le escupí sin comprender ese «nos veíamos», y estallé en una carcajada nerviosa y estúpida que no pude controlar.
—No.
—¿No qué? —Era obvio que Wálter sabía todo lo que había pasado; también, que había algo que no podía revelar así nomás, algo con Meche.
—Bueno, a veces nos veíamos; yo iba a la casa o salíamos por ahí. Nos encontramos una vez en un juzgado, hace como dos años, y desde ese día estuvimos viéndonos. Ella vivía sola, había dejado de trabajar, tenía una buena posición; no le iba mal.
—¿Estaba casada?
—No, flaco. Nunca se casó. Vos sabés cómo era Meche.
—Y yo qué sé —mentí—. Era una mujer. ¿Y vos y ella qué se supone que eran? —Se me había metido en la cabeza que habían sido amantes y me fastidiaba que él no me lo hubiera mencionado. Mejor me habría cerrado que tuviera a una amante mucho más joven, lo suficientemente joven para que no pudiera ser puesta a la altura de quien le había proporcionado la descendencia.
—Ya te dije lo que éramos.
—Me dijiste que se veían; suena como que eran amantes. Además nunca en estos dos años que decís me la nombraste.
—Nunca en veinte años, desde que te fuiste, me preguntaste por ella. No se me dio decírtelo. Me acuerdo de que ustedes tuvieron una historia, por ahí es por eso que no te dije. Mercedes era muy especial, vos viste. Era especial por cómo trataba a los hombres, por lo que los hombres le representaban. No es común una mujer así, no es común por lo que uno se espera de una mujer —dijo sin mirarme y terminó el vaso de un trago como si estuviera apurado.
…Tenía razón: jamás me había dado por preguntar por ella. Pero habló de uno, de él, en definitiva. Entonces se me ocurrió que no éramos ni habíamos sido capaces de hablar claramente de lo que Mercedes representaba para nosotros. Y encima estaba muerta. Intenté desandar mis pasos hasta lo terrible de Meche: el viaje a Buenos aires, el trabajo, la ciudad, la ciudad, la ciudad, Wálter, el whisky…, o veinte años hasta un cadáver hipotético arrastrado por la memoria difusa de un tarado cualquiera. De todos modos era incapaz de hilar pensamientos coherentes en ese momento. Y Santoro se me adelantó.
—Siempre te quise preguntar algo, flaco. ¿Cómo se hace para dejar todo y mandarse mudar? Porque uno, uno que tiene algo armado en la vida, algún que otro motivo que defender, algún ideal, gente a quien respeta y quiere; uno que sabe bien quién es uno y no puede negarlo, digo, ¿cómo es mandar todo al carajo y borrarse para siempre a la mierda?
—No sé —contesté. Y contesté eso porque fue lo que me salió, y en verdad que no sabía la respuesta correcta que Wálter esperaba oculto tras la repentina desesperación que irradiaba su rostro ebrio.
Después deduje que en realidad no me interrogaba a mí. Aquello había empezado como por arte de magia cuando Meche apareció entre nosotros.
—Éramos jóvenes, Wálter, teníamos nuestras ideas. Yo llegué a creer que desde el estudio de las leyes podíamos cambiar las cosas en este país, y desde un lugar importante. Después me di cuenta de que estaba equivocado. Cuando te pasa esto no es raro pensar en irte, que fue lo que hice. Y no creas que no me costó —le dije buscando una explicación que, de paso, me sirviera para perdonarme el no haber estado con Meche. No le sirvió. Reaccionó con cierta tirria, como si le estuviera mintiendo o arrastrándolo al plano del equívoco.
—¿Y a vos te parece que estábamos equivocados? Te lo pregunto por nosotros, flaco, por mí, por Mercedes, por el Polaco, por el Loco Serrano y por todos los del Centro. Perdimos. Vendimos cara la derrota, pero perdimos… que no es lo mismo que equivocarse. Y que no te quepa la menor duda de que sabíamos lo que queríamos. Teníamos nuestros ideales, esos que vos tiraste a la mierda o nunca tuviste. ¿Que no se pueden cambiar las cosas desde las leyes? No me jodas. Todos nosotros pretendimos durante años hacer política; yo incluso desde La Fuerza. Y sabé que ahí te tenés que arrugar un poco la ropa para sentirte más o menos útil en algo, en la calle mientras te tragás a golpes la miseria de la sociedad y no podés explicar quiénes son los que tienen las verdaderas culpas porque, cuando te querés acordar, tenés el barro hasta las rodillas y se te hace difícil seguir. Pero vos te fuiste al sur. Te fuiste y nunca tuviste una mujer, ni hijos ni nada. ¡Ah! Pero decís que te equivocaste cuando pensabas como yo, como Meche y como los demás.
Hizo una larga pausa y se frotó el pecho con las manos como si lo que acababa de decirme le hubiera dolido a él mismo más que a nadie.
—Porque ella sabía bien lo que era vivir con los muertos encima —irrumpió con la voz súbitamente ronca—. ¿O por qué te pensás que desaparecía por días enteros? ¿Vos realmente creíste que los muertos de este país se acabaron en el ochenta y tres? ¡Dejáte de joder, flaco…!
Parecía que lidiaba consigo mismo. Se incorporó, fue tres pasos hasta el bargueño y agarró la cuarenta y cinco reglamentaria. Siguió hablando de espaldas a mí.
—Ella tenía parientes que se las habían jugado muy mal y no sabía qué mierda había pasado, si estaban en cana, en el exilio o muertos ¡ah! ¿Pero vos te pensás que Mercedes no sabía lo que era cargar con muertos? Y cuando se puso a revolver el pasado… andá a saber con los nenes que se encontró cuando se puso a revolver el pasado, flaco. Parece que terminó debiendo algunos favores. Tuvo que abrir bien los ojos. Nunca me lo dijo. ¿Vos sabés lo que es buscar la verdad de los muertos? —Acompañó cada palabra de la última pregunta con un golpecito de culata en el mueble, y durante esos golpes mantuvo un visible esfuerzo muscular para no destrozar la madera. Después dejó el arma donde estaba y caminó hacia el baño. Escuché que meaba. Le dije que iba a tomar aire.
La oscuridad comenzaba a instalarse. Algo surgía ahí fuera. Los vecinos también habían salido. Algunos disponían sillas junto a sus puertas entreabiertas mientras conversaban como si nada, y aquellas voces me llegaban difusas entre el chancleteo de pasos lentos y ruidos de cosas. Vi a unos hombres de torsos desnudos que cargaban a los pibes más chicos sobre los hombros, algún cuzco intranquilo con la lengua afuera y ojos desorbitados, señoras que vigilaban a los suyos mientras cebaban el mate rezagado de la tarde acabada. En ese momento me sentí indigno de aquella gente y sucio de alcohol. Caminé hasta el fin de la cuadra donde el paredón guardaba las vías del tren. Los de la murga se alineaban en medio de la calzada; había cierta tensión como alegre y de impaciencia en sus caras. Todo empezó con los redoblantes y el solo de la muerte. Reconocí la silueta de aquel muchacho esbelto. La guadaña chispeaba su frenesí circular bajo las luces de mercurio. El cielo se ahogaba en la inminencia de la noche. Comenzaron los bombos a estremecer el aire. El movimiento se expandía como el viento, se contagiaba, crecía. Ya nadie hablaba. La muerte hacía el centro. Parecía elevarse monstruosa, seductora. Apenas rozaba el suelo. Los niños de colores comenzaron a rodearla, a la muerte, como si su pequeñez los hiciera inmunes, y bailaban con pasitos cortos casi sin desplazarse. Supuse que esto en realidad es así, que ellos están muy lejos de vivir la angustia de perecer. Pero yo no. Meche estaba entre la gente. Era su mundo, el del carnaval, el sin reglas. Lo impulsivo. Una mañana la vi volver y llorar. Fue esa única vez. Nunca supo que la vi llorar. Pensé que en cierto modo era por mí, y algo me gritó que tenía que irme. Se quitó la ropa y se metió en la cama. Entonces me fui. Tan simple. Los niños abrieron la ronda y la muerte se perdió entre las llamas altas. Todo se iluminó por unos segundos. Después el humo. La muerte había desaparecido en el infierno. El compás de los tambores y de los redoblantes estalló de repente, se apuró. Yo inmóvil con mi borrachera apoyada en el paredón. La Rozagante entera inició la marcha hacia la otra esquina. Me dio la espalda. La barriada desplegaba su fiebre como si fuera a sofocarse a todo trapo, a puro ritmo. Latía, se resquebrajaba. Meche acababa de darse por muerta. Quedé solo de verdad. Caminé hacia la casita. Tras el rectángulo erguido en un manchón de luz amarillenta vi a Santoro sentado a la mesa. Tenía el caño en la boca, el dedo en el gatillo... el mismo esfuerzo muscular. Yo estaba a metros, todavía afuera. No me veía, apretaba los párpados con ganas, los dientes, tembloroso… rumiaba el fin... lo terrible, a Meche... Creo que no respirábamos, él y yo. No se dio cuenta de que había entrado hasta que agarré la botella y serví mi vaso. No dije nada. Vi el sudor, las lágrimas que bajaban el cuello crispado. Supe que no sería capaz, que no dejaría sus cosas... Sobreviviría... Propuse ir a la esquina donde la murga. Asintió. En la calle busqué alguna lejanía, como en el sur. Solamente el cielo se alejaba, se encaramaba en la propia noche.
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