Respiró profundamente y la bocanada de aire le supo a vidrio. El autobús era un cráneo de platino, una barra de hielo caliente que se desplazaba con lentitud por las calles del centro. Trató de mirar a través de la ventanilla y lo deslumbró la blancura de un foco que brillaba en la acera de enfrente. Tenía las orejas calientes.
Afuera, el frío helaba el aliento, pero dentro del camión la sangre se le había vuelto viscosa por el calor. Los cuerpos, flácidos, se balanceaban a cada sacudida del autobús, detenidos entre sí tan sólo por su cercanía. Un viejo tocaba la guitarra y cantaba con la voz más triste del mundo. “No pretendo ser tu dueño, no soy nada, yo no tengo vanidad”. La dignidad de los vencidos se ocultaba entre las grietas de su canción.
El hombre de las orejas calientes tuvo un mareo súbito. La canción del viejo lo envolvía como telaraña, adormeciéndolo. Se sentía francamente mal, tenía el cuello rígido y un poco de nauseas. Le asqueaba estar dentro del camión, el olor de los pasajeros y la guitarra del viejo. Así era siempre, cuando se sentía bien podía ser muy tolerante, pero cuando estaba enfermo no soportaba tener a nadie cerca. Era una actitud bastante antipática y lo sabía, pero no podía hacer nada por evitarla. Así era y ya.
Quedó mirando al viejo durante un instante que le pareció larguísimo. Su bigote canoso le caía chorreando sobre la boca, tapándole unos cuantos dientes chuecos y amarillos al cantar. No se podía negar que el viejo era aceptablemente bueno con la guitarra, pero el hombre de las orejas calientes no estaba para boleros.
Finalmente, el viejo calló, volvió los ojos nublados a los pasajeros que lo miraban sin verlo y pidió una limosna. El hombre de las orejas calientes metió una mano al bolsillo de su chamarra y le aventó unas cuantas monedas como quien apedrea a un gato para que se calle. El viejo agradeció a nadie en especial y se bajó del camión mientras el chofer volvía a encender la chunchaca de su radio. El hombre de las orejas calientes sintió otra oleada de mareo y le frunció el ceño a las luces de los autos que se colaban por la ventanilla. A las dos cuadras pidió la parada y salió del autobús, ansioso por respirar aire limpio.
El viento helado cargado de llovizna le azotó la cara al bajar. Con el frío sus orejas se habían puesto coloradas, pero no por eso estaban menos calientes. Se agarró a su chamarra como a un cordón umbilical y abrió el paraguas. Las luces de la calle eran demasiado para sus ojos. Un dolor punzante que partía de su hombro izquierdo le recorrió el cuello hasta llegar a la sien. Se sentía aturdido.
Caminó lentamente entre el protoplasma de gente que pasaba por ahí. Todos se parecían a él, pero ninguno tenía las orejas calientes. Tal vez por eso lo odiaban tanto, aún antes de conocerlo, Hubiera preferido caminar solo. Un nuevo acceso de migraña le partió la cabeza de un golpe. Levantó la vista y a través del resplandor alcanzó a ver el despacho del notario. Disminuyó el paso y entró.
La luz de halógeno del despacho era insoportable pero hacía menos frío que afuera. Dudó un momento antes de apagar la sombrilla, sus orejas debían de parecer dos focos rojos pues le ardían. Tenía sed. Una secretaria bastante atractiva le ofreció asiento entre un grupo de personas distantes que también esperaban ser atendidas.
- Sí señorita, me manda el licenciado a pagar lo de las escrituras – dijo.
La secretaria le pidió su nombre completo y el de su jefe y él se lo dio, luchando contra la sed quemante y unas repentinas ganas de orinar. Un escalofrío recorrió su columna al darse cuenta de que a pesar de la jaqueca no dejaba de observar con gula los senos de la secretaria. Su boca se puso un poco más pastosa.
- Espéreme un momentito, señor – dijo la muchacha – en un segundito le traigo el recibo.
- Está bien – concedió él – mientras tanto, ¿puedo pasar a su baño?
La secretaria lo dudo un segundo y luego señaló una puerta al fondo del pasillo, haciendo una mueca de fastidio.
El hombre de las orejas calientes caminó hacia el baño manteniendo apenas el equilibrio, tan pronto cerró la puerta comenzó a orinar. Su orina era demasiado amarilla y le ardía al salir, estrellándose contra un mar de espuma hirviente. El dolor de cabeza disminuyó apenas su intensidad, pero la sed quemante redobló su ataque al salir del baño. Seguía mareado.
La secretaria lo esperaba en el despacho con una mirada que le pareció hiriente. Sus piernas torneadas se apoyaban en el filo inverosímil de los zapatos de tacón y el hombre de las orejas calientes temió por su vida.
- Tome – le dijo a la muchacha mientras le extendía un fajo de billetes que había mantenido escondido con sumo cuidado durante el viaje en camión. Ella le entregó mecánicamente el recibo y le dedicó unas cuantas palabras que él no pudo rescatar de entre el movimiento de sus atractivos labios.
El hombre de las orejas calientes asintió con la cabeza y salió del despacho abriendo su paraguas por mera costumbre. Cuatro cuadras más adelante se dio cuenta de que ya no estaba lloviendo y lo cerró. El dolor al fin había comenzado a ceder.
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