Con la mirada fija en los adoquines de la calle, Ana removía distraídamente un chocolate que comenzaba a estar ya demasiado frío. La lluvia golpeaba la ventana de la cafetería y las gotas se deslizaban como lágrimas por el cristal, dejando a su paso un sendero de nostalgia por todas aquellas cosas que habían quedado atrás.
Los transeúntes corrían por la acera, hundiendo sus botas en los charcos y sujetando sus paraguas de colores, mientras el viento empujaba las hojas de los árboles que franqueaban, alineados, una calzada prácticamente desierta.
Ana suspiró al tiempo que se llevaba la taza a los labios. Aquel catorce de febrero no sería muy diferente a todos los demás. Lluvioso, frío y cargado de hipocresía. Esa mañana había vendido más tarjetas y peluches en forma de corazón que en un año completo. Todo el mundo recordaba, de pronto, que había alguien a quien quería, alguien sin quien no podría seguir viviendo. Eso era bueno para su negocio. Debería alegrarse por ese repentino despertar del romanticismo que se producía cada año. Y, no obstante, no lograba eludir esa opresión en el pecho, ese vacío que sentía, esa tristeza de quien aspira a lograr algo que tal vez esté fuera de su alcance.
Con mirada triste, acarició la rosa que descansaba sobre la mesa. Un lazo de seda roja la rodeaba y una tarjeta, a su lado, rezaba “Te amo”. Y recordó, entonces, otra tarjeta igual de delicada que permanecía olvidada en el fondo de la estantería de su pequeña tienda, esperando su minuto de gloria. Una tarjeta cuyo mensaje jamás le había llamado la atención a nadie. Sólo a ella. Sólo ella recordaba cada día de San Valentín unas palabras que siempre le habían llegado al alma, por ser las únicas que realmente sentía que le hacían justicia:
"Nada dice “Te amo” como la vegetación muerta, los productos saturados de azúcary una tarjeta fabricada en serie y escrita por alguien más.
¡Feliz San Valentín!"
Observando de nuevo las intrincadas letras de la postal, recorrió el trazo con el dedo. Esa noche cogería esa postal y la guardaría en una caja forrada de papel de regalo con dibujos de estrellas que escondía en el fondo de su armario. La misma caja en la que guardaba todas las demás. Tarjetas de colores que había ido acumulando durante los últimos veinte años. Postales con letras de imprenta y mensajes estándar que, en realidad, no decían nada.
Tras recoger sus cosas y pagar la consumición, abandonó el local. El viento azotaba su rostro según iba avanzando calle arriba y las gotitas de agua adornaban su pelo y se enganchaban en sus pestañas.
¿Cuántas postales como la suya habría?
¿Cuántas personas leerían esas mismas palabras y se sentirían vacías?
El sonido de un claxon la arrancó de golpe de sus cavilaciones.
Todo sucedió demasiado deprisa. Unas luces. Un fuerte golpe. El sonido de cristales rotos y unos gritos de terror que no eran suyos. No le dio tiempo a girarse y ver qué pasaba. A su mente acudió, de pronto, el beso adormilado de un hombre, una postal sobre la mesilla y una rosa acariciando su rostro. Una rosa que cada año aparecía en su almohada el día de San Valentín. Una postal que cada catorce de febrero la esperaba sobre su mesilla. Un beso que cada mañana le daba el mismo hombre con el que había pasado la mayor parte de su vida.
Y supo, de pronto, que no le importaba la falsedad de ese día. No le importaban los estereotipos ni las trivialidades. No le importaba tener una tarjeta repetida. No le importaba porque tenía algo único. Tenía otros trescientos cincuenta y cuatro días al lado de un hombre que la besaba cada mañana, que la abrazaba cada tarde al regresar de trabajar y le hacía el amor cada noche. Un hombre que sólo necesitaba mirarla a los ojos para que ella supiera que la amaba.
No dedicó ni una sola mirada al coche empotrado contra los contenedores, al otro lado de la calle.
Volvía a casa.
Sintió como una leve sonrisa tiraba de la comisura de sus labios. Tal vez ese año valiese la pena celebrar San Valentín. |