Salí de la oficina con unas ganas tremendas de beber una copa, mejor dicho de embriagarme y disfrutar de los placeres de la vida; llamé a Eusebio, mi compañero de farra, le pregunté si las colombianas hoy visitaban el club, y este me respondió que sí, que estaban todas dispuestas para entregar cariño, pregunté también si había una adolecente por ahí dispuesta a dar placer, pero él respondió que no manejaba tanta información al respecto. Nos quedamos de juntar a las nueve de la noche en calle San Martín.
Eran las nueve y quince y aún no llegaba, en ese mismo momento suena mi teléfono móvil y era él, señalándome que le habían cambiado la eucaristía a un pueblo a tres horas de donde vivíamos, que me disculpara, que por hoy no podía ser mi compañero para el desenfreno.
Tras esto decidí partir a casa, un poco molesto, por qué las ganas de caer en los excesos me superaban, llegó un momento de racionalidad en mí, y me dije:
Monseñor Paulsen, mañana será otro día, ahorrará, dinero, y además no tendrá jaqueca para realizar la misa de primera comunión de esos niños que entregarán su fe a su distinguida iglesia.
Pido al señor por la paz en el mundo, cierro los ojos y me duermo.
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