La rosa de Paracelso
De Quincey: Writings, XIII, 345
En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano.
Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier
Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía, El escaso fuego
de la chimenea arrojaba sombras irregulares, Levantarse para encender la
lámpara de hierro era demasiado trabajo, Paracelso, distraído
por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los
polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta, El hombre,
soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de
caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido.
También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el
otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una
palabra.
El maestro fue el primero que habló.
-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta
pompa-, No recuerdo la tuya, ¿Quién eres y qué deseas
de mí?
-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-, Tres días y tres
noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo.
Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran
muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había
dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta
advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo
inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro
y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no
serás nunca mi discípulo,
-El oro no me importa -respondió el otro-, Estas monedas no son
más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me
enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a
la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes
estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que
darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
-Pero, ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen
que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es
imposible que sea un iluso. Sé que "hay" un Camino,
Hubo un silencio, y dijo el otro:
-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos
años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar
siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen
pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino,
-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.
-Ahora mismo -dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza,
por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te
pido, y te daré después mi vida entera.
-Eres muy crédulo -dijo el maestro- No he menester de la credulidad;
exijo la fe.
El otro insistió.
-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la
aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
-Eres crédulo -dijo-. ¿ Dices que soy capaz de destruirla?
-Nadie es incapaz de destruirla -dijo el discípulo.
-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser
devuelto a la nada? ¿ Crees que el primer Adán en el
Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-;
aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad
puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la
Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.
-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta
rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es
verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia
puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El
atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques.
¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso le miró con tristeza.
-El atanor está apagado -repitió-- y están llenos de
polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros
instrumentos.
-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con
humildad.
-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y
el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos
oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la
Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición
de la rosa.
No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta
por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas:
Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y
le dijo:
-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa
de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para
merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos
años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y
después la rosa. No te pediré nada más. Creeré
en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había
dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se
perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un
instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy
un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí
está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán
o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su
puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas
eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor
exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza.
Volveré cuando sea más fuerte y seré tu
discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que
le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y
por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach,
para descubrir con mano sacrílega que detrás de la
máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retornó al
salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le
dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían
que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de
sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado
de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa
resurgió.
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