Hace unas semanas en una de las tertulias del café filosófico al que soy asidua, se habló de la amistad y de la conveniencia de vivirla en cercanía como medio para conservarla y enriquecerla pero, no siempre es necesario esto. Lo verán muy claro en lo que les cuento a continuación.
María y yo fuimos compañeras de bachillerato, nos hicimos muy amigas hasta que tuvimos que separarnos. Las cartas suplían la ausencia, poco más tarde nuestros caminos se bifurcaron y se hizo el silencio, un silencio que duró años.
Treinta años despues, ring... ring...ring... ¿Dígame ? ¿Mariana? Sí, dígame. Soy María, tu amiga María, estoy estos días en España y me gustaría verte... Los besos y abrazos nos unieron para dejar paso a conversaciones que se retomaron en el mismo punto en que se dejaron. Se conocieron nuestras familias y disfrutamos de la cercanía de nuestras hijas.
Dejadme que os cuente como es María: Ella es una mujer con belleza de base, digo de base, porque es tan natural cómo el agua de lluvia, sin apenas adornos ni afeites; muy inteligente y muy, muy estudiosa es capaz de leernos a Shakespeare en su mismísima lengua. Estudia sin descanso pero lo que más resaltaría de ella es la ética y objetividad en sus actos.
Abuela feliz, divertida, amiga fiel...
Lo mejor, me ha enseñado a hacer pan.
Sigo pensando que no es necesaria tanta cercanía, ocurre como en el amor, uno no sabe por que a veces es tan fuerte, casi eterno y otras tan frágil y liviano que puede volar con el soplo de cualquier viento.
Querida amiga, te cambio letras por pan, podemos disfrutar de ambas cosas al mismo tiempo. |