Cuando vi que mi reloj marcaba la medianoche, me di cuenta que nadie me invitaría a la cena familiar.
Curiosamente, me sentí liberado. Es duro para mí, estar con mis parientes que me miran como bicho raro y que critican y desaprueban, todo lo que digo y hago. Y todo, por algo que ocurrió muchos años atrás.
Decidí ir a visitar a algunos amigos y vecinos, como se acostumbra en los pueblos chicos, donde todos nos conocemos y pasadas las doce de la noche, salimos a brindar con ellos, ya sea en Navidad o en Año Nuevo.
Creerán que vengo de cenar con mi familia, como todos los años y nadie se enterará que fui rechazado, todavía no comprendo por qué.
Como casi siempre mi viejo Galaxy se negó a
acompañarme y decidí entonces ir caminando. Son solo diez cuadras hasta la Ruta y después 20 más hasta el pueblo. Pero quizás tuviera un poco de suerte y pasara por la ruta algún conocido que me acerque hasta Derqui.
Venía caminando por la calle de tierra, cuando vi luces en la quinta de mis vecinos. Luces y algarabía. Me extrañó, porque sé que los Noboa están de vacaciones en la República Dominicana, donde tienen parientes. Sólo quedaron en la quinta, los caseros; don Leo y su mujer Maritza.
Era un matrimonio de personas mayores, que profesaban una religión bastante extraña, donde parece que se les prohíbe a sus miembros poseer bienes materiales y debían donar a los desposeídos, un gran porcentaje de sus sueldos.
Decidí pasar a saludarlos. Me iba a levantar el ánimo el tratar un rato con estas personas amables y generosas.
El portón de la quinta estaba abierto de par en par.
Caminando cien metros bajo el emparrado centenario de uvas moscatel se llega a la casa que estaba iluminada totalmente.
Había una gran mesa con un mantel rojo con figuras
navideñas y a su alrededor estaban sentados una docena de personas, desconocidas para mí.
Don Leo corrió a abrazarme, desbordante de sincera alegría. Su mujer también me abrazó. Si me conocen desde chiquillo. Desde que yo venía a la hora de la siesta, cuando ellos dormían, a robarles algunos racimos de esas preciosas uvas, dulcísimas y doradas.
A veces se abría la ventana de arriba y asomaba don Leo que me gritaba:
—¡Las pecosas! ¡Las uvas que tienen pecas son las más dulces, Edy!!
Y era totalmente cierto.
Don Leo me presentó a sus invitados diciéndoles que era el vecino. Me sentí bastante incómodo, de estar bien vestido, en esa mesa de gente limpia pero por lo que se observaba, pobrísima.
Mis amigos me arrastraron a la cocina donde luego de servirme una copa de ponche bien frío, me explicaron que sus invitados eran todos linyeras y vagabundos y que ellos con autorización de la familia Novoa, todos los años, para Navidad, los agasajaban. Jamás eran los mismos del año anterior.
Eran verdaderos vagabundos, que difícilmente
pernoctaran más de una noche en el mismo lugar. Quizás el pueblo de Derqui los atraía con sus leyendas de fantasmas de literatos y solían recorrer el Bosque encantado.
Más de un pequeño incendio habían producido
en el Bosque, donde hacían fuego para calentarse en las noches frías.
Los vecinos recelaban de estas personas, con un temor atávico, que venía desde el tiempo de Tibor Gordon, un manosanta afincado en la zona, cuya familia provenía de la lejana Bohemia y que no había caravana de gitanos que no pasara por Derqui para saludar a su pariente, tocado con
el “don” de la curación.
Fallecido este manosanta, poco a poco fueron
desapareciendo los gitanos de la zona, pero quedó el temor a las leyendas de raptos de niños, maleficios, conjuros y maldiciones que supuestamente los gitanos efectuaban.
Don Leo me explicó que invitaban a la cena de
nochebuena a todos los linyeras que encontraban por ahí, por dos razones: Una era por la religión que él y su mujer profesaban y la otra porque su esposa, Maritza, era gitana
y esperaba siempre encontrar entre esos desamparados a algún familiar, que supiera darle noticias de sus padres.
—¡No sabía, don Leo que su mujer era descendiente de gitanos! –le dije, interesado...
—Yo tenía 18 años. Vivía con mis padres acá cerca, detrás de lo que hoy es el Cementerio. Cierto día una caravana de gitanos acampó cerca de mi casa. Tenían cuatro carretas y las pusieron en círculo entre el robledal. Hicieron una gran
fogata y esa noche bailaron hasta tarde al compás de tres violines. Fue algo hermoso.
La noche siguiente me escapé de casa sin que mis padres lo advirtieran y me fui a observar la fiesta de los gitanos.
Estuve horas ahí, subyugado por la música y por las
trenzas adornadas con monedas de la gitanilla más
preciosa que yo había visto.
Nos miramos a los ojos y ambos supimos que éramos el uno para el otro. Esa misma noche me la llevé a casa.
Permaneció escondida en mi habitación más de una
semana, hasta que las carretas partieron...
Desde entonces hemos estado juntos y ya hace de esto más de 50 años...
Nunca supimos nada de esa familia y sé que mientras más pasa el tiempo, Maritza se pone más melancólica. Por eso, desde hace algunos años reunimos a estos vagabundos y aunque sea por una noche tratamos de darles un poco de
felicidad familiar. Pero muy pocos gitanos hay entre ellos.
—¡Vení, Edy, y conocélos que hay algunos personajes muy interesantes!
No me hice de rogar...
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