CAPÍTULO VII. ESCUELA Y MENTORES
El salón de baile
Un médico tiene que vincularse con los maestros. Ellos se convierten en luces para la población marginada. Batallan por la falta de recursos. Primero instruyen a los niños indígenas en el español para después enseñarles a leer y escribir. Luchan contra la desnutrición, la pobreza, y la necedad de algunos padres. Conocí a un maestro que era víctima del alcoholismo, en la mañana enseñaba y en la tarde ingería hasta perderse. Conocí a Santos, que tenía deseos de que en el pueblo existiese secundaria. Cuando me dio la noticia de que habían aprobado la propuesta, se lo aplaudí, así, cuando me invitó a dar clases de biología, lo acepté. Revisé a todos los niños de la primaria, impartí pláticas a diferentes grupos y conviví con ellos.
Por ese entonces me regalaron un puerco grande, pero flaco, así que me dediqué a engordarlo, para obsequiarlo al comité pro construcción de la escuela. Para tal cosa, organizamos un baile. Las veces que había asistido, sólo ponían bancas pegadas a la pared donde las muchachas se sentaban. Los varones de pie, haciendo bola y tomando cerveza. Esperaban que el conjunto tocase para sacar a bailar a su dama de preferencia. Cuando el puerco engordó, el día del baile, adornamos la pista con palmeras y hojas de plátano, se consiguieron mesas y manteles. Hubo refresco, cerveza y carnitas. El salón lució como nunca. Los muchachos de la escuela la hicieron de meseros y la fiesta terminó después de la media noche dejando ganancias al comité.
Llegó y se fue
Un maestro nuevo. ¡Por fin llegó! El más contento era el director, que atendía a tres grupos. Los padres de familia habían levantado otra aula, para que el docente recién llegado auxiliase. El maestro venía de la ciudad y fue recibido por su colega, que le mostró dónde viviría.
—Has llegado oportunamente. En la noche hay baile y habrá muchachas que te querrán conocer.
— ¿Tú crees?
— Claro que sí. Además son lindas, por estos lugares hubo sangre francesa. Vamos a comer, doña Engracia guisa como los ángeles.
Llegaron a la casa, lucía limpia, y había sobre la mesa un mantel de color blanco, y un florero con una rosa recién cortada.
— Bienvenido maestro, verá que le gustará nuestro pueblo. Dicen que quien prueba agua de San Ignacio ya no se regresa —dijo doña Engracia.
— Y qué me dice de los frijolitos, las enchiladas y el atole de capulín —terció el director.
— Todo lo que comerá, maestro, lo cosechamos aquí, incluido nuestro chiltepín que nace y avienta su chile sólo si le gusta el lugar. Si no, sólo da puras hojas.
Al maestro se le iba la voz en dar las gracias a doña Engracia, pues estaba sorprendido del recibimiento, y deseoso de empezar a comer, ya que el tiempo de las tortas y los tacos de vísceras para llenar la panza, parecían haber quedado atrás.
Los frijolitos de la olla con epazote* y queso estaban deliciosos, el chiltepín* con manteca, ajo, y cacahuate estaba picoso, pero muy sabroso. Esas tortillas blancas que se inflaban sobre el comal y que iban directo a su boca, ni en sueños. En la ciudad eran tortillas que salían de la máquina. El plato fuerte, era un mole de olla con verduras y arroz blanco con zanahorias.
— ¿Qué te pareció la comida?
— Estoy que reviento.
— Vamos a descansar un poco, para prepararnos para la nochecita y mover cadera. El baile lo organizó la sociedad de padres de familia.
Rumbo a casa, encontró perros, gallinas, y puercos de todos tamaños que trompeaban lo que encontraban a su paso. Casuchas de lámina, otras de palma, y el griterío de los niños. La noche había caído, y el baile había empezado. Los acordes de una cumbia de moda se escuchaban, mientras ellos apenas salían. En el camino, casi por llegar empezó a sentir breves y fugaces dolores abdominales.
— ¿Dónde puedo ir al baño? Me están dando ganas de ir a hacer del dos.
— Maestro prevenido, siempre vale por dos — el director sacó un rollo de papel higiénico.
— ¿Pero dónde?
— Allí tras lomita, antes de llegar al sitio del baile, te alejas y por allí te acomodas.
— ¡Cómo! ¿No hay baño?
— No estamos en la ciudad. Busca un lugar y a ras de suelo, de aguilita como decimos por aquí. Te presto la lámpara, para que veas dónde.
El maestro se guardó el papel en la bolsa de la camisa, tomó camino alejándose de la pista de baile. Encontró, con ayuda de la luz, un buen lugar para hacer su necesidad. Con los pantalones abajo y en cuclillas, se dio a la tarea; no lejos se oía el son de la música, gruñidos de puercos y en lejanía ladridos y rebuznos. Recordaba, antes de separarse del director que éste le había dicho que tuviese cuidado con los verracos. Y él dedujo que los evitara, para no ser manchado de lodo viejo y apestoso. Vació sus intestinos abundantemente. Sin embargo persistían dolorcillos que indicaban que aún faltaba. Fue en ese momento, cuando escuchó que detrás de él, gruñía un puerco. Por la respiración y el sonido , pensó que se trataba de un animal enorme. Así que trató de alejarlo, “usha usha, lárgate”; pero el animal no hizo caso, ya lo tenía bajo sus nalgas. Comprendió entonces la recomendación del director y, recordó que en algunas comunidades los dejan en libertad para que se alimenten de heces humanas, una manera de mantener un saneamiento rudimentario. La trompa del animal estaba muy cerca de sus huevos y, él buscaba afanosamente el papel, para asearse, cuando explotó en el cielo un cuete, pero lo oyó tan cerca que su cuerpo brincó. El animal fue presa del miedo y salió en estampida, de tal manera que el hocico y la testa del animal quedaron atrapados entre las piernas del maestro y el pantalón. Él sobre el lomo, sujetándose por instinto. El enorme animal llegó hasta la pista de baile jineteado por el mentor, que enseñaba el culo a las agraciadas damas que deseaban conocerle.
Muy en la mañana el profesor tomó camino con su maletín bajo el brazo, con el paso rápido y la testa hundida.
Una pareja de maestros
¡Por fin se terminó el corral! Unos días más y vendría la inauguración. Los ganaderos pondrían las vaquillas para ser montadas. Los mejores vaqueros se habían inscrito y, la promesa de una tarde divertida se había instalado entre la gente. La noticia corría: uno de los maestros tomaría parte del festejo, ya que pretendía una compañera de oficio y lo convencieron para que le brindara su participación.
La placita se fue llenando y a eso de las cinco de la tarde, todos los lugares se habían ocupado. Los novillos grandes los apartaron a los vaqueros experimentados. El jinete que iniciaba, se quitaba el sombrero, se dirigía a un personaje y le dedicaba su actuación; si era capaz de sostenerse, el distinguido otorgaba un presente, ya en especie o en dinero. Pero los jinetes más tardaban en montarse que en caerse, divirtiéndose el respetable con los porrazos que el vaquero en cuestión se propinaba. Poco a poco fue transcurriendo la fiesta, pero en el ánimo de todos flotaba la participación del mentor. Del voceador se escuchó su nombre y la gente aplaudió. Él, que estaba bien acompañado, tomó su sombrero con la mano derecha, se inclinó, casi tocándola con su frente, musitó algo que solamente ellos comprendieron y, fue al cubículo. Vimos cómo montó sobre el becerro y se asió. Lo soltaron al centro del ruedo. El becerro arrancó dando coces y él con su mano derecha se sujetaba al cinturón. En instantes, el animal le despidió como quien se quita una hoja y, el mentor rodó a los pies de la maestra. Ella de inmediato se levantó para auxiliarle y una voz en el estrado gritó: ¡ya es tuya, ya es tuya! Un aplauso se impuso cuando el pañuelo de ella quitaba el polvo de su cara.
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