El vidrio era como un viaje de su piel a todos los rincones. Mientras los rayos se escurrían en una fogata callejera de carencias, algunos recolectores interpretaban la basura como arte en sus camiones; un ebrio yacía tendido de alcohol ante ninguna circunstancia, a la vez que la sordidez de una sirena eludía peatones con su prisa. Y los techos se sucedían en la infinitud de las imágenes junto a otros coches deslizando la avenida; en las calles, escolares rutinarios se perdían bajo una ciudad durmiente y temerosa, rehusando a levantarse. A lo lejos, los sueños extirpados de un vago indagaban desperdicios, junto a la gente deambulando a sus trabajos; algún islote de agua brillaba en el asfalto como un oasis de pan diluido junto al viento. En la esquina, los semáforos titilaban intermitentes, rondando la memoria de alguna prostituta, merodeando un callejón de frío eterno; detrás, la niebla huía en una emboscada del infierno, mientras se eternizaba en los bostezos de la gente. Los negocios desafiaban la gravedad de sus verduras, ante una fila informe que caía a la par del canillita, acarreando su papel impreso; al fondo, el bajo tallaba lo añejo en los cordones, descendiendo en una calle de adoquines hacia el puerto. Otra cuadra más cubierta de neón persiguiendo sus recuerdos, junto al colorido de los escaparates expandidos e ilusorios. Luego el río rasgando las fronteras de los botes, como un pequeño oleaje de pájaros sin vuelo; las paredes ajadas bajo panfletos multiformes flotando con la espera. Después el muelle solitario como un espectro enmohecido de los días, y el agua escalando la levedad de sus rodillas.
Ana Cecilia.
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