Ya había caído el gordo Egaña, arremetido por los hermanos Correa, incluso por el más pequeño quien a sus jóvenes trece años ya se había agarrado a combos con los franceses del estero y con alguno que otro mapuche que rodeaban el pequeño pueblo por las noches bajo los efectos del aguardiente, y es que esos indios se ponían muy bravos cuando andaban en esos trotes del diablo. El asunto es que las pacíficas tierras de Ñique se habían transformado en puro escándalo desde que don Maximiliano Egaña había arribado, con sus disparos nocturnos a los caballos vecinos producto del buen vino y sobretodo por los golpes que le aforraba a su esposa, los cuales eran juzgados por todos, pero como buen secreto a voces todos los comentaban pero nadie hacía nada. Sin embargo, la gota que rebalsó el vaso fue justamente esa mañana. Temprano a lo lejos una bandada de choroyes emprendía vuelo en el momento en que se escuchó el fuerte disparo en conjunto con el grito de horror de la delicada Amparo, mujer ilustre en sus días de juventud, mujer vulnerada ahora en su vejez. A lo lejos los árboles suspiraban, porque las gotas que caían por sus hojas les contaban los secretos de los elevados terrenos celestiales. Los armiños se tornaban de todos los colores otoñales e invernales, mientras los huillines castañeaban sus dientes y los quiques se erguían elegantemente.
Fue el más grande de los Correa, Daniel, el que primero oyó el estruendo acelerado que rasgó el cielo. El que le sigue en edad, Miguel, fue el primero que divisó a la desaliñada mujer corriendo desde la puerta de su elegante casa azul de dos pisos y también fue el primero que le prestó asilo dentro de su humilde casa, construida en antaño por sus ancestros indígenas. Y fue Lidio, el más pequeño, el primero que acudió a enfrentar al obeso ebrio. Y era tanta su indignación que ni siquiera tomó un arma para enfrentar al gran milodón y era tanta su fuerza que apenas se acercó logró tomar con sus propias manos la escopeta que apuntaba su cara y zafarla de las garras del enemigo y así poder chantarle el primer combo. En ese instante, Daniel y Miguel ya estaban socorriendo a su hermano, puesto que don Maximiliano no andaba solo, sino que estaba jugando sus típicas partidas de póker con sus amigos borrachines, los cuales fueron neutralizados por el resto de los Correa.
Sin embargo, había algo extraño en toda esta situación. En el aire se podía sentir un hedor pestilente que inundaba las narices y perforaba los pulmones. Algo sin forma definida se arrastraba por el piso de la gran casa azul de dos pisos. Los hermanos Correa lo sintieron bajo sus pies y de repente surgió. Eran como brazos muy alargados, como tentáculos, como grandes pilares de gelatina, pero sin dedos, y se estremecían con el viento y palpitaban y parecían tener su propia voz, pero no decían nada y eran alrededor de veinte. Los hermanos, armados solo con una pala y un hacha intentaron hacerle frente. No obstante, se dieron cuenta que ellos no eran su objetivo, sino que en el techo de la casa había dos bribones más que les apuntaban con sus carabinas directo a las cabezas. Los extraños seres alargados, se estiraron y envolvieron a los pillos, azotándolos fuertemente contra el piso, dejándolos inutilizados. Ipso facto, desaparecieron y todos los que contemplaron dicha escena no logran explicarse lo sucedido. Empero, Egaña y sus secuaces están tras las rejas y la señora Amparo ahora vive donde los Correa. Dicen que se ha enamorado del padre de estos y que pronto serán una familia. Mientras tanto, el extraño ser, o seres, sigue deambulando por nuestro planeta, conversando con las personas en sus sueños para cuestionar sus creencias y comunicándose con la naturaleza en su infrecuente y abstracto lenguaje, mejor comprendido por los insectos.