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Inicio / Cuenteros Locales / grisangel2 / El ángel de Isabel 8: Intervención angelical

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El Angel de Isabel

Intervención angelical
VIII

Sorprendidos de encontrarse con alguien en ese inmenso páramo, uno de los guardias angélicos le pidió que se identificara, mientras el otro le apuntaba a la garganta una lanza. Axel levantó los brazos y susurró:
–Estoy desarmado… –lo mejor era fingir ignorancia y ver si podía pasar sin reñir, puesto que de otro modo alertarían a su jefe–. Eh, ¿dónde estoy?
–En el primer cielo, Shamayim –dijo el de la lanza, mirando preocupado a su compañero.
–Oh, sí. Creo que estoy perdido. Debía llegar a la Puerta para darle un mensaje a Gabriel.
Axel miró alrededor. El yermo gris se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y el horizonte se fundía en una neblina que terminaba en el cielo estrellado.
–Pero no hay pasajes legítimos hasta aquí desde el segundo Cielo –replicó el otro guardia, desconfiado–. Los únicos que habitamos somos nosotros, y los demonios que se atreven a incursionar a pesar de la tregua…
Axel lo vio venir. Antes de que pudiera tocarlo, ya había sacado la espada y saltó para evitar el lanzazo. El efecto fue inesperado, porque la gravedad en esa parte era muy débil, y su cuerpo se elevó como una pluma llevada por la brisa. Perdió el balance y giró sin control hasta lograr estabilizarse, pero entretanto los guardias ya le habían dado alcance; acostumbrados a esa atmósfera podían desplazarse con total suavidad.
Zas. La punta de diamante cortó un pedazo de su camisa.
–¿Quién eres? –gritó el ángel, cruzándose con su compañero para atrapar a Axel entre sus lanzas.
Axel pataleó como un nadador y se alejó del peligro. Creyeron que huía e iban tras él, cuando de pronto se dio vuelta, plantando un pie en el polvo, y el más rápido de los guardias se encontró cara a cara con la punta de su espada. Axel le asestó un golpe sin dudar, cortándole brazo y manga, pero al chocar contra la armadura la hoja lanzó chispas. Dándose cuenta de que estaba en desventaja porque no estaba preparado para la guerra como ellos, tomó impulso y voló a toda velocidad hacia donde creía estaban los pilares del Edén.
Pasó por encima de un enorme cráter, cuyo fondo era invisible en la penumbra. El ángel que lo perseguía, ahora con empeño por vengar a su compañero herido, se desconcertó porque Axel lo estaba esperando en el borde, del otro lado. Pensaría lanzarse al fondo, se le ocurrió, y se rió de su torpeza. No. En cuanto se acercó bastante, Axel saltó hacia él al tiempo que le lanzaba un puñetazo. Atontado, el guardia cayó a plomo en el cráter.
Esperaba que fuera muy profundo. Sin aliento, y debilitado por los sucesos de los últimos días, Axel siguió adelante y divisó, a lo lejos, una línea oscura en el horizonte. ¿Sería eso lo que buscaba, la frontera?
Percibió que el otro ángel le estaba dando alcance, y venía furioso a devolverle el golpe. Tenía que enfrentarlo o no iba a llegar. Pero no quería hacerle mucho daño. No se dio cuenta, pero el guardia lo había adelantado y girando en el aire, venía hacia él, una luz cegadora brillando en la punta de su lanza. “Es la luz de luna que refleja el diamante”. No pudo esquivarlo, y por un instante sintió el fuego del sol quemando su carne. El corte era tan fino que por un momento creyó que estaba intacto, luego vio que su camisa se abría en dos, y su piel blanca se rajaba echando un fluido luminoso, que salió flotando en el aire liviano. Dios, ayúdanos, escuchó retumbar en su mente. Miró al ángel… De él no provenían esas palabras. Arrastrado hacia delante, Axel dejó al guardia estupefacto, y corrió hacia el final de la tierra. Adelante se abría el vasto cielo negro. Saltó.
Mareado, las estrellas y planetas parecían girar en torno a su cabeza, pero lo que se agrandaba cada segundo de forma imponente era un globo azul luminoso, la Tierra, hasta que creyó que se iba a estrellar.
–Ah… –el padre Julio María exhaló al tiempo que la fuerza bruta que lo tenía atrapado se aflojaba, y cayó de rodillas, tembloroso, entre los escombros–. ¿Qué… pasó?
Presintiendo un torrente que se acercaba y pensando que era el fin, Isabel había cerrado los ojos, hasta que no pudo evitar abrirlos y vio que la sombra que se había desplomado en la habitación, haciendo retroceder al demonio, era el ángel que la dejó abandonada en la iglesia.
La criatura lo midió, por precaución dejó ir a la humana, y al fin creyó de su dignidad preguntarle qué quería, en una lengua que Isabel percibía como una jerigonza sibilante.
Axel observó la escena: un muro de la casa derruido, variados destrozos y un árbol crecido en medio del cuarto, el cura echado contra una estantería inclinada, y al final, se dirigió a la pequeña bestia con cuernos y pezuñas, de rostro afilado y dientes amarillos, que se entretenía masticando las roscas de anís del cura, sentado sobre la mesa.
–¿Qué demonio eres tú?
–Argh… –gruñó la otra criatura, ofendida, y Axel recién notó al demonio deforme junto a la joven, al que primero había tomado por un pedazo del árbol caído. Ahora sintió su olor sulfuroso y arrugó la nariz, mientras el demonio se presentaba con voz gangosa–. Soy Betel, y eso es lo que pregunté yo primero.
Axel lo miró por encima del hombro.
–Oh… ¿Y este quién es?
–El fauno es mi mascota.
Aprovechando la calma repentina, el silencio, ya que no podía verlos, el padre Julio se acercó a Isabel, quien permanecía de pie sin mover un músculo, observando de reojo al demonio y al ángel. No sabía qué decían, pero temía que el tema de la conversación fuera ella. El cura tomó su mano y la sacó de la casa con sigilo. Pasaron entre algunos vecinos que se habían acercado a curiosear al sentir el derrumbe.
–No quiero pelear –replicó Betel cuando Axel alzó la mano derecha para sacar su filo oculto–. Sólo teníamos interés porque esta joven puede vernos… ¿Tú eres su ángel guardián, entonces, ella es un alma elegida?
–No soy ángel guardián, ignorante –repuso Axel.
A los ángeles no les gustaba conversar con demonios y adoptaban un tono pedante que sólo podía hacer enojar o burlarse a estas criaturas. Por suerte, Betel no estaba realmente interesado en un combate ya que no era muy fuerte, y cuando vio bien la espada negra, se disolvió en una ola de barro que inundó la habitación. El fauno chilló y saltó en medio del líquido viscoso antes de que lo dejaran, y desaparecieron.
Bueno, era mejor no pelear porque si emitía mucha energía lo iban a hallar enseguida –pensó Axel―. Ya debían estar sobre su rastro. Tenía que apurarse y seguir a la humana, que había huido con el cura. Había sido atraído por sus ruegos, así que debía tener verdadero poder espiritual, no era un “muñeco de sotana” como diría Ridhwan.

El padre escuchaba el relato de lo que había sido incapaz de ver, como un niño embelesado por un cuento de hadas, pero ella se sentía molesta y harta. Quería paz, quería descansar.
–¿A quien vamos a ver? –preguntó al terminar la narración, intrigada.
Se habían tomado un taxi y el cura tuvo que escarbar hasta su última moneda de la billetera para pagar. La casa quedaba en un barrio alejado del tráfico y el ajetreo del centro, donde las veredas no tenían baldosas y había canaletas para que corriera el agua de lluvia. Para tocar timbre tuvieron que atravesar en la oscuridad impenetrable de la noche un jardín largo y angosto lleno de maleza y yuyos. Una bombita amarilla brillaba detrás del cancel, guiándolos.
–Camila Paz –susurró Julio María con reverencia, y dio unos golpecitos en la madera.
Isabel sintió que los observaban un buen rato por el ojo de la puerta, pero la anfitriona abrió bastante rápido para la zona difícil en la que vivía, a pesar de la hora y que ellos tuvieran un aspecto deplorable. Cuando pasaron, tras un saludo cordial con el padre Julio, la mujer se quedó junto a la puerta abierta y exclamó, hacia la noche: –¡Oh, tuve todo el día el presentimiento de que algo extraordinario estaba por llegar! No sabía qué era –continuó, volviéndose hacia el cura, e Isabel pudo estudiarla bajo la luz del recibidor– pero si está aquí, padre, debe ser que tiene una respuesta para mí.
Camila era una mujer madura, de mirada tranquila, ojos descoloridos. Vestía con severidad, toda cubierta, llevaba el pelo en una cola en la nuca y un cerquillo despeinado como si nunca usara el espejo. Isabel creyó primero que era la residencia de una religiosa adonde el cura la había conducido, pero pronto comprendió que Camila no era monja, aunque no entendía la mitad de su charla con alusiones místicas, ni las miradas significativas que le lanzaba. Después, cuando le sirvió café, se dio cuenta de que le llamaba la atención su mano herida.
En cuanto Camila salió del comedor, donde había escuchado la historia sin expresar incredulidad, Julio le contó en unas pocas frases quién era su anfitriona esa noche:
–Hasta hace un año, era atea, y una escéptica convencida. Yo la conocía porque bauticé a sus sobrinos. Entonces tuvo una experiencia reveladora y su fe ha pasado desde entonces una prueba de fuego…
–Así es –interrumpió Camila desde la puerta, levantándose las mangas para mostrarle sus muñecas. Sendas cicatrices del tamaño de monedas marcaban la carne de sus antebrazos, y al mirarla a los ojos, Isabel entrevió unas marcas rojas surcando toda su frente–. Para mí fue una conmoción, mi mundo se puso de cabeza… pero al final encontré la tranquilidad que necesitaba gracias a la guía del padre –dijo con cariño– y de otros que me mostraron la senda.
–¿Te… también te lo hicieron los ángeles? –tartamudeó Isabel, poco convencida por su tono melodramático al referirse a sus estigmas.
–¿Qué dices, querida? –replicó Camila, riendo–. ¡Qué idea!
Antes de que su risa muriera, ambas sintieron un escalofrío y una presencia en la habitación.
–Santísima… –la mujer se llevó una mano a la boca, y se puso a temblar, aturdida ante la sublime aparición, en su propia casa.
–¿También puedes verme? –inquirió Axel al mismo tiempo que Isabel.
No era una farsa, la mujer también tenía experiencias raras como ella. Pero el cura las seguía inquieto, alarmado, tratando de enterarse de lo que pasaba. Por eso Isabel le pidió al ángel que se dejara ver. Le explicó que el cura la había ayudado en esos días, mientras él no estaba y creía que no iba a volver.
Axel no estaba muy convencido. Estaba apurado, quería contarle todo lo sucedido, el engaño de Muriel, el peligro que corrían… Pero luego recapacitó y tomó paciencia, haciendo caso a su ruego:
–Teniendo en cuenta que ya está metido en este asunto –replicó, y por complacerlos quebró el primer voto que hacían al partir hacia el mundo humano.
El sacerdote cayó de rodillas, extasiado ante la visión. Camila sonreía como una tonta, y hasta Isabel se dejó llevar un poco por su entusiasmo. En realidad era algo único. Rodeado de un aura brillante, parecía que aquel hombre tenía alas de seda.
–¿Qué le pasa, Julio, se siente bien? –preguntó Isabel. Parecía enfermo–. ¡Padre!
–Es la emoción, mi corazón se resiente.
La verdad es que luego de mirarlo bien no era lo que él se había imaginado un mensajero divino. Y después de escuchar su relato del juicio, empezó a dudar de él aunque fuera un sacrilegio; mas cuando les contó su plan, casi se desmaya.
–¡Al otro mundo! –repitió Isabel, atontada, y agregó indignada–. ¿Por qué tengo que ir? ¿Qué quieres hacer conmigo? ¿Quieres matarme?
–No es lo que imaginas –replicó Axel–. Sólo es la entrada al mundo de los muertos, el más allá o como prefieras decirle. Ridhwan lo sugirió, y si quieres estar a salvo debes venir conmigo, de otro modo no puedo evitar que te supriman. No quiero que mueras, eres la única testigo que tengo.
A pesar de que no tenía idea de que ayuda obtendrían del tal Malik que Axel quería ver en el inframundo, antes de terminar la madrugada Isabel se encontró parada en medio del puerto, esperando. No se veía a nadie, sólo las sombras gigantescas de las grúas y filas de contenedores que le tapaban la visión de los edificios de la ciudad. Las ondas del agua brillaban aceitosas por el combustible de las máquinas. Isabel contempló su reflejo moviéndose y se asustó; ese chapoteo constante contra el muro no le anunciaba nada bueno. No tuvo tiempo ni de gritar. Axel la empujó y ella cayó con un sonoro splash, a la sombra del casco de un sucio pesquero. El ángel la siguió, hundiéndose como una flecha plateada en las aguas negras de la rada.

--fin de la primer parte--

Texto agregado el 03-02-2012, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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