Giraban las aves en el cielo preparando su partida para dejar la ciudad. La calle, solitaria, daba un aire de desconfianza a cualquiera que pasara por allí.
Se escuchaba el aire gemir entre los árboles que, ondeando sus ramas, esperan desde hace tiempo, la hora en que la muerte vendría a concluir viejos asuntos.
Casi todas las casas de aquella vecindad se encontraban vacías. Entre las sombras de la madrugada, se veían nacer los faros amarillos que, sigilosamente, vagaban sobre los techos.
Solo una pequeña luz al fondo de la callejuela permanecía encendida a tan altas horas de la noche. Siempre estaba ahí, compungido, miserable, esperando el regreso de quien alguna vez había ido a buscarle y rechazó.
-¡Vuelve a mí una vez más!- Gemía entre súplicas el desdichado, esperando que aquella persona le escuchara y acabara con esa soledad que tanto lo agobiaba.
Sentado en un sillón, veía a través de la ventana la sombra de los gatos que salían de su escondite acechando a los seres extraordinarios que rondaban por ahí. Misteriosos, se acercaban los malditos a la casa, con ese ronroneo perturbador que cada madrugada lo poseía de una desesperación esquizofrénica, que aceleraba su respiración y hacia enterrar sus uñas en el sillón erizando su piel.
Sentados en la orilla de la ventana, miraban los traidores a un vacío a sus espaldas. Un maullido arrasó con el silencio mientras veía la mirada de los verdugos moverse hasta donde estaba él.
-Por fin estás aquí- Dijo desesperado con una sonrisa desquiciada. Con sus uñas ahora desprendidas de sus manos y ensangrentando los brazos del sillón.
-No te fallaré como la última vez- levantó el mentón descubriendo su cuello y terminó- Atraviésame con tu guadaña y llévame contigo para ya no estar solo.
Y sintiendo cruzar el filo por su garganta inclinó la cabeza hacia adelante, y el resto de la noche se escucharon los maullidos de los gatos que se encontraban alrededor de la casa, velando al alma que estaba en deuda desde hacía ya varios años, con quien había venido a cobrar hasta el último suspiro que ese día solitario se había escuchado.
C. R. Monge.
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