La mujer, pasa todos los días con un par de bolsas frente a mi puerta, las que contienen un cruento misterio para mí. Imagino que allí lleva los pedazos de su marido, destrozado a punta de sierra, masacrado tras largos años de cautiverio voluntario, en que dos seres se encarcelan para hacerse trizas, gritarse, desapasionarse y desamarse, que es casi la secuencia lógica de los que contraen matrimonio, no esperando nada del otro, ni siquiera de sí mismo.
El marido de la mujer aquella, no se ha visto hace semanas. Sé, por otros, que padece de una enfermedad a sus piernas que le impide desplazarse y que lo mantiene encadenado a su lecho. Este tipo es un ser horrendo, sucio, deslenguado y que además padece del mal de Diógenes. De hecho, su vivienda es un basural consensuado, ya que la mujer aquella nada ha hecho por controlarle dicha perfidia.
En vista de todo eso, casi justificaría el sangriento ajusticiamiento, hipotéticamente cometido por la fémina aquella, angustiada por las circunstancias, esclava de un ser abominable, tirano aún en su calabozo. Ella, aún no desfigurada por el paso de las décadas, mantiene su cabello negro, el que contrasta con su tez clarísima. Sus facciones son finas y distinguidas y uno no atina a imaginar qué sortilegio fue el que empleó el individuo aquel para conquistarla.
Hoy ha pasado una vez más con sus consabidas bolsas, esquivando mi mirada,. Calculo mentalmente desde cuando ha realizado dichos viajes y pienso que ya le deben faltar una o dos veces más. Me siento un poco cómplice de tal atrocidad, hasta el más fiero animal no se merece un castigo tan atroz.
Ha ocurrido algo que me desacomodó bastante. Acaso en su euforia ante el término de su ocultamiento, es muy posible que se haya despreocupado, puesto que una de las bolsas ha dejado un reguero finísimo, que a todas luces es sangre. No me he atrevido a recoger una muestra, consintiendo con ella de que ninguna mujer se merece vivir en un basural. Jamás la denunciaría, ya que adivino su calvario tras esos ojos tristes.
Tras el ocaso de ayer, la mujer se asomó a la puerta. Sus manos ya no se agarrotaban alrededor de un par de bolsas, sino que lucía alegre y despreocupada. Me contenté por ella. Quizás mañana, o pasado mañana, aparezcan los obreros municipales para retirar las toneladas de basura acumuladas por su finado esposo. Sentí una bella melodía dentro de mi pecho, dicen que eso ocurre cuando el espíritu de uno está radiante.
Ya nada más puede importarme, sino esa sensación pletórica que me envuelve por saber que se ha hecho justicia.
Nada, nada puede importarme. Ni siquiera la imagen de esa mujer muy del brazo de su esposo, éste, apenas desplazándose con un bastón por ese pasaje testigo de hechos sublimes y a menudo, muy atroces…
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