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La noche en la que velamos a mi viejo llovió torrencialmente. Lo velamos en mi casa, como se hacia antes. A las siete de la tarde, la morgue me entregó el cuerpo. Un tío, por el cual nunca sentí otra cosa más que animosidad, pasó por mí. Colocamos el cadáver en el asiento trasero. Lo cubrí con unas frazadas. Era junio, y a pesar de saber que el viejo ya no sentía frío, lo abrigué porque creí que merecía, en sus nacientes aires de muerto, tales cuidados de mi parte.

El trayecto a mi casa era relativamente corto; la incesante lluvia y un accidente a la salida del túnel nos demoraron. Por fortuna, viajamos en silencio. Mi tío, que solía manejar borracho y, al caso, lo estaba, no profirió palabra alguna. Años atrás, había mantenido un altercado con mi viejo, un altercado violento donde llegaron a empuñar cuchillos y por el cual intervino la policía. Ambos estuvieron unos días detenidos en la comisaría. Los liberaron cuando renunciaron a presentar cargos. La causante de la disputa fue un diamante. Contaré, solo por arriba, cómo fue que la gema llegó a mi familia.

El abuelo de mi viejo, nativo de Portugal, y que había llegado al país desde Italia como polizón, había visto, mientras la nave arrumbaba por el Atlántico, a un burgués que ostentaba un diamante entre sus camaradas, al tiempo que jugaba póker y bebía brandy. Había atestiguado actos semejantes, tal vez más vulgares. Los aristócratas suelen inclinarse ante lo que se juzga impertinente. Durante días concibió el robo. Proyectó variantes, diversas aristas de un delito audaz y exquisito. La lógica de las consecuencias era, a priori, simple: si era descubierto, lo arrestarían; seguramente, sería después encarcelado o, a lo sumo, deportado. En sus planes no estaban ni el uno ni el otro: las patéticas cárceles argentas le eran desconocidas y en Europa tenía pedido de captura. Fue, sin embargo, una ratería sencilla de llevar a cabo. Se ganó la confianza del burgués limpiando sus botas. Fue obsecuente en cuanto tuvo a su alcance, sabiendo que se trataba solo de una dramatización imperiosa. Luego, consiguió entrar a la alcoba donde dormía. Observó dónde atesoraba el diamante. La noche que llegaron al puerto de Buenos Aires, unos minutos antes de desembarcar, el burgués le ordenó retirar las maletas de la alcoba. El viejo, como siempre, accedió a su requerimiento. Sabía, a propósito, dónde escondía las llaves de la caja fuerte. El burgués, que era descendiente de embajadores y con todo lo preparado que estaba para asuntos de índole diplomático, resultó ser un tipo incauto, bastante ingenuo. Por lo tanto, al viejo nada le costó hacerse con el diamante y esfumarse entre la muchedumbre de las clases bajas. Desde entonces, cada generación de mi familia tuvo en sus manos una gema, de apariencia oscura y de importante tamaño, valuada en una inconmensurable suma de dinero, suficiente como para prescindir del trabajo para llevar una vida más o menos suntuosa. Cierto día, como era de esperar, la gema llegó a mi viejo. Esta es la razón por la que escribo.

Llegamos a casa un poco antes de las ocho menos cuarto de la noche. Mi tío estacionó el coche en la vereda. Vi que en la puerta me esperaba mi amigo, el zurdo, abrigado con un buzo con capucha. Bajé del coche y se acercó. Me dio su pésame, acompañado por un abrazo sentido y fraterno. Luego, me ayudó a trasladar el cuerpo de mi viejo hasta el interior de mi casa. Lo dejamos en su cama y aguardamos unos minutos. Mateamos un rato, hablamos cosas insustanciales.

Al rato, a eso de las nueve, escuchamos el timbre. Caminé hasta la puerta. Espié por la ventana y vi que eran los tipos de la funeraria. Eran dos, vestidos de elegante smoking negro. Abrí la puerta. Me hicieron firmar unos papeles y luego se encomendaron a la tarea de ingresar el ataúd. Todo ocurrió en silencio. Les di una serie de instrucciones. Corrimos, entre todos, la mesa y colocamos el ataúd en la cocina. Allí celebraríamos el funeral. En un momento, uno de los tipos salió a la calle y regresó con una cruz. Nada de cruces – ordené – mi viejo no creía en otra cosa más que en él mismo y en sus cigarros. Dicho esto, me dirigí a la habitación donde estaba su cuerpo. El zurdo lo tomó de los pies y yo por debajo de sus brazos. Mi tío nos dio una mano. Colocamos el cuerpo en el ataúd.

Pasadas las diez de la noche cayeron algunos compañeros de la fábrica donde mi viejo trabajó como soldador. Dicen que era bueno en lo suyo. Trajeron una corona de flores y una botella de ginebra, que dejaron dentro del ataúd. Es para su viaje – dijo uno de ellos – Poco después, vino mi abuela, la madre de mi viejo. Fue un instante doliente. Se acomodó a un lado de mi viejo y no se movió de allí en toda la noche. Con sus manos ancestrales, acondicionaba el ropaje de mi viejo, siempre en harapos, y acariciaba su frente. También dejó en ella una serie de besos. No sé cuánto duró la zozobra en mí. No me permitiría llorar delante de ella. Sabía que había encallado en toda tristeza, mas no naufragaría hasta no estar completamente a solas.

El zurdo preparó café. Aproveché para pegarme una ducha. Cuando terminé, y tras recibir unos vecinos, entre dolidos y curiosos, salí a la calle. Ya vuelvo – dije y cerré la puerta –

Fui hasta el kiosco por unas bebidas y un atado de cigarros. Crucé la plaza a paso lento, con las manos en los bolsillos, contemplando las copas de los árboles. Saludé a un grupo de muchachos que bebía en la esquina, atizando un fuego, resguardados debajo de una marquesina donde paraban los colectivos. Llegué al kiosco y toqué su timbre. Hice mi pedido y aguardé. El kiosquero, que era gitano, me preguntó qué pasaba conmigo que tenía mala cara. Me impresionó que él, siendo hechicero tal como solía jactarse, no adivinara mi suerte. En fin, la noticia lo atormentó, porque era muy amigo de mi viejo.

- Esperame – dijo

Lo vi cerrar la persiana con prontitud, dejándola caer. Unos minutos después, lo vi salir de su casa.

- Vamos a tu casa, nene – ordenó

Caminamos bajo una lluvia incipiente que, al llegar a la esquina, recobró sus fuerzas.

- Tomá – dijo, cubriéndome con su campera

- No es necesario, gitano, gracias – dije

- Insisto – indicó

Me coloqué la campera por encima de mi cabeza y continuamos caminando hasta mi casa.

Apenas entré, el zurdo me alcanzó una toalla. Sequé mi cara y mis brazos. Luego, se la pase al gitano, que hizo lo propio. Noté que habían llegado otros parientes. En este sentido, el zurdo me explicó que decían ser de un pueblo llamado Olavarría. Agregó que nunca había escuchado hablar de él.

- Está a unos 350 kilómetros. Ahí sepultaré a mi viejo. ¿Cuento con vos? – pregunté

- Claro, amigo – respondió

Encendí un cigarro y tomé asiento junto a mi abuela. Esbozó una sonrisa, a la fuerza, desganada, y me dijo algo sobre que estaba delgado. La tomé de las manos y le dije que, en una de esas, comería mejor. Levanté la mirada y vi al gitano hacer un gesto. Después, salió por la puerta al patio. Se reparó de la lluvia debajo de un pequeño techo de chapa. Solté las manos de mi abuela y me puse de pie. Salí al patio. El gitano estaba fumando.

- Nene, no voy andar con rodeos – dijo – ¿Vos sabés dónde escondió el diamante?

Su consulta me desarticuló por completo; creía que solo la familia sabía al respecto. Sin responderle, agregó:

- Quedate tranquilo. Tu viejo me confío este secreto hace años. Lo hizo por las dudas. Vos sabés cómo era él… un maldito desconfiado…

- Si, lo sé – asentí con firmeza

- Bueno… a mí, el diamante me importa un carajo; pero vos tenés que saber dónde está…

Sentí que intentaba persuadirme de no rastrear la gema. Solo después entendí que tal cosa no tenía sentido: él había sido un gran amigo de mi viejo, jamás osaría traicionarlo.

- Gitano, no tengo idea dónde puede estar ¿Y vos? – averigüé

- No, mucho menos; pero tengo una pista

- ¿Cuál?

Sus ojos oscuros vagaron por el patio, deteniéndose en un gato que paseaba por los techos del vecino.

- Hace unos años, tu viejo hizo una locura. Yo estuve ahí – aseguró

- ¿Qué hizo? – pregunté, algo aterrado

- Después de esconder el diamante en un lugar inhóspito, se aseguró de conservar la dirección exacta del lugar dónde lo enterró. El diamante está enterrado – dijo, como revelando un misterio indescifrable

Encendí un cigarro. El gitano se sirvió de alcanzarme fuego.

- ¿Dónde anotó la dirección?

Guardó silencio y me dijo:

- He aquí lo aterrador, nene…

- ¿Qué pasa, gitano? – pregunté, nervioso

- La dirección del lugar donde está enterrado el diamante se la talló en los huesos, en la escápula…

Tal cosa me resultó, cuanto menos, imposible.

- Eso es imposible, gitano, me estás embaucando…

- No, nene, ¡no! – exclamó – Lo vi con mis propios ojos…

- ¿Dónde se lo hizo? ¿Cuándo?

Desapareció un instante y regresó con un vaso de vino. Bebió un trago. Encendió otro cigarro. Y dijo:

- Se lo hizo una anciana que tiene poderes. Mi vieja la conocía.

Aún sin creerle una sola palabra, examiné:

- ¿Me estás diciendo que una anciana lo abrió con un bisturí y le talló en los huesos la dirección del lugar donde está enterrado el diamante?

- Así es nene, se la talló en la escápula, pero no usó un bisturí. Talló sus huesos con la palabra, pasando sus manos sobre ellos…

Cerré mis ojos e intenté concebir la imagen. Los abrí de inmediato.

- ¿Y por qué haría mi viejo tal cosa? – pregunté

- Por el hijo de puta de tu tío, que es un bastardo. Si él supiera cómo son las cosas, tomaría un cuchillo y lo abriría a tu viejo, ahora mismo, frente a todos.

Estiré mis brazos hacia atrás y proyecté la mirada en el mismo gato que, minutos antes, había acaparado la atención del gitano. Desde los techos, nos miraba como si estuviese por saltar sobre nosotros.

- Tu viejo tenía todo planeado – dijo el gitano

- Sospecho que si

- Así es…

- ¿Cómo hago para saber la dirección?

El gitano agachó su cuerpo y tomó una piedra del piso. Luego, la arrojó con fiereza contra el gato que aún estaba en el techo.

- Tendrás que esperar, nene – señaló

- ¿Esperar a qué? – quise saber

- A que tu viejo no sea más que huesos. Es cuestión de tiempo. Lo que alguna vez se talló en ellos, perdurará por siempre: así lo juró la anciana, y le creímos.

Pensé un instante, estudiando la situación, minuciosamente, como solía hacerlo con los prospectos de las drogas que suministraban a mi viejo convaleciente. En eso, el gitano dijo:

- Tendrás que enterrar a tu viejo en el cementerio de Olavarría. En unos años, se comunicarán contigo para exhumar el cadáver. Las tumbas son, a la larga, como los cuartos de un albergue transitorio. Cuando eso suceda, encontrarás la forma de enviar a otro a la exhumación: no vayas, tu tío confía en que nada sabés del diamante.

Lo miré con un dejo de irremediable gratitud.

- ¿Tenés alguien de confianza para hacer esto? – me preguntó

- Si – dije sin vacilar – el zurdo

- Cuándo no ese muchacho… Bien, que vaya él…

Tras ultimar detalles, regresamos al interior de mi casa y casi no cruzamos palabra por el resto de la noche.

Por la mañana, a eso de las siete, llegaron los tipos de la funeraria. Subimos a mi viejo al coche fúnebre, cuyos interiores lucían un trabajo de carpintería en roble laminado y lustrado. Los compañeros de trabajo de mi viejo subieron las flores al coche portacoronas, con terminaciones cromadas. Hicimos una ronda alrededor de los vehículos. Tras un largo silencio, el zurdo fue el primero en aplaudir, quitándose un sombrero que llevaba puesto. Fue él, precisamente, quién me acompañó hasta Olavarría en el coche de mi tío.

Tal como lo había anticipado el gitano, cinco años después de la muerte de mi viejo, me llamaron del cementerio. Señalaron que era tiempo de exhumar sus restos. A tales efectos, me dieron un plazo de una semana para presentarme, de lo contrario sus huesos serían trasladados al osario. Llamé por teléfono al Zurdo, que esa misma tarde se subió a un colectivo con destino a Olavarría.

A la mañana siguiente, desperté bien temprano. Preparé café y me dispuse a desayunar en el mismo patio donde el gitano me contó el plan de mi viejo. Ojeé, por arriba, los titulares del matutino. El aire olía a primavera y a ciénaga. Con tristeza, presencié la muerte de una paloma. En vano esperé el llamado del zurdo. Al mediodía, almorcé mal y poco. Estaba tenso; no dejaba de ver la hora en el reloj. Conjeturaba que tal vez el zurdo no había conseguido comunicarse, que estaría distraido con las bellezas de un pueblo como Pergamino, que no conocía ni por el nombre. Por la tarde, me eché una siesta, tras errar en uno o dos vasos de ginebra. Fui quedándome dormido con un cigarro en la boca. Hacia la noche, finalmente, y sin recibir un solo llamado, lo entendí todo. Me sentí un imbécil, más aún de lo que pudo haberse sentido el burgués de la nave en la que llegó el abuelo de mi viejo. Tal como sucedió con él, el zurdo planeó su propio delito audaz y exquisito: fue obsecuente y servicial en cuanto pudo. Su plan, a diferencia de aquél que sucedió en las aguas del Atlántico, no duró días, sino años. Logró merecer mi confianza, difícil por cierto de conseguir, a fuerza de algo semejante a la galanura, tal hidalgo, afianzando la recíproca amistad, importándole nada que, ulteriormente, fuera ultrajada por sus miserables designios.

Sospecho que el diamante le habrá concedido una fortuna superior a lo que presumía nuestra amistad.


® Boro Laicris.

Texto agregado el 02-02-2012, y leído por 161 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-02-2012 Me encantó, buena trama, muy bien contado loretopaz
03-02-2012 No acostumbro leer cuentos demasiado largos pero este me capturó. Interesante historia. pitrimitri
03-02-2012 Diferente, entretenido.La puntada final...dificil de creer. pantera1
 
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