GLORIA
Tan rojo era su pelo, que el púrpura cardenalicio la habría envidiado. No así el cardenal mismo, quien la encontraba simpática, con sus pecas juveniles, su cabellera desenvuelta y su andar desafiante. Sus escasos atuendos contrastaban con los litúrgicos ropajes del cardenal. Los de ella, en cambio, daban la placentera certitud de que el pecado no existe, de que el paraíso aún es posible.
El cardenal se acercó con su báculo a las gradas bajo el baldaquino de Bernini y se sentó en el tronoi. A poco llegaron los acólitos y corrigieron algunos detalles en la posición de la estola, de la casulla escarlata y de la cruz pectoral. En el fondo se oía el murmullo de ciertas letanías. Los monaguillos con sus incensarios inundaron el atrio de aromas. En la enorme nave de la basílica desierta el órgano solemne se tragaba los silencios.
A poca distancia, en otro baldaquino suspiraba la misteriosa Piedad de Miguel Ángel. “¡Cuántos silencios palpitan en ese mármol! ¡Cuántos misterios!”, se dijo. Reflexionó sobre la concepción cristiana de la piedad, de la misericordia, del perdón: “Quizás la iglesia sea solo una excusa de hombres poderosos, dueños del mundo, para acusar a otros más débiles, hacerles sentir culpables y condenarlos a ser pasados por el fuego o el filo de las armas. ¿Solo los poderosos somos capaces de sentir piedad, de perdonar?”
El cardenal se ajustó la mitra de seda damasquina y corrigió las ligeras asimetrías de su cruz pectoral. Era un hombre de unos sesenta años, de perfil romano y mirada audaz. Sentado en la prominente silla cardenalicia y volviéndose hacia la joven mujer, le indicó que se acercara. Extendió entonces su anillo de zafiro y la invitó a besar aquella prenda reluciente en su mano temblorosa.
-No he venido a orar ni a pedir perdón. No busco ni consejo ni clemencia. No creo en la culpa, ni en el pecado.
La muchacha traía la nariz perforada con pequeñas sortijas relucientes. Algunos tatuajes asomaban tras la falda corta, sobre el tercio medio de sus muslos. La luz que atravesaba los vitrales dominaba la escena.
- Entonces, ¿a qué ha venido? En la iglesia nos ocupamos de administrar las culpas, las indulgencias, los pecados. Y usted, según me ha escrito antes, es una prostituta. Le haría bien un poco de piedad y de misericordia divina, entrar en la gracia purificadora de la fe y alcanzar la gloria.
- Mi nombre es, precisamente, Gloria. Usted, un hombre solitario, se dedica a martirizar las consciencias de quienes disfrutan del placer y de la vida. Yo, al igual que mi madre, me dedico a dar amor a hombres solitarios y tristes, como usted. Mi madre le ofreció a usted su amor y usted iba a buscarlo por las tardes en el barrio de Trastévere. Su eminencia reverendísima, yo soy su hija, querido cardenal.
FERNANDO UREÑA RIB |