AZRAEL
Un tiempo después de los luctuosos sucesos que culminaron con el confinamiento de Samael, primogénito del padre, la casa recobró lentamente la paz y el sosiego que caracterizaron los días pretéritos. Pero la alegría, como un ave fugitiva, parecía haber huído para siempre. Hasta que, cierto día...
Los hermanos, jóvenes ellos, disfrutaban a su manera de la infancia, esto es: estaban casi todo el santo día peleándose y trayendo por la calle de la amargura a su bendito padre. Pues bien, en una de las innúmeras peleas el bruto de Miguel, alias el Batallador, contendía con todos sus hermanos, salvo con Raguel, que como siempre miraba por la ventana y meditaba, abstraído. Miguel, mientras tanto, sudaba y bramaba como un toro enfurecido, pues pretendía derribar a sus hermanitos con la fuerza de sus brazos, lo cual no es nada increíble, pues Miguel, el que domina el Caos, en uno de sus berrinches, hubiera podido reducir a polvo todo el trabajo de su padre, destruyendo las figuras de su Obra. Tan solo uno de los hermanos era más poderoso que él, pero su nombre ya no se pronunciaba en la vieja casa-taller.
Total, que Miguel, con las venas del cuello hinchadas por el esfuerzo, estrujaba implacablemente a los gemelos Uriel y Sandalphon, que chillaban como condenados, cuando de improviso la puerta de la casa, una puerta que nadie salvo el viejo Maestro Juguetero había cruzado en toda una Eternidad se abrió de golpe, derribando a todos los hermanos que a la sazón estaban junto a ella, incluyendo a Miguel Batallador, para su sorpresa, pues nadie salvo el Dador de Luz había conseguido esto. Y, en el vano de la puerta se recortó la figura de... un niño.
O eso parecía, al menos. De mediana estatura, aparentaba una edad algo menor que la de los hermanos, esto es, unos ocho años quizá. Estaba completamente cubierto de polvo y suciedad, y era tarea en verdad difícil el adivinar sus rasgos, o sus formas, porque se cubría con una túnica negra y harapienta. Miró amistosamente a los hermanos, de sobrenatural belleza y compostura, y sonrió amigablemente. Y entró en la casa.
La casa tembló, desde el más profundo de los cimientos hasta la punta de la veleta, porque aun la piedra más intemporal muere.
El niño-cosa (estaba en verdad sucio, el pobre cabroncete) se dirigió hacia el Maestro Juguetero, que lo miraba fijamente. Y con voz suave y respetuosa le pidió cobijo, prometiéndole que si era necesario trabajaría para él. El anciano, serio, le pidió referencias, pero el chaval, confuso, no fue capaz de darle ninguna. Tan solo podía decirle que había caminado largo, largo tiempo Afuera (lo cual era verdad a tenor de su aspecto). Y que deseaba un hogar, al menos por un tiempo. Por un tiempo. Entonces, suspirando, el viejo Maestro le autorizó a quedarse, pero le dijo que lo primero que tendría que hacer sería lavarse y adecentarse un poco, lo cual complació mucho al niño, que batió palmas encantado.
Los hermanos, turbados, no sabían muy bien a qué atenerse, sobre todo Miguel, que no olvidaba su reciente revolcón (a pesar de ser la segunda criatura más poderosa de la casa, lo que no es decir poco, créanme). Pero Raguel, sorprendentemente, abandonó su silencio y se acercó al chaval, que los miraba con algo de miedo en sus ojos. Y Raguel, último de los hijos del Maestro, se presentó al recién llegado y presentó a todos los demás. Pero cuando le preguntaron su nombre, el pobre chico no supo qué decir, porque no tenía. Entonces Miguel, burlándose, propuso que lo llamaran Azrael, y el chico, sonriendo perversamente con su carita llena de churretes, aceptó divertido el Nombre...
Una de las figuras de la Obra del Maestro, la llamada Tiempo, chasqueó bruscamente, y una pequeña fisura apareció en su hasta ahora impóluta superficie.
Lo que el viejo y venerable Maestro Juguetero pensaba mientras sacaba agua del pozo, para lavar al recién llegado, no es fácil decirlo, como tampoco es fácil decir de dónde venía el agua del pozo... de hecho, se ha comentado que ni siquiera el propio Maestro conocía el origen del agua, pero en fin... El caso es que muchas, muchas cosas cruzaron la inimaginable mente del anciano, y no todas fueron agradables. Pero al cabo se dijo que todo tiene su razón de ser, y que las manos de un habilidoso Maestro Juguetero siempre tendrían ocupación. Y no se preocupó más del asunto, aunque... lástima, porque en verdad amaba con todo su Ser su magnífica Obra.
Los hermanos volvieron a sus trifulcas, mientras el nuevo miembro de la casa se bañaba, hasta que el padre los llamó para cenar. Entonces, como leones hambrientos, corrieron a la mesa, y allí se llevaron una gran sorpresa, sobre todo un tal Miguel Batallador, porque Azrael los esperaba limpio y reluciente, con un ajustado y hermoso vestido negro. Pero Azrael era una chica.
Y todas las cosas del Mundo prestaron atención, mucha, mucha atención...
Era una guapa jovencita, de cara risueña. Tenía los ojos y el cabello negros. Negros. Porque si los ojos del Dador de Luz, el Innombrable, eran azules, los de Azrael eran negros. Oscuros, profundos... más profundos que el mayor de los abismos, de una oscuridad tan insondable como el silencio de las Edades. Y su cabello iba a juego. En su larga melena azabache las luces se reflejaban como la Luna en las aguas del río, como estrellas de alta belleza, pero los reflejos eran breves, momentáneos, y morían con un suspiro, para volver a aparecer en otro mechón, en otro cabello, como escenas de belleza arrebatadora. Así era Azrael, y cuando sonrió, respondiendo a las admiradas caras que la escrutaban, su sonrisa los envolvió a todos por igual, y fue como si la sonrisa hubiera sido inventada en este preciso momento, porque ni todos los poderes de la Eternidad hubieran podido sonreír como ella. Entonces, con un suave murmullo, la casa-taller saludó a Azrael, dándole la bienvenida. Y cuando la familia miró alrededor, extrañada por el nuevo ruído, descubrieron que las flores de las macetas se estaban abriendo, y que una nueva y gloriosa floración llenaba de bienaventuranza el hogar. Y todos amaron a Azrael, aceptándola de buen grado. Y ella rió divertida y feliz, porque también los amaba, y agitando su melena azabache ensayó unos pasos de baile sobre sus pies desnudos... ah, era digno de ver el primer baile de Azrael, y todas las estrellas y todos los planetas del Universo intentaron desde ese instante imitarla, moviéndose en una danza eterna; pero es inútil intentar describirlo, era demasiado hermoso... aunque las tablas del suelo crujieran a cada paso, cosa que nunca antes habían hecho.
Azrael, la niña sin padre ni hermanos, se integró prontamente en la vieja casa-taller, y fue una más. Y jugaba con los hermanos, a pesar de ser considerablemente menos fuerte y resistente, lo cual agradó en grado sumo a Miguel, chulesco él. Pero ninguno de los hermanos se atrevía a pasarse con ella, en parte porque era una chica, en parte porque era una chica guapísima... ah, la pubertad. Ni los Arcángeles escapan de ella, según parece. Pero nada turbaba la felicidad de la casa, y pareció que los Días Antiguos retornaban, si cabe más pletóricos que antes, pues todo era más fresco y vigorizante, como si una nueva etapa hubiera comenzado, pensaron todos, y en verdad tenían razón.
Tan solo una cosa de Azrael turbaba a los hermanos. Era capaz de rondar por toda la casa. Pues en la casa había sitios a los que era difícil llegar; angostos pasadizos que eran demasiado estrechos para los chicos, o altas vigas del desván que quizá no resistieran el peso de un robusto chicarrón... pero a todos esos sitios llegaba Azrael, ligera como una pluma. Y también estaba el Sótano. El frío y húmedo Sótano, donde estaba encerrado alguien, como le explicaron entre susurros los hermanos a Azrael, que los miró intrigada. Pero al Sótano no se podía entrar, porque la Llave la tenía el Viejo Maestro, y nadie más. Y Azrael, como todos los chicos y chicas que en el Mundo han sido, era muy curiosa. Así que les dijo que bajaría al Sótano y conocería a ese personaje misterioso. Entonces los hermanos palidecieron de miedo, porque no querían incurrir en la ira del Maestro, e intentaron disuadirla. Quién más lo intentó fue Miguel, pero la chica le miró a los ojos, y con todo el poder y la fuerza que en ella anidaba traspasó todos los velos y escrutó la mente de Miguel el Batallador, y allí descubrió que aún el poderoso Miguel conocía el Miedo, y que temía al que languidecía en el Sótano. Pero Azrael era una chica valerosa, y a una chica como ella era en verdad difícil disuadirla de algo, como más tarde todos tendrían ocasión de conocer, para desesperación de muchos. Así que se encaminó al Sótano.
La puerta del Sótano era sólida. Muy sólida. Y la cerradura parecía capaz de desafiar al más habilidoso de los ladrones, siendo como era obra del Maestro Juguetero. Azrael, temblando de frío pero excitada por la aventura, asió el picaporte, dudosa. Y grande fue su sorpresa cuando la puerta, obediente a su mandato, se abrió con un ominoso chirrido; y es que la pobrecita todavía no sabía que había pocos, muy pocos sitios a los que ella no pudiera acceder... pero ya lo sabría.
La tierna y delicada Azrael bajó los húmedos escalones, mientras la puerta se cerraba (silenciosamente ahora) a sus espaldas. Y, al fondo, la joven distinguió una luz, hacia la que se diriguió, mientras las ratas correteaban cerca de sus pies desnudos. Y pronto se encontró cara a cara con el mayor de los hijos del Maestro Juguetero, el llamado Dador de Luz.
El por qué de este apodo lo supo al instante, al contemplar la centelleante joya que el chico llevaba al cuello. Y supo instintivamente que esa Luz era una de las pocas cosas que ella sería incapaz de apagar. Azrael, como toda señorita, era educada, y alargó la mano para saludar al joven, que la miraba ceñudo. Y de repente las Ratas, que obedecían al Dador de Luz, interpretaron esto como una amenaza a su Amo, y se lanzaron a morder a la chica, que no se percató de esto. Y en verdad que hubieran podido lastimarla, porque aunque eran tan solo Ratas, tenían dientes afilados, y hubieran podido destrozar cualquier figura de las que había en la casa, por ejemplo. Pero cuando la primera de ellas se disponía a clavar sus infectos colmillos en el tobillo de la chica, un frío mortal se apoderó del maligno roedor, un frío más cruel que el rechazo de la persona amada, más mordiente que la traición, y la Muerte penetró en el asqueroso bichejo, que contempló, con ojos anegados de pavor, a la chica, solo que ahora, al Final de su vida, la vio como era realmente, y se ha dicho que la primera visión de Azrael tal y como era fue tan terrorífica que esa Rata sufrió el más inimaginable de los tormentos. Las demás Ratas se retiraron, prudentemente (a fin de cuentas no eran tontas, qué porras).
El Dador de Luz observó esto, pero nada dijo, y continuó muy en su papel, como quién dice "pasando de ella". La chica le miraba intrigada, y le gustó lo que veía (otra vez la pubertad, Dios mío... ). Y también vió varias de las figuras que en los largos días de cautiverio había hecho el Dador de Luz. Tomó una en sus finas manos, y la estudió interesada. Era... bueno, era una especie de... de bicho repelente, caray. Y tenía bordes afilados, como colmillos y garras, que empezaron a lastimarla al girarla entre sus dedos para contemplarla mejor, por lo que no lo lamentó mucho cuando, de improviso, la desagradable figura se desintegró en polvo entre sus manos, lo cual también notó el Dador de Luz, que sabía que sus figuras eran duras y resistentes, y que hacía falta mucha fuerza para romperlas.
Entonces el joven se acercó a Azrael, para contemplarla mejor, y ella retrocedió, porque a pesar de ser quién era, la chica supo que el tipo este era el más poderoso de todos, y que era más que capaz de darle una tunda a cualquiera, salvo quizás al Maestro Juguetero, incluída ella. Pero el primogénito del Maestro no tenía intención de pegarle a nadie, por ahora, y tan solo quería contemplar una cara, para variar, y quizás charlar un poco. A la Luz de la joya disfrutó del rostro de Azrael, la joven, y no son pocos los que suspiran cuando evocan la escena, pues ya se ha dicho que la Luz del Dador era la más grande de todas las Obras, y el rostro de Azrael, bajo esa Luz, tenía una grandeza tal que las palabras no alcanzan para describirlo. Pues si bien la más hermosa de todas las criaturas era el Dador de Luz, la que más conmovía el corazón estaba ante él, y ambos estaban bajo la Luz más adecuada, así que esta escena hubiera derretido el Alma de cualquier fotógrafo (literalmente).
Cuales fueron las palabras que intercambiaron ambos, nadie lo sabe... ¿Qué orejas hubieran podido fisgar la conversación entre el Dador de Luz, primogénito del Maestro, y Azrael, la niña que vino de Afuera, a la Luz de la joya?. Pero se comenta que la joven le contó al desterrado cómo iban las cosas en la casa, y éste a su vez le dijo a ella en qué podría trabajar para pagar su estancia, y no pocos han odiado al Dador de Luz desde ese día, aunque ni él ni Azrael tuvieran culpa alguna, pues cada cual es lo que es, ni más ni menos. Por último se separaron, amigablemente, y no hubo, hay ni habrá jamás beso alguno como el que intercambiaron, mejilla con mejilla, el primogénito del Maestro y Azrael, la del cabello nocturno, entretejido de estrellas moribundas. Ah, Señor...
Los hermanos, que la aguardaban temerosos en el salón, la acosaron a preguntas, pero ella, prudente como todas las niñas, no soltó prenda. Y cuando Raguel, el silencioso, la miró a los ojos, vió muchas cosas, porque a Raguel también era muy difícil pararle los pies, y el pequeño meneó la cabeza, apesadumbrado, porque la nueva condición de la hermosa Azrael traía consecuencias a la tarea que a él le aguardaba.
Aquella noche cenaron todos juntos, como siempre, y el ambiente estaba cargado de oscuros presagios. Y cuando Azrael, preciosa, deliciosa, magnífica, carraspeó torpemente para llamar la atención del viejo Maestro, las flores de la casa decayeron, y se marchitaron, y con un suspiro agónico murieron, y esa noche rompió a llover, por primera vez, y de todas las ventanas de la casa cayeron abundantes lágrimas de pena y amargura, porque la Muerte había aparecido al fin.
La joven Azrael, muy en su papel, pero alegre como siempre, le pidió permiso al Maestro para trabajar para él, como debía ser, y le sugirió que ella podría ser la que se encargara de retirar todas las figuras que estuvieran estropeadas o viejas, y que las llevaría a un lugar adecuado, Afuera. Y cuando los hermanos le preguntaron qué lugar era ese, la joven miró al Maestro, que sonreía melancólicamente, y los miró a ellos, sonriendo también. Y si alguna vez alguien os ha sonreído por toda respuesta cuando le habéis preguntado algo, ya sabéis de dónde viene esto. Entonces se oyó la lenta, sonora y rica voz del Maestro, que asintió y le concedió a Azrael la tarea. Pero Uriel, y Rafael tras él, que amaban la Obra del Maestro tanto casi como El mismo, se levantaron y le hicieron notar que las figuras estaban todas perfectas, y que no era necesario hacer tal cosa. Y Azrael, más hermosa que todas las cosas del Mundo, sonrió nuevamente.
Entonces todos fueron al taller, y allí contemplaron con gran sorpresa que muchas figuras aparecían viejas y decrépitas, y que en todas ellas se apreciaban signos de desgaste. Grande fue la pena de los hermanos ante este estropicio, pero el Maestro los consoló, y les prometió crear todos los días nuevas figuras, para compensar las que se perdieran, y ellos se calmaron en parte, y continuaron amando a Azrael, porque ella seguía siendo hermosa y amable, y sus manos más que tocar parecía que acariciaban a las figuras. Y sus ojos, sus profundos ojos negros, brillaron, jubilosos, mientras recorrían la gran mesa del Maestro, y bajo ese brillo una figura destacó sobre las otras, desconocida hasta ahora, y al mirar la familia descubrió que el nombre de esa figura era Esperanza, que destelleó a la luz de la Muerte y bajo su sombra.
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