Cálida y silenciosa se percibÃa aquella mañana del jueves 7 de abril de 1977, en la Semana Santa de aquella primavera. En aquel pequeño pueblo cementero cuyos habitantes, de religión católica la mayor parte, a pocas horas estaba de conmemorarse el sacrificio del palestino Jesús de Nazaret, cuando de pronto les llegó por añadidura el dolor ardiente, necesario para algunos, para sentir en carne propia el sufrimiento humano por la irreparable pérdida de aquellos tiempos, en manos del procurador romano Poncio Pilato. Fue una conmemoración religiosa donde cada asistente no encontraba consuelo, claramente se podÃa notar en las miradas que dirigÃan a la imagen en piedra del Cristo apresado, que suplicaban , como Él lo hizo en el huerto de GetsemanÃ, les fuese pasado ese cáliz, inevitable ante lo acontecido.
A muchos adultos devotos se les escuchaba decir que esos eran dÃas de guardar, que deberÃan rememorar aquellos acontecimientos que dieron las bases a la religión católica que profesan cada una de las personas. Se lamentaban al ver lo que, a su parecer, la gente hacÃa contrariamente; eran pocos los que se manifestaban a favor, puesto que ��ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; ��; terminaban recordando este texto de las escrituras cristianas.
Estaba yo sentado sobre una estructura de madera, piezas que se utilizaban en el juego de loterÃa donde se rifaban artÃculos, casi todos de primera necesidad, algo que llevar a la mesa del hogar. Doña LucÃa, la dueña de la casa, en cuyo patio aledaño me encontraba, al verme me preguntó si iba a ir a la playa. Como era costumbre, la gente esperaba como señal esta semana, sagrada para los cristianos, para empezar a visitar sus playas refrescantes y llenas de aventuras, algunas de las cuales dignas de contarse. No me faltaban ganas de irme a disfrutar �La Boca�, asà llamada la playa que se encuentra a dos kilómetros del pueblo, más ahora que veÃa a Don Juan Arce y su familia haciendo los preparativos para ir a pasarse un buen dÃa en esas playas de aguas cristalinas, llenas de verdes manglares y fuente inspiradora de un geólogo amante de las estructuras rocosas que la envuelven.
A punto estuve de pedirles que me permitieran acompañarlos aprovechando el traslado a la playa en camioneta; pero los rayos solares incesantes de ese dÃa, parecÃan querer evitar aquel harto deseo de nadar en el agua salada al pensar que, al final del dÃa, sufrirÃa las quemaduras en la piel, cual costoso divertir. El tiempo transcurrÃa y no decidÃa aventurarme, en eso pasaba por la calle mi primo Ismael, quien me dijo que los tÃos Armando y Elvira se estaban preparando para llevar a sus hijos, nuestros primos, a la playa a divertirse. Sin pensarlo mucho, ya tenÃa preparada mi coartada en caso de que mis padres quisieran castigarme por irme sin su permiso a la aventura; tomé la decisión y me dirigà a la casa de los tÃos, los que me invitaron y accedÃ.
No habÃan transcurrido ni diez minutos después de mi llegada cuando al interior de la vivienda todos escuchamos el estruendo gigantesco seguido a una inusual cantidad de pitidos ensordecedores de la locomotora, cuyo conductor, seguramente enloquecido por la escena, deseaba que este hecho hubiera sido un sueño. Pues no, mi amigo Margarito y su tÃo Juan yacÃan inertes, prensados por los fierros retorcidos en lo que fue la cabina de la camioneta que acababa de ser embestida por esa bestia de acero, incontrolable en estos casos. Protegidos por aquellos, Francisco �el Burbujitas�, con su pierna mal herida inmediatamente fue llevado a un hospital, no asà corrió la misma suerte Arturito, su sobrino, quien falleció por el impacto. Doña Susana, embarazada, y Don Roberto, de alta responsabilidad en el trabajo en el momento, recibieron la insoportable carga de la calamidad, pues perdieron a hermano, a hijo y a nieto al mismo tiempo.
Una tragedia, como la otra, inolvidables y dolorosas; todavÃa en mi pueblo se recuerdan cada año en la Semana Santa.
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