Mis antecesores se están muriendo por costumbre. Se caen a pedazos, acribillados por la sarta de años que los aguardan a la vuelta de la esquina, como vulgares fusileros. Se van muriendo, extinguiendo, engrosando la tierra con sus huesos mustios, pero con la decencia de morirse cuando es debido.
Dos figuras encorvadas han sobrevivido al vendaval de los tiempos y hoy son piezas de museo, ateridas piezas en el tinglado turbio de la existencia. Apenas murmuran y sus voces como que provienen de más allá del pasado, debe ser difícil para ellos sobrevivir en este suelo árido, atisbando de reojo ese cielo repleto de antenas y satélites, espías cibernéticos que ya deben tenerlos en sus miras.
Ancianos, con sus huesos vislumbrándoseles por las coyunturas, se les asoma la marioneta que todos somos, se les desgarra la piel, aunque aún no se sienten hartos de vida, hay sed que deben aplacar a sorbos de sonrisas, con dientes pálidos y ojos muy encajados en sus órbitas macilentas.
Son mis viejos, mi pasado, la evidencia de que existo, también un poco a la rastra por las miserias de la existencia. Son mis viejos y mi apoyo. Cuando la muerte se los trague en su socavón de cenizas, a mí también se me congelará el alma y correré en esta carrera de postas por la inercia de mis huesos.
Cada día que pasa, a estos viejos de mi pertenencia, se les abren aún más los ojos por el milagro de sentir que debajo de su vetusto cuerpo, aún redobla con fuerzas un muy vigoroso tambor…
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