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¡Éramos hermanos!

Amador finalmente observó la cúpula de la iglesia (hacía horas que caminaba y verla erguirse entre el mar de verdor lo llenó de esperanza), entonces aumentó la velocidad de su andar. Poco antes, no había andado más que a pequeños tramos para luego descansar. Llevaba a la espalda un gran equipaje atado con crudas correas que se enterraban en la carne.
Apenas llegaba a los treinta años pero algo en su aspecto denotaba más años, quizá eran las manos arrugadas y agrietadas que no parecían combinar con el enérgico y aún juvenil rostro. Andaba más rápido ante la promesa de un prolongado descanso.
Las botas empolvadas por el mucho andar ahora se colocaban en un suelo húmedo y fresco –arriba de él se formaba una natural bóveda de vegetación que le regresaba el aliento al cuerpo –y anduvo más rápido. Pensando, de vez en cuando, en lo que comería al llegar, quizá, Lourdes ya abría preparado algo, ya era tarde y todos los demás habrían comido y descansaban, huyendo del calor, bajo el fresco de los árboles, recostados en las hamacas que se bamboleaban con la brisa.
Había ido a la Capital por mandato se su difunto padre, fue a dada casa donde entregó un sobre –que todos supieron era una carta -; una mujer entrada en años abrió la puerta y miró a Amador con desconcierto, reconociendo las facciones del hombre que antaño conoció recibió a Amador, lo condujo por un estrecho corredor estorbado por las macetas que delimitaban aun más el corredor. Era una casa antigua, de esas que debieron existir en la Colonia, pero ahora, su techo antes blancos como perlas, habían enverdecido por efecto de la humedad y el musgo, los tejados ahora eran oscuros, las puertas de madera eran lo único que al parecer se cambiaron con los años –nuevas y relucientes -. Entraron a una habitación un poco alta pero amplia donde había algunos sillones con los asientos hundidos. Él permaneció en pie hasta que le indicaron se sentara.
Miró a la mujer.
Era una mujer delgada pero no esquelética, por los que podía verse en ella, debió ser muy hermosa en los días de su juventud: sus largos cabellos rizados y los claros ojos color ámbar lo demostraban, aún el rostro portaba algo de la antigua belleza.
Se llamaba Enriqueta Flores, originaria de la Capital y amante de los gatos –muchas pinturas, figurillas y dibujos regados por doquier lo demostraban.
Enriqueta miró al cansado Amador quien se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, ella esperó y dijo:
-¿Cuándo murió? –cuestionó ella.
Amador permaneció quieto en voz baja contestó:
-Hace tres días, de un infarto.
Enriqueta miró por la ventana al pequeño patio, meditando algo, jugando mientras con las manos, rozando un añillo de plata que tocaba sin cesar con las yemas de los dedos.
-Dejó algo para mí, ¿Verdad? –cuestionó ella volviendo el rostro hacia Amador.
-Una carta, Señora.
-Hum, conque una carta… esperaba algo más, no te dio un anillo como este –dijo ella levantado la mano y mostrando el anillo.
-Sí, señora, me dijo que solamente debía entregarlo si usted hacía mención de él –dijo Amador mirando a la mujer, la cual sonrió dolorosamente.
Él buscó y rebuscó dentro de sus pertenencias, el anillo se hallaba en un bolsillo secreto envuelto en un trapo blanco. Extrajo el anillo y lo dejó en la mesa de en medio.
Enriqueta miró de reojo el anillo, primero con precaución, después intensamente y finalmente lo tomó en sus manos.
Las manos eran aquejadas por un temblor que ella no pudo contener, trató de respirar hondamente pero el aire se atorró dolorosamente en el pecho sin llegar a los pulmones. Parecía que estallaría en llanto… pero no. Guardó unos momentos más el anillo apresado con ambas manos antes de abrirlas. Entonces pareció recuperar la compostura.
-La carta, señora –dijo Amador alargando el pliego blanco de papel. Ella miró la letra –no había cambiado nada, el viejo seguía haciendo las efes de la misma forma.
Cogió ella la carta con cuidado y abrió la carta, rasgando el sobre.
Sacó la carta y la observó.
Empezó a leer, primero buscando su nombre en ella y después el nombre de él. Hacía más de diez años que él no había escrito.
Leyó la carta, pausadamente, ayudándose de los anteojos y frunciendo el ceño cada que algo importante decía en la carta. Quince minutos después –la carta era larga –terminó de leer y dobló nuevamente el papel, la metió dentro del rasgado sobre y dijo:
-Te pidió que hicieras una pregunta.
-Sí, señora. Él, estando muy enfermo en cama, pidió me acercara y me dio la carta, y dijo: “si ella pide una pregunta, dile que te diga quienes eran nosotros, ella y yo”. –Dijo él, recordando que en ese preciso momento, su padre estaba junto a su padre e hizo un gesto de desagrado y dolor.
Enriqueta meditó.
-Estás dispuesto a oír…
-Sí, señora.
-¿Seguro?, es algo… fuerte.
Amador titubeó, pensó que le diría que ella era amante de su padre, cosa que no lo alarmaría tanto. Así que contestó:
-Sí, señora.
Ella suspiró y llevó las manos al pecho. Algo parecido al terror se apoderó de ella.
-Somos hermanos…
-¿Hermanos?
-O mejor dicho, medios hermanos –rectificó ella. –Y, nosotros… nosotros tuvimos una hija…
Amador quedó pasmado, su rostro contuvo una mueca de desconcierto, pero ella adivinó las sensaciones y sentimientos de Amador.
-No sabíamos entonces que estábamos emparentados –dijo ella. Permaneció en silencio y tras un prolongado silencio prosiguió: -. Yo viví siempre en la Capital… mi madre había sido arrojada de casa porque un hombre la sedujo y la hizo madre, tal hombre, como podrás imaginar, era tu abuelo: Hermenegildo García. Tu abuelo había llegado a la capital para realizar cierto negocio que tenía como fin la compra de ganado y algunas toneladas de maíz. Ya casado apenas, Hermenegildo había dejado a tu legítima esposa en su pueblo, pero al llegar, entró en contacto con mi madre (quien era hija de un hombre famoso por sus reses), así entraron en relación. Primero se vieron alguna que otra ocasión cuando Hermenegildo trataba con abuelo, o cuando, él vez en cuando era convidado a comer. Mi madre, que se llamó Lucrecia, era aún joven y entonces era pretendida por un hijo de un abogado de las cercanías, ya se habían realizado pláticas de matrimonio, así que mi abuelo nada podría sospechar de ella. Pero la verdad, sea dicha, ella detestaba a aquel hombre, ¿Por qué?, ni yo podría responderlo, en fin, la llegada de aquel mozo de agradable aspecto, alegre que incitaba a la plática y a reír, fue introduciéndose en el corazón de mi madre. Lamentablemente, como podrás imaginar, ella cedió cuando él secretamente la cortejaba, siempre en el sigilo de la noche, entraba por una puerta del patio que ella se aseguraba de dejar abierta y él debía escalar por una enredadera y apoyarse en las salientes rocas de las paredes, llegaba a un balcón, que era sucedido por la habitación de ella. Mi madre, sin miramientos le dijo que estaba comprometida y le pidió a tu abuelo que hablara con su padre, cosa imposible, el señor conocía que Hermenegildo estaba casado y hablar sería tomado como un insulto. Él meditó mucho, hablaron mucho, se contaron secretos… pero ella asediada por el impulso, se entregó a él. En varias ocasiones, según confesó mi madre antes de partir al otro mundo. Entonces, de aquellas uniones nací yo. La hija ilegítima. Obviamente ella no se casó y fue expulsada de la casa paterna; no lo resintió al principio, esperanzada que Hermenegildo se haría cargo de ella y la criatura que crecía en su vientre. Poco después él confesó que estaba casado y rompieron relación. Ella llorando vagó por la ciudad, mostrando el vientre prominente de seis meses. Tu abuelo desapareció por muchos años, y solía visitarme a mí, ya que a final de cuentas también era su hija. Después, cuando yo cumplí quince años, él se hizo cargo de mi educación y encontró un buen partido para realizar en enlace matrimonial… Pero la fatalidad es terrible, y sus engrames ya habían dado la vuelta y el destino estaba escrito: por esos días llegó tu padre. Un hombre seis años mayor que yo. Por mi parte, no solía salir mucho, la mayor parte del tiempo la dedicaba al cuidado de mi madre, de la casa y al bordar. Así, mi madre era amiga de una familia que repentinamente fue favorecida por la suerte y ganaron cierto dinero, entonces pensaron en dar una fiesta; como amigos íntimos que éramos de la familia estábamos invitadas. Asistimos. La casa donde la fiesta se dio era amplia y recientemente adquirida, comprada a una familia arruinada. Llegamos y yo hablé largo rato con mis amigas y conocidas. La fiesta empezó temprano. Entonces tu padre llegó, silencioso, mirando y sonriendo, dedicando saludos a diestra y siniestra, siendo amable, pero cuando no tenía nada que decir permanecía en absoluto silencio, era inteligente; demostrado quedó demostrado con sus comentarios y la forma de conducirse. Días consecuentes confesó que se aburría mucho en aquellos eventos. Iba vestido de negro, y, ante su semblante un tanto enfermizo daba la imagen de un sepulturero; así lo apodaron mis amigas.
“La parte relativa al baile principio. Tu padre, Leopoldo, era un gran bailarín, muy diestro. Al ver la habilidad con que bailaba, varias amigas y yo misma salimos a bailar con él. Así hablamos primeramente, nos saludado y supimos nuestros respectivos nombres, por alguna razón no sospeché que su apellido: García, diera a entender que era mi hermano (con tantos García que hay en el mundo). Después lo encontré en algunas idas a la Iglesia, pero más tarde confesó que iba solamente para verme.
“Fue haciéndose de amigo de mis amistades y nuestra encuentros fueron constantes. Por algunos meses apenas nos habíamos hablado. Así, al séptimo mes de haberlo visto por primera vez, me habló más. Pronto comenzaron las sensaciones de agrado, no de amor; entonces yo veía con ojos amorosos a un joven llamado Rodrigo, que conocía de toda la vida y que, hacía poco me había confesado sus sentimientos.
“Rodrigo estaba presente en muchas de las reuniones y se hizo amigo de Leopoldo, hasta que se hicieron inseparables. Eran como hermanos.
“Pero Rodrigo falleció repentinamente, víctima de una terrible neumonía que pescó en las montañas. Regresó y murió a las dos semanas de vernos.
“Tu padre, Leopoldo asistió al entierro y, conociendo mi relación con el fallecido no siguió con sus intenciones conmigo, así que partió, y, supongo, volvió con su gente.
“No vi a tu padre en más de tres años.
“Precisamente yo cumplía los dieciocho años cuando le volví a ver. Había regresado porque terminaba su carrera de Ingeniero, ahora contratado por un grupo de ingenieros de la ciudad, volvió a visitar a las antiguas amistades; entre ellas yo, por supuesto.
“Nuestra situación había mejorado, gracias a la inteligencia de mi hermano, Horacio, quien rápidamente se hizo de un buen trabajo y ascendió en éste. Compró casa nueva y algunas tierras que circundaban un río. Creció en los negocios del café y se hizo conocido por ello. Contrajo matrimonio con una mujer muy bella que había conocido en Yucatán y vivían en compañía de sus dos hijos en La Reforma. Mi madre y yo fuimos premiadas con casa nueva y nuestra vida fue más llevadera. Supe que mi madre hizo intento de hablar con su familia, y, al pasar de los lustros, ahora su padre estaba un tanto dispuesto a recibirla.
“Leopoldo se lió con una chica, quien después se supo era amante de un peligroso contrabandista. Intentaron matarlo en una ocasión cuando salía de un restaurante y se disponía a tomar un auto que lo condujera a su casa. Al intentar abordar el auto, de otro auto emergió un brazo sosteniendo una oscura pistola; se escucharon los disparos.
“Asombrado por ello, decidió armarse y andarse con mucho cuidado.
“Al saber de tale noticias me llenaron de asombro y miedo: en cualquier momento lo hallarían muerto bajo algún puente o flotando en un río, con balazos en el pecho… esa idea me horrorizó.
“Un mes después del incidente llegó para realizarnos una visita. Se le veía cansado, y él dijo que se debía a lo extenuante del trabajo. Ni mi madre y yo le creímos; debajo de saco se adivinaba la forma de un revolver. Aquello me asusto aún más.
“Así, le pedimos (mi madre y yo) que nos realizara visitas más seguidamente, esperando que con ello no se metiera en más problemas. Entonces accedió a nuestros ruegos…
“Al hacer memoria, me pregunto, ¿Cuándo comencé a amarlo?, afirmo pues que debió ser en aquellas ocasiones, en tiempos de lluvias donde llegaba con regalos, y hablaba con nosotras, pero algo inquietante siempre estaba en su semblante y confesó: la mujer por quien se había metido en problemas había sido hallada muerta en un hotel… le habían cortado el cuello y la apuñalaron el abdomen, los pechos y la vagina… la habían despedazado.
“La noticia nos llenó de horror.
“Casi exigimos que viniera a vernos más seguido, hasta que sus visitas se tornaron diarias.
“Tratábamos de consolarlo, admitió que había estado muy enamorado de Luisa.
“El trabajo de consolarlo fue primero de mi madre y mío, más tarde fue tarea exclusivamente mía. Él no hablaba mucho, no hablaba de su familia, porque se había peleado con su padre y no consentía nombrarlo… algo debió pasarles, algo grave. Pero, si hubiera nombrado a su padre, dicho su nombre siquiera la fatalidad habría sido evitada… pero no se podía, el cruel destino corría sobre rieles y nos llegaba el terrible momento.
“Comenzamos a hablar más íntimamente, despertando las emociones. Primeramente fueron sentimientos maternales, luego amistosos y finalmente llegaron al amor.
“Comenzamos a amarnos –dijo Enriqueta, en ese momento su rostro se llenó de espanto y bajó la mirada para luego desviarla a través de la ventana -. Tiempo después formalizamos nuestra relación a ojos de mi madre y mi hermano.
“Nos visitaba con frecuencia…
“Transcurridos muchos meses el hizo la proposición.
“Era tarde, y la lluvia evitaba que partiera, entonces las nubes rozaban las cumbres frías de las montañas, se escuchaban los cantos propios de la lluvia. Estábamos los tres en la sala, y él miró sonriente a mi madre, quien le respondió con una mirada de cómplice. Él se arrodillo ante mi estupefacta mirada y dijo: ¡Enriqueta, sabes cuánto te amo!, eres una mujer que además de estar dotada con la belleza, tienes algo más grato para los hombres impetuosos, la prudencia, tú me trajiste de las oscuras sombras, del miedo que me aquejaba a la muerte. Me otorgaste tantas cosas… por ello, te digo: ¿Quieres ser mi esposa?, porque era la mujer que más amo y deseo proteger.
“Tuve miedo y alegría al mismo tiempo y accedí.
“Nos casamos cinco meses después en una pequeña capilla de la ciudad, arrinconada por un grande y esplendoroso jardín…
“Llegó la noche de bodas, y fue consumada…
“¡Éramos hermanos! –dijo ella con horror.
Hasta entonces Amador había permanecido quieto, escuchando, pero lo alarmó aquellas últimas dos palabras, la mujer rompió finalmente en llanto.
-Habitamos entonces en una casa a las afueras de la ciudad, yo me di cuenta que estaba encinta y se lo dije. Así que partimos en busca de mi madre para decirle la noticia. Ella nos recibió con alegría y nos felicitó. Llamó a mi hermano y fue realizada una cena en honor a la próxima vida a nacer.
“Tu padre trabajaba mucho, y pronto se independizó, dejando atrás a muchos compañeros.
“Yo seguía encinta cuando llegó la noticia, mi padre había llegado a saludarnos, mi madre al parecer le había dado la alegre noticia y él quiso verme. Me envió el recado con un jovenzuelo que empleábamos para tales casos, en contestación, le dije que iríamos cuando mi marido llegara…
“La tarde caía fresca sobre la ciudad, dejando atrás el abrazador calor del día. Nubes oscuras corrían desde el sudeste y prometían lluvia… en el horizonte se trazaban las formas zigzagueantes de rayos.
“Leopoldo llegó y le dije la noticia de mi padre.
“Fuimos sin que yo diera explicaciones y él las pidiera.
“Llegamos cuando la lluvia rompía.
“¡Entonces todo el horror quedó develado!... Leopoldo vio a los ojos a Hermenegildo y pidió una explicación de su permanencia en aquel lugar y él, Hermenegildo, viendo de la mano a su hijo y a su hija se llenó de terror.
“-¡¿Pero qué haces tú aquí?! –cuestionó Hermenegildo.
“-Visito la casa de mi suegra –dijo decididamente Leopoldo.
“-Esto… ¡Esto no puede ser!, ¡Ella es tu suegra! –dijo señalando a mi madre. Las mandíbulas le temblaban.
“-Sí, Enriqueta es mi mujer –dijo Leopoldo…
“Y todo estalló.
Enriqueta permaneció un momento en silencio (se limpiaba las lágrimas de las mejillas).
-Entonces se supo que éramos medios hermanos. Todo se nos derrumbó. Leopoldo, colérico se fue hacia su padre, pero al sujetarlo de la camisa, lo miró intensamente a los ojos: viendo verdad en ellos. Gritó y grité yo, sosteniéndome el abombado abdomen. Leopoldo, llorando comenzó a recriminarle a su padre y mi madre, también en lágrimas, me sujetaba y abrazaba. Hermenegildo salió de la casa, titubeante gritando:
“-¡La fatalidad!, ¡La fatalidad! –Dijo perdiéndose en la oscuridad, con el rostro lleno de arrepentimiento y horror.
-¿Qué pasó después? –cuestionó Amador.
Enriqueta permaneció quieta y muda.
-Leopoldo dijo que no importaba que fuéramos hermanos, total, estaba una criatura en curso… pero no podíamos vernos, nos sentíamos… horrorizados. Él dejó de tocarme y yo verdaderamente lo agradecí. Aquello no podía continuar, era demasiada la culpa… entonces…
-Se divorciaron.
-Sí, yo lo amaba, ¡pero era mi hermano!... después de eso… él enviaba dinero para la manutención de nuestra hija, la visitaba constantemente… la amaba con locura. Pasaron los años, doce años y finalmente le dije que había un hombre que me pretendía. Le dije que deseaba casarme con él. Tu padre me miró y accedió. Después miró a nuestra querida Elena y sonrió.
“El se fue a Monterrey, donde comenzó de nuevo su vida… se casó con tu madre, Ana Laura. Nacieron ustedes… él seguía mandando dinero y venía constantemente a ver a nuestra hija. Elena creció y a casó con un buen hombre, se trasladaron a Guadalajara, donde aún viven…
-Ella sabe…
-Sí… por muchos meses no me envió carta… yo la comprendí, pero al año de enterarse comenzó a escribir y, al año seis meses, me hizo una larga visita…
-Según recuerdo, mi abuelo murió por esos días… -Amador miró a Enriqueta que asentía.
-Mi padre se suicidó dos meses después, dejando tras sí una larga carta donde nos pedía perdón…
Después de ello, Amador retornó.
Ahora, pensaba, Lourdes ya habría terminado de hacer la comida… entonces pasó frente al cementerio. Vio, a lo lejos, la tumba de su padre con la tierra removida y húmeda… allí estaba su padre.
Repentinamente recordó el rostro de Enriqueta y las palabras que decía con profundo dolor.
-¡Éramos hermanos!
Llegó finalmente y de retiró el equipaje, abrió la puerta y, sus hermanos lo observaron, él les sonrió, miró a su madre cuyos ojos decían: Ya lo sabes. Caminó hacia su mujer, y la besó largamente…


Texto agregado el 01-02-2012, y leído por 188 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-02-2012 DE MI SABRAS POR LA BELLEZA DE LAS FLATULENCIAS, ELLAS TAN NATURALES COMO TÚ O COMO YO. Y RECUERDA, SI NO APRECIAS LA BELLEZA TODO CUANTO HAGAS SERA UNA CAGADA. jarico
 
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