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El ángel de Isabel

VI - Elementales fuerzas de la naturaleza

En las charlas del día siguiente todos arremeterían contra los meteorólogos que fallaron en pronosticar el repentino temporal de esa noche. Zefón, desbocado sobre su hermano Ituriel, espíritu del agua, acarreó gruesas nubes de lluvia sobre la ciudad, y las descargó con violencia sobre algunos barrios; las bocas de tormenta se desbordaron y saltaron, ríos de barro corrían por las calles, arrastrando bolsas y botellas de plástico. En medio del estruendo del temporal, Axel iba cargando a la mujer por sendas despobladas, temiendo que al perseguirlos causarían caos y daños en la ciudad. Los autos estaban hundidos hasta los faros en la corriente, y cada tanto caían ramas de los árboles cortándoles el paso.
–Tenemos que buscar refugio –gritó Isabel, y como un faro en la tormenta surgió un portal alumbrado al otro lado de la calle.
Era el atrio de una iglesia católica de estilo barroco, cálidamente iluminado desde adentro porque se estaba celebrando un casamiento, tal como comprobaron al pasar dos filas de autos y un BMW gris decorado con raso blanco. Encontraron abrigo junto con media docena de invitados que se habían acercado a la puerta a curiosear, comentando qué mojadura se iban a llevar los novios a la salida. Un hombre la miró atónito: por un momento había creído que flotaba en el aire, hasta que Axel la depositó en la escalinata. Unas señoras se dirigieron a la joven que se sacudía el agua fría del cabello, pero notaron el aspecto deplorable que tenía, sus heridas, y se alejaron por un pasillo lateral. El ángel escudriñó el cielo:
–Están allí, pero no atacarán dentro de tierra consagrada al profeta Jesús, así que no salgas.
–Espera, ¿me vas a dejar aquí? –Isabel lo detuvo por una manga antes de que se fuera.
–No tengas miedo –Axel la miró por primera vez a los ojos, y ella se admiró del respeto que le infundía su mirada.
Apenas la dejó sola, un sacristán o algún tipo de religioso vino a hablar con ella, alertado por las señoras y porque su atuendo no encajaba en el evento, pero al ver su palidez y la venda sucia de sangre coagulada no pudo echarla a la calle. Además no parecía una indigente, sino una mujer que sufría. La metió en un cuarto, una oficina, mientras acababa la ceremonia, le ofreció un vaso de agua, y el teléfono que había sobre el escritorio. Entonces se le ocurrió, y esperanzada, Isabel le preguntó si conocía al padre Julio María Leal. No, pero le podía preguntar al padre Agustín.
Ella se sentó abatida y tomó un sorbo de agua. No podía llamar a nadie. Cuando vio que iban apagando las luces a medida que la gente se marchaba, hacia la noche nuevamente estrellada, temió que la harían irse y se escondió en un confesionario. Por eso cuando el párroco vino a buscarla no encontró a nadie, y tras revisar en el baño y en las primeras filas, alzó los hombros dándose por vencido.
Isabel nunca había sentido tanto sobresalto como aquella noche en la vasta nave vacía, escuchando el eco de misteriosos sonidos que no conocía y creyendo ahogarse en el vaho de flores marchitas.
Axel fue directo hacia Zefón, trepando una antena de televisión para gritarle en la cara que dejara a todos en paz, que lo enfrentaría en otro lugar. Desplegó alas y se elevó, metiéndose en el torbellino de agua y viento que lo succionaba hacia arriba con la fuerza de un tornado. Pronto divisó la puerta del Edén, y se posó sobre los primeros escalones con la espada alzada, mientras que Ituriel y Zefón, retomando su forma de hermosos pavorreales, se situaron a los pies de su señor, el arcángel Gabriel, quien se presentó en lo alto de la escalera.
–¿Eres tú quien ha causado este constante ir y venir todo el día? –inquirió, y por su tono Axel no supo si estaba realmente fastidiado o qué.
Parecía que algo de la situación le era divertido, como si no pudiera explicarse por qué ese ángel había provocado tanto lío. Pero no podía comprobar su expresión, porque llevaba una armadura de oro y diamante que lo hacía destellar como el sol, y su rostro iba envuelto en el fulgor del yelmo dorado.
–Mis disculpas, señor –Axel inclinó la cabeza y la espada se absorbió de vuelta en su mano–. Creo que además he lastimado a una de sus mascotas.
Incrédulo, Gabriel observó al pavorreal a su izquierda y notó la minúscula gota negra que había caído sobre el escalón marfileño, y por un momento contempló pasmado al joven ángel. Qué pudiera llegar a rozar siquiera a este espíritu, Ituriel, más antiguo que él mismo… Ya le caía bien este guerrero.
–No sufras, a ellos les gusta una buena pelea de vez en cuando.
Axel respiró aliviado al percibir la sonrisa consecuente del arcángel, y como se había quitado el casco pudo apreciar el tono azul profundo de su piel y los ojos celestes como turquesas, así como la variable expresión de Gabriel a medida que meditaba acerca de este acontecimiento.
–Ahí vienen –comentó, retomando un gesto fiero tal como convenía a un vigilante celestial, y con un ademán llamó a la guardia.
En cuanto Ridhwan, Muriel y Baraquiel pisaron la escalinata, los cuatro fueron rodeados por niños guardias y las lanzas de diamante apuntaron a Axel.
–Los escoltarán hasta el segundo cielo, donde escucharán sus testimonios –dijo con tono de funcionario público cumpliendo una tarea rutinaria–. Mientras estén bajo nuestra custodia no aceptaremos hostilidades, o serán lanzados al averno de inmediato –y agregó por lo bajo, cuando ya habían cruzado los pilares del Edén–. Que se haga justicia.

A pesar de todo, el cansacio venció a Isabel y quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza en el banco de madera del coro. En medio de la madrugada, había enviado un sms pidiendo ayuda a Cecilia, pero su amiga recién le contestó al despertarse, y fue esto lo que alertó al limpiador, un joven alto, desgarbado y tartamudo, que descubrió su escondite por la musiquita del celular. Isabel escuchó sus gritos y al abrir los ojos alarmada, vio una figura borrosa que se cernía sobre ella. Más asustada incluso que él al encontrar a una intrusa, bajó corriendo la escalera de caracol y resbaló en el mármol del pórtico hasta aterrizar en la luz deslumbrante de la mañana. Por un segundo permaneció atontada, recordando vagamente una advertencia, pero los gritos furiosos del hombre que la llamaba de adentro, la hicieron correr.
Todo volvió de a poco a su mente y detuvo su estúpida carrera. Sacó el celular y llamó a Luis. Él contestó en seguida. Isabel suspiró de alivio al sentir su voz, se hallaba sano y salvo.
–Hola… ¿Quién?
Parecía sorprendido, le repitió su nombre, ¿no recordaba a su novia acaso?
–¿Qué dice? No conozco a ninguna Isa, ni Isabel. Número equivocado.
Aturdida, la joven paró en medio de la cebra deteniendo el tráfico y miró al celular como si fuera el culpable.
No, debía estar enojado por lo que pasó la noche anterior y la estaba martirizando.

A diferencia de otros círculos, allí habían recortado simétricamente los jardines, dejando una enorme plaza expuesta a la luz sempiterna del Cielo. Como en ningún otro lugar, Axel pudo sentir que existía un orden y un sentido, más allá de las cosas que parecían fuera de lugar en el mundo, como las rosas azules que brotaban por doquier en el lugar donde había crecido, o que estuviera siendo conducido a un juicio por matar a un ángel guardián, quien en lugar de cuidar, había abusado de su protegida. Pero los pensamientos sucios no encajaban en aquel espacio delineado lleno de seres pacíficos: debía estar llegando la solución. Con nueva calma, se sentó en un largo banco, solo, y enfrentó a la asamblea de curiosos que se habían ido reuniendo, mientras esperaba el momento de aclarar todo.
Pasó un largo tiempo desde que el juez abriera la sesión, con una larga introducción que podía servir para cualquier delito grave o pequeña falta, y también hablaron otros, cantando alabanzas a la justicia y al poder de dios. Estaban probando su paciencia, pensó Axel, clavando los ojos al frente y resistiendo mirar a Ridhwan que estaba medio oculto tras un grupo de ángeles blancos, lleno de pena. Hasta ahora sólo le habían pedido que confirmara su nombre, ¿cuándo podría hacer sus descargos o cuándo hablarían los demás? De pronto, la muchedumbre se apartó con respeto para que el máximo supervisor pasara. Raguel se detuvo en el centro del amplio espacio vacío, y sin mirar siquiera al acusado, anunció que Baraquiel ya le había informado y él mismo había examinado a un testigo. Presintiendo algo desagradable, Axel escrutó el largo rollo que había desplegado, tratando de ver a la distancia. Pero no tuvo que esperar mucho para enterarse de las infamias que Muriel había inventado, culpando a las humanas de la corrupción del ángel Nasaedhre y del mismo Axel, que habría sido empujado a la ira y al asesinato por una mujer.
Podía sentir los ojos de la multitud ardiendo sobre su piel, y no se contuvo más:
–¡Eso es mentira! –gritó.
Un murmullo de asombro recorrió la explanada y Ridhwan se tapó la cara, incrédulo.
–Los ángeles no mentimos –replicó Raguel sin inmutarse.
Axel volvió a sentarse, vencido. Era verdad, eso le habían enseñado… y sin embargo, aquel mentía. En su estado de confusión, apenas escuchó hasta que se dio cuenta de que se estaba refiriendo a su castigo.
–¡No! ¡No han escuchado mi parte! ¡No pueden condenarme sin dejarme contar lo que pasó!
Raguel se volvió, asombrado de que alguien lo interrumpiera dos veces seguidas. Su cara era una máscara sonriente pero Axel creyó que quería aplastarlo como a un insecto. Se estaba poniendo muy perceptivo desde que corría el riego de caer en la eterna condena. El supervisor ordenó, con voz musical:
–Tomen a ese ángel y llévenlo a la puerta del infierno.
Algo en su interior se revolvió al ver que Raguel sostenía en su mano la hoja con su nombre arrancada del Libro; asco, confusión, vergüenza, y rabia impotente. Hasta que dos pares de manos lo alzaron por los brazos, y reaccionó. No se iba a dejar arrojar al foso sin pelear. La espada negra apareció en su mano derecha. Raguel reprendió a los guardias por no haberle quitado las armas. No le habían visto ninguna. Ridhwan aprovechó el alboroto para colarse en el grupo que lo tenía rodeado y susurró algo en su oído.
De pronto todo empezó a temblar y se abrió una enorme grieta en el suelo. Axel intentó mantener el equilibrio pero el vacío parecía atraerlo y cayó por el portal que Raguel había abierto para mandarlo directo al primer cielo.
Axel cayó de espaldas en un desierto gris y dos pequeños guardias le apuntaron con sus lanzas de punta de diamante. “La Luna, desde aquí puedo huir a la Tierra”. No tenía idea de cómo iba a regresar a recuperar su nombre, ya lo pensaría después. Ahora sólo tenía que vencer a los guardias de Gabriel y burlar su vigilancia, cruzar el Edén y volver con los humanos.

Texto agregado el 31-01-2012, y leído por 98 visitantes. (0 votos)


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