Su andar cansino, sus ojos como el mar y su bella sonrisa alimentaban la armonía del universo… Un sonido despertó su descanso de todas las noches… Miró al costado, luego al techo del cuarto y por último a la libre ventana sin cortinas pues amaba ver el amanecer frente a la mar… El octogenario se levantó como quien busca un nuevo amor… Caminó lentamente hasta salir del cuarto… Ya frente a frente, aquellas dos inmensidades se acercaron no lo suficiente, lo necesario para unirse en un solo aliento… El hombre se sentó en las faltas de la orilla del mar y éstas besaron sus pies macilentos… El octogenario sonrió y supo que estaba frente al compañero de toda la vida… “Ya sabes respirarme”, dijo la mar… “Has aprendido lo simple de vivir con el vaivén del aliento y que Dios está en nosotros y todos los alientos de su creación…”… “¿Deseas algo de mí, anhelas un bello poema, un paisaje, una criatura de mis entrañas?”, preguntó la mar… El hombre se paró y empezó a caminar entre las aguas, hasta sumergirse en su vientre… Luego de nadar y nadar supo que estaba en los brazos de Dios… El hombre sonreía y luego de estar bailando con las olas supo que toda la vida era un solo juego, uno solo… Nadó hasta llegar a la orilla y ya saliendo, se dio la vuelta y dijo: “Eres mi hermano, aunque seas agua, pero el agua vive dentro de mí, y tienes mi aliento, aquel que une todo lo creado…”… El hombre se sentó en la orilla de la mar y continuó: “Tengo tan solo la dicha de vivir, unos cuantos alientos de Dios y este cuerpo agotado de tanto andar… Te entrego este instante, este momento, este aliento que es tuyo y mío, te doy mis sueños y recuerdos, y este corazón que no es mío, es del gran creador… Espero verte el resto de mis días y en cada hundida sentir el afecto que tienes escondido en tu corazón…”… Ambos se quedaron mirando y cuando el hombre dio una sonrisa, la mar roció su eterna canción, rodeada de aves y cielos, respirando, así como todos los dioses…