Capítulo 63: “Isla de Pascua, la Batalla Final”.
Mis días de piratería… eso a muchos les interesa saber… ¿Cuántos barcos saqueé? ¿Cuántos navíos hice hundirse en la inmensidad y profundidad del vasto mar? ¿Cuánto he amado gracias a eso la libertad que sólo la piratería es capaz de dar? ¿Cuánto adoro y adoré al mar por sobre todas las cosas?... son preguntas que se responden solas al leer este relato, este testimonio. Pero ciertamente no hablaré ahora de aquellos días que me atrevo a decir fueron los más felices de toda mi vida, los más libres y los más llenos de aventuras… Eso se confunde con mi realidad de aquel entonces, con las muchas veces que me dediqué a ser una maldita pirata, uno de los terrores con que cargaban las olas que reventaban en costas chilenas.
Llevábamos un mes de navegación y aún no divisábamos costa alguna. Los vigías trabajaban día y noche, sin cesar desde los mástiles, pero el anhelado avistamiento no nos concedía el honor de aparecer. Yo fui nombrada capitana del segundo navío que adquirió la NHM en toda su historia, el cual fue llamado “Rosa Oscura II” en honor a nuestra primera embarcación que entonces yacía en el fondo del océano.
Era un barco idéntico al “Rosa Oscura”, no pude evitar encontrarlo precioso y añorar el recuerdo del navío hundido. Insistí en la idea de adquirirlo y conseguí que el dueño de aquella belleza flotante me lo traspasara. Francamente no sé en qué demonios pensaba aquel vejete esa mañana, pero nos fue bastante útil… Tras esa media hora, todos quienes iríamos rumbo a la Isla de Pascua estábamos a bordo de un navío, cada grupo había elegido el que le pertenecería y nos dirigimos con rumbo a la isla con el “Rosa Oscura II” a la cabeza. Yo era la capitana del barco insignia y como de remate, la principal timonel de éste. Si algo fallaba con todas las tripulaciones a mí habían de colgarme y hacerme bailar debajo de una cuerda.
-Es muy tarde, debes descansar-me dijo Franco sacándome de mis ensoñaciones.
Él y Manuel eran los segundos al mando del navío, así que estaban a cargo del timón y el rumbo cuando yo no pudiese más.
-Todavía puedo un poco más-dije sosteniendo firmemente el timón.
Yo llevaba horas dirigiendo el rumbo. La noche anterior nos habíamos reunido para fijar los rumbos junto con Manuel, así que yo estaba desde la noche a cargo de todo lo que se llama “puente de mando”.
Giré con aire experto el timón. Nos había tocado buen tiempo así que no era difícil conducir aquella reliquia. Ese navío era antiguo. Uno de los pocos que sobrevivían desde el siglo XVII en Chile, y el anticuario que lo tenía a su cuidado y que había inspirado la fabricación del “Rosa Oscura” nos lo había cedido. Volví a dar vuelta el rumbo… ya extrañaba las tormentas que habían hecho complicadas mis primeras incursiones en la filibustería marítima. A la mitad del bajel se veía a la mayor parte de la tripulación accionando en las velas.
-Insisto, no tienes que ser tan orgullosa-trató de persuadirme.
-Hacer ésto me trae recuerdos… de mi hermana, de Victoria, de cuando el “Rosa” se hundió, o lo hundieron mejor dicho…-dije perdiéndome en el recuerdo y sosteniendo más firme que antes el timón, como para no derrumbarme.
-Y guardarás muchos recuerdos si te desmayas de cansancio… ¡Pásame el timón de una vez!-dijo.
-Aye, aquí lo tiene, señor Ser Urgido Por Ser Capitán, alías capitanejo-bufé soltando la rueda.
Me recliné en la baranda que daba desde la popa al mar. Las olas rugían bajo nosotros, el agua saltaba desde su origen a mi rostro y una suave brisa pasó relatando su historia en el océano por mi cara. Aspiré el aire salino y volteé bruscamente tras ello. Advertí la mirada de preocupación de Franco, seguramente él pensaba que yo me podía perder en la profundidad, tras una aparatosa caída y sólo por no haber descansado antes de reclinarme en la baranda.
-¿Cómo están las “prisioneras”?-quise saber.
-Las cicatrices se están curando…-fue su escueta respuesta.
-No me refería a eso-indiqué.
-Si me hubieses escuchado completamente sabrías que lo que te decía difiere poco de lo que te referías-contestó.
Mi única respuesta fue poner los ojos en blanco.
-Están más contentas, soñadoras y felices de que hubiésemos llegado a sacarles el pescuezo de la horca-contestó.
-Aye…-suspiré perdiéndome en el recuerdo.
De verdad no había sido un error ir a salvarles el pescuezo aquella vez. Al principio nadie nos había tenido fe, nadie creía que nosotras en un comienzo seríamos capaces de ayudar a llevar una cárcel y los carcelarios no pensaban ni en lo más remoto de su ser de que nosotros podríamos hacer aquello. Nadie sabe bien el porqué, seguramente el motivo es que tenemos un aire especial hasta el día de hoy, un aire liberal e impulsivo que nos delata en cualquier parte. Luego todos se habían acostumbrado a la idea…
Franco, quien ahora era mi segundo al mando, estaba encargado al igual que muchos liceanos de enseñar a las prisioneras a hacer distintas cosas que luego se comerciaban, entre ellas comida internacional, artesanías e instrumentos musicales. Arlette, Manuel y yo nos hacíamos cargo de ser el nexo entre las carcelarias y sus prisioneras, y así velar por la paz en el recinto. Marisol organizaba los turnos para hacer distintas cosas entre las prisioneras. Catalina era la encargada de religiosidad en la prisión, de mantener el contacto entre la religión y la fe con las condenadas. Francisca y Javiera tenían por labor traspasar armamento y formación guerrera a las mujeres que cumplían condena en cualquiera de las cárceles, era un trabajo clandestino en el cual muchas veces quienes hacíamos de nexo participamos con el so pretexto de ayudarlas a resguardar la cárcel de un ataque destructor. Marianela y Graciela cuidaban la alimentación y el trabajo de primeros auxilios. Mientras que, Alejandra y Valentina enseñaban de arte en el lugar para luego hacer espectáculos con cobro de entrada.
De verdad, no había que arrepentirse de haberlas ayudado. En mi vida había visto heridas tan grandes, espaldas que daban tan fuertemente como sudor, la sangre. El látigo antes de nuestra llegada cumplía una labor incesante día tras día, noche tras noche y sus cicatrices eran como un recuerdo indeseado que permanecería eternamente en la memoria más allá del lugar de origen de su nacimiento.
Así permanecía yo, ensimismada, recordando y añorando, dejando al mundo tras mis pensamientos e ideas. Acodada estaba, dejando que todo fluyera a mí alrededor, que el timón manejado firmemente hiciera correr raudo al bajel, que las olas y la brisa dejaran su volátil recuerdo en mi cara. El mundo no se acabaría si yo estaba por unos momentos alejada de lo común y más cerca de lo normal de mí misma. Y se podía asegurar que nada cambiaría, nada.
-¡Tierra a la vista, tierra a la vista!-gritó alguien desde uno de los mástiles.
Aquel grito tan deseado por espacio de un mes me removió de mis pensamientos, me sacó de mi ensimismamiento y me devolvió a mis ideas. Todo aquel que estaba en cubierta y bajo de ella sin hacer absolutamente nada corrió hasta la borda, yo no fui la excepción.
Se dibujaron expresiones felices en los extenuados rostros de los tripulantes del “Rosa Oscura II”. Al fin, al cabo de un mes se avistaba tierra y aquel no era una isla cualquiera, nadie es capaz de decir que era un pedazo de tierra alejado de la mano de Dios y de cualquier fuerza humana. Era la Isla de Pascua, Rapa Nui, Te Pito o Te Henua, el Ombligo del Mundo, Mata Ki Te Rangi…
No tuve necesidad de sacar el catalejos para contemplar la exótica belleza de la isla ni para divisar en éxtasis sus paradisiacas playas. Miré a Manuel y di una ojeada a mí alrededor. En todas y cada una de las embarcaciones de la flota los piratas miraban embelesados la isla, al fin estábamos por llegar con completa certeza de una parte de nuestro futuro.
Corrí a lo más que me dieron las piernas hasta la parte de popa en la que estaba el timón, al lado estaban las cartas de navegación por las que nos guiábamos. Revisé los mapas que se ubicaban en la mesa y di con la seguridad de que al anochecer estaríamos tocando puerto por primera vez en un mes. Aparté a Franco y cogí la rueda con fuerza, con la suficiente para hacerla girar con la mayor potencia y violencia que en su centenaria existencia hubiese registrado.
-¡Preparen los cañones, sigan la batalla como Manuel organizó, hagan girar el barco y abran las velas! ¡Esta noche lo último que verán esos malditos ibéricos será la Jolly Roger y una bala de cañón en su maldita cara! Si es que se puede ver eso, ¿savvy?-arengué.
Antes de que concluyese mi arenga todos vitoreaban y gritaban de entusiasmo de un punto a otro en el bajel, de popa a proa, de estribor a babor.
-¿Lucharemos en tierra?-preguntó Franco.
-Aye, la mitad de cada tripulación, la otra los cañoneará y entablará lucha marítima, ¿savvy?-respondí girando el timón.
-Manuel entonces estaba en lo cierto, yo no captaba tu plan-admitió.
-Nunca captas mis planes-sonreí-. Y ahora hazme un favor, mejor dicho haznos un favor, dile a Arlette que haga lo que tiene que hacer, ¿savvy?-pedí.
-Con que hablas en clave, ¿eh?-dijo.
-En la que mejor entiendes, ¿savvy?-repliqué con ironía.
Lo último que alcancé a ver de Franco era que se alejaba entre risas en pos de encontrar a Arlette y darle mi recado. Sonreí ante eso y comencé a ver la playa más cerca aún de lo que imaginaba estaría.
Pasamos los islotes Motu Iti, Motu Nui y Motu Kao Kao, los cuales se erguían en medio del océano muy cerca de la isla. Se veía la roca virgen cubierta a duras penas con amplios pastizales de hace siglos. En algunas partes se veían pastos de color verde, pero eran sólo manchones comparados con los que se encontraban manchados y quemados por el furioso embiste del tiempo. Posados en los roqueríos y en medio del pastizal se veían gaviotines pascuenses. Pasó una bandada blanca por sobre nuestras cabezas y al ver sus manchas negras en el cuello distinguimos que pertenecían a la misma especie.
Seguimos navegando hacia el oeste y divisamos el Orongo. Sus roqueríos recibiendo el furioso embiste del mar embravecido, las rocas tan altas casi chocando con el cielo, el lago en medio del cráter haciéndose infinito en su extracto, las construcciones hechas de rocas con arcos que conducían a la oscuridad y la lejanía del alma de la isla, y la roca madre tallada.
Comenzamos a bordear la isla para encontrar la playa indicada y predestinada para ser una de las marcas de la historia, pues sería el lugar de nuestro desembarco. Como debíamos ir luego a Hanga Roa determinamos que tenía que ser una costa cercana donde tocásemos puerto.
Guié el navío hasta la playa llamada “Pea”, la cual es un pequeño trozo de costa ubicado al lado sur de la caleta de pescadores. Desembarcamos según la costumbre y nos encaminamos por las arenas blancas. Un poco más lejos se veían un par de personas practicando surf, pero eran bastante pocas comparadas con la concurrencia que recibía la playa al ser considerada una de las mejores a nivel mundial para practicar dicho deporte.
Al no mucho andar chocamos con unas paredes de roca bastante pequeñas que tenían forma de escalinata. En cada uno de esos escalones crecía la maleza como si el tiempo no tuviese lugar, era uno de los relojes naturales que mantenían pasado, presente y futuro de la isla, conectados entre ellos. Al norte se veían las lanchas y barcos de los pescadores, también sus casas con palafitos y la caleta; al sur, era posible observar sólo la arena y unos cuantos farellones cubriendo la isla, en especial el Orongo y el volcán dormido que es el Rano Kau, su nacimiento; al este, hacia el fondo, se divisaba la vegetación propia de Rapa Nui entrelazándose mutuamente, protegiéndose quizás, un poco más adelante estaba el sello característico de la isla: los Moais.
Subimos los escalones de piedra y cuando estuvimos en la cima oteamos hacia el mar, hacia el horizonte… el agua turquesa se fundía con el arrebolado cielo y el sol entraba a su habitación para volver a esperar a nacer en el otro día. Había una piscina hecha con piedras un poco más allá.
Nos decidimos a caminar con rumbo a Hanga Roa, entonces. Cruzamos la desolada calle para internarnos en el bosque que habíamos divisado detrás de algunas casas. El silencio era profundo, sólo las olas del mar rompiendo e hiriendo la costa y de las aves marinas. Por sobre nuestras cabezas pasó volando una kena verde y se posó sobre una palmera, que ni se balanceó ante la llegada de la pequeña y cantarina polizona. A lo lejos pasaron unas bandadas de tavakes, similares a las gaviotas, y graznaban buscando su hogar en medio del hermoso horizonte que el mar ofrece para luego unirse con los grupos de makohes que volaban en rumbo contrario. Nos lamentamos por no haber visto ninguna tortuga marina, pero nos dimos esperanzas de que pronto las viéramos andar.
El bosque comenzó a hacerse más espeso, era algo inusitado en aquello deforestada isla. Los pocos toromiros y hau-hau del lugar se entrelazaban cerrando el paso a cualquiera que pasara por el barroso camino. Todo indicaba que había llovido poco antes de que alcanzáramos a divisar en el horizonte la isla.
A los cinco minutos de caminata por el interrumpido camino, llegamos a Hanga Roa. Un silencio extraño e inusitado reinaba en la capital isleña y eso sólo podía atribuirse a la llegada de alguien importante en el aeropuerto o una festividad a realizarse en cualquiera de las playas existentes en el lugar menos la de “Pea”.
-Vamos a darnos una vueltita por el aeropuerto, de más que están ahí-propuse.
-Sí, de hecho si no están aquí tienen que estar en el aeropuerto-confirmó Manuel.
Con el pequeño plano de la ciudad que nos había fabricado Franco, quien en esos momentos de había quedado a bordo del “Rosa Oscura II”, nos guiamos al aeropuerto, el cual estaba localizado muy cerca de Hanga Roa en dirección sureste.
Al llegar nos encontramos con el Moai que ha servido para identificar el terminal aeronáutico en todos los del mundo. No era tan grande, pero su roca volcánica finamente tallada se imponía por presencia. Alrededor de éste había grandes extensiones de áreas verdes y casas. El principal árbol de aquel lugar, que se impone de por sí, por su altura, por el tono de sus hojas, por la grandeza que posee, era la palmera.
Nos topamos con el edificio del aeropuerto, de tono amarillo, pequeño, con la apariencia de una casa común y corriente. En la parte superior de la puerta se leía “Aeropuerto Internacional Mataveri”, escrito en una placa de madera tallada con letras de apariencia aborigen.
Ingresamos pasando completamente desapercibidos en medio de la concurrencia. Casi todos se dirigían a la pista velozmente, como que si no lo hacían el mundo se acabaría inmediatamente por su irresponsabilidad o bien, lentitud.
En medio de la pista estaba un avión estacionado y de él bajaba una delegación bastante grande de personas ataviadas con sus trajes más elegantes, principalmente hombres. Cerca de la puerta que daba con el pasillo del aeropuerto se encontraban varias muchachas bailando danzas típicas de la isla para así dar la bienvenida a los foráneos que las miraban con total atención. Hacia la derecha estaba un grupo musical formado por nativos presentándose con las melodías que caracterizan a sus tierras. Cuando terminaron de bailar “Tamuré” las polinésicas se dirigieron a los visitantes y mientras éstos bajaban del avión les colocaban en el cuello un collar hecho de flores nativas para así recibirlos.
Cuando terminó esta bienvenida al más puro estilo polinésico uno de los recién llegados se dirigió al micrófono que estaba ubicado al lado de donde las jóvenes habían bailado recién. Lo primero que hizo tras saludar fue agradecer el recibimiento que les habían otorgado. Luego indicó la procedencia de quienes venían en el avión, que eran los mandamases realistas que estaban en tierras chilenas. Y al finalizar su discurso dio a entender a la concurrencia que el motivo de su arribo a la isla era conquistarla y anexarla al dominio español. Ésto adquirió una caída similar a la de una cubeta de agua fría sobre la población pascuense.
Empuñamos nuestras armas en caso de tener que usarlas y nos corrimos el rumor unos a otros de lo que haríamos si fuese necesario: presentar batalla ahí mismo, sin ningún temor. En eso unos cuantos nativos de la isla se acercaron a protestar por aquello, a matar a la delegación ibérica si era necesario. Ellos eran quienes habían mantenido a la isla libre por todos esos años y ahora, quienes nos liberaban del trabajo sucio de asesinar a alguien.
Pero los resultados fueron infructuosos y los subieron como rehenes al avión que comenzó a volar con rumbo a la capital nacional. Por esa oportunidad los peninsulares se habían salvado de una muerte técnicamente segura, por esa vez.
-¡Y ahora el que sea suficientemente osado como para usurparnos el poder en esta isla, será condenado a cadena perpetua y en el peor de los casos a la horca!, ¿está claro?-bramó desde el micrófono el gobernador.
La primera respuesta que recibió a sus dichos fue una pifia que se generalizó desde un punto a otro en la pista de aterrizaje. Los guardaespaldas que vigilaban de cerca a la élite ibérica que representaba a su nación, desde ese mismo segundo en la isla, se pusieron en guardia para hacer frente más rápido ante cualquier ataque. Luego llegó una respuesta con palabras articuladas en castellano desde la población.
-No crean que lograrán salirse con la suya, esperen a lo que sucederá esta noche-fue la contestación que dio un nativo.
La gente comenzó a vitorear más envalentonada de lo que sus cuerpos y mentes eran capaces de soportar, nunca se había visto a gente tan ferviente a la hora de proteger la libertad de su pueblo aún el precio fuese la guerra más frenética e improvisada de toda la historia universal… luego, entre grito y grito en lengua aborigen y español, llegó la única respuesta perfectamente comprensible, pero a un volumen de voz técnicamente inaudible.
-Claro que los esperaremos, claro que sí…-contestó como para sí mismo, sin darse cuenta de la presencia del micrófono, el gobernador.
La gente salió gritando y vitoreando fervientemente, cuando todos los nativos salieron del terminal aéreo, se cerró la puerta con candado tras ellos. Si los ibéricos querían salir, al menos que les costase un poco no estaba nada mal, así no podrían darles alcance inmediatamente.
Cuando habíamos salido de la capital isleña surgió una idea en mí y no me detuve hasta ver que estaba saliendo del grupo que formaba la NHM en el camino.
-¿A dónde vas?-sonó la protectora voz de Manuel tras de mí.
-Digamos que… a conversar un poco, ¿savvy?-contesté sintiéndome fastidiada por la sobreprotección que él ponía en mí, habían muchas más guerrilleras de las que podía hacer lo mismo, pero yo no lo toleraba.
-Algo no te encaja, ¿verdad?-fue su pregunta.
-Manuel, amigo, cuando escriban mi biografía te pediré que definas mi personalidad, te pagarán bien por ello… ¡Claro que tengo dudas!-fue mi respuesta.
-Acepto tu oferta y si quieres morir o te dañan, yo ya no estaré ahí para darte mi protección ni mucho menos mi ayuda, ¿savvy?...-ironizó con mi término y era bastante obvio que la furia tenía una toma en sus sentimientos, ojalá que lo soltase a tiempo, después de la batalla.
Envalentonada por la discusión tenida hace un par de segundos caminé decidida hacia el hombre que había gritado su juramento de guerra en contra del gobernador. Me infiltré en el batallón que él conducía y me acerqué hasta él, como no se percató de mi presencia y mantenía la mirada fija en el camino me vi obligada a hablarle si no quería permanecer así por horas.
-Necesito hablar con usted-principié.
-Usted dirá-replicó.
-¿Por qué juró guerra a España ahora? ¿Tiene un título o algo así?-pregunté.
-Soy comandante del grupo que ha organizado la resistencia en la Isla-fue su respuesta-. Y además prometí a la comandanta de la NHM que mantendría Rapa Nui libre, batallando ante el más mínimo amago de opresión-continuó.
-Disculpe mi mala educación al no presentarme… soy Boudica, la comandanta de la NHM-me presenté tendiendo la mano.
Nos estrechamos las manos a modo de presentación.
-Estuvo muy acertado eso de que ahora fuese la batalla final. El número de realistas aquí se ha incrementado en las últimas semanas, vinieron todos-dijo.
-Aye, por lo mismo, sólo quedaron gendarmes y estamos controlando las aduanas y cada lugar por donde pueda entrar un ser humano-contesté-. ¿Quiénes eran los que fueron tomados como rehenes?-me decidí a inquirir.
-Soldados míos-contestó.
-Se deshizo parte de sus filas, pero aquí cuenta con más guerreros de los que usted podría imaginarse-traté de consolarle.
-No te preocupes, el que inició el ataque era aviador y con la reconquista perdió el título, estará dentro de unos minutos y sabrá cuando atacar, presentimos que esto sucedería y armamos un grupo para hacer lo que se hizo-replicó.
-¡Qué astuto!...-musité como para mis adentros.
-Claro, sino no se es guerrero-confirmó.
-Aye…-contesté.
Salí del tumulto y me dirigí a donde caminaba la NHM, ingresé al grupo y me acerqué a Manuel.
-El que dirigía el ataque es aviador, así que vendrán a batallar, no pasará nada malo, espero, claro…-dije.
-Eso espero, comandanta-replicó formal.
-Así será, comandante-afirmé mi punto.
Sin responder, sin decir nada, Manuel siguió su impulso, su egoísmo que casi no tenía lugar en el, sus deseos de libertad… Llegó y se marchó, comenzó a caminar con rumbo a Marisol que seguía pagando su deuda auto-impuesta con nosotros y principió a platicar. A vivas luces estaba herido, lo había dañado, me sentí cruel por primera vez en mucho tiempo y anhelaba recuperar a aquel amigo tan importante para mí, para así no tener que dejar vacío el lugar que se había ganado en mi corazón. Pero aún así no atiné a seguirlo, tenía que tramar algo muy fuerte, mordaz, que no admitiese replicas, para así poder recuperarlo, no podía dejarlo ir…
A eso de las diez de la noche, hora de la isla, llegamos a Orongo. En las alturas se veía el volcán Rano Kau, sumido en su eterno sueño del que parecía jamás iba a despertar. Las casas eran de piedra y estaban sumidas en la roca madre, que se cubría de un alto pastizal. Algunas de las construcciones de la ciudad de los rituales de los pascuenses de antaño, estaban sobresalientes y se cubrían de algunos pastos, que habían nacido ahí desde hace siglos. La entrada a cada una de las edificaciones conducía a una tétrica oscuridad enmarcada de piedras que hacían las veces de ladrillos. Al seguir andando, la tierra cubierta de maleza chocaba de vez en cuando las piedras talladas y pintadas con petroglifos. En una cueva alcancé a ver que había un moai, el cual me llamó bastante la atención…
Cuando me disponía a entrar a la cueva a ver más de cerca la estatua que desde hace cientos de años estaba ahí, se encendió fuego desde la mitad de la ciudadela. Volteé hasta ese lugar y vi como sacaban de un lugar que ignoro unos tarros con pintura. Y se pintaban la cara en conjunto con el cuerpo. Los motivos eran guerreros y de colores en tonos tierra y de distintos pigmentos.
Luego se acercaron al fuego y se reunieron en formación. Fue un momento de tenso silencio y la mayoría de los guerreros que no procedían de la isla decidieron voltear el rostro para concentrarse en otra cosa. De repente un grito estridente sacó a todos de su abstracción para volver la vista a los aborígenes, quienes habían comenzado a practicar la danza guerrera del “Haka”, un baile milenario… Pretendían amedrentar a sus rivales cuando les viesen bailar de esa forma, con esa energía.
Al cabo de unos minutos la danza de guerra perdió su interés, su encanto, para todos menos quienes la practicaban, comenzaba a volverse monótona. Caminé hasta un acantilado y alcancé a ver que el navío de nombre “Viento Negro”, que hasta entonces se había refugiado a toda velocidad se refugiaba en la playa Anakena, huía con rumbo al sur.
-Mal fario…-alcancé a susurrar al ver la situación.
Momentos después de que dijese eso una bomba estalló muy cerca de mí derrumbando una de las casas de piedra de Orongo. La danza se detuvo, algunos se lanzaron al suelo para protegerse de la bomba que solo podía vaticinar que venían cerca otras de su clase y otros se armaron de valor al encaminarse para ver qué había sucedido.
-¡No se lancen al suelo!-ordené.
Lo único que pasó zumbando por mi mente fue un pensamiento y una posible respuesta a lo sucedido; si se lanzaban al suelo podían atacarnos más fácilmente, y posiblemente eso ya estaba sucediendo.
-¡Sigan bailando!-ordenó el comandante de los aborígenes.
Su gente le obedeció al instante y los demás nos quedamos a observar lo que más tarde sucedería.
En el intertanto el “Viento Negro” se había aliado al “Rosa Oscura II” y comenzaron a contestar el fuego que recibía el navío mencionado en un comienzo.
-Es mejor que vayamos al cráter, desde aquí no se ve nada-dije a Manuel.
Sin querer todos los dirigentes que me acompañaban habían oído lo que yo dije a Manuel y fueron de inmediato a reunir a su gente para obedecer el cometido.
-Claro, si siempre se hace lo que tú dices-ironizó en respuesta.
-Manuel, amigo, ¿alguna vez no ha funcionado?-repliqué.
No obtuve ninguna respuesta de su parte ni buena ni mala, ni sincera ni irónica, ni siquiera estaba presente el sarcasmo que solíamos utilizar en nuestras discusiones para organizar a la guerrilla, simplemente comenzó a caminar y reunir a la gente. Yo por mi parte me reuní a los danzantes.
-Vamos al Rano Kau, al cráter, desde aquí no vemos los riesgos que corremos-dije dirigiéndome al comandante de los nativos.
-No se preocupen por nosotros, nos quedaremos aquí a amedrentar al enemigo, vayan ustedes-fue su respuesta.
Nos encaminamos para subir el Rano Kau hasta su cima para así poder ver mejor quienes atacaban a los navíos de nuestra flota, y así descubrir los peligros que corríamos. Tras nosotros se fundían los ruidos de los cañones y las balas golpeando a los combatientes en el mar, y tras ellos se hundía en la nada el aterrador sonido de la danza del “Haka”…
Cada piedra, cada maleza, cada palmera inclusive los charcos de barro, todo tenía su historia. Pero así, poco a poco comenzamos a alejarnos del Orongo y detrás de nosotros se iban perdiendo aquellos atisbos de la cultura Rapa Nui. A cada segundo de caminata se fundían en la memoria los petroglifos, los gritos y todo comenzó a cobrar una inusitada calma, ya estábamos lo suficientemente lejos de la ciudad de los festejos.
Seguimos subiendo hasta que alcanzamos la cima del volcán dormido. Lo primero que alcancé a ver al llegar fue el cráter que con el tiempo se había transformado en una laguna plagada de pequeñas islas de totora, ya no era aquel indicio de fuego por el cual se había dado forma a la isla. El resto era maleza, roca pura y sólida, y algunas plantas nativas de la isla. Todo parecía tan quieto y tan pacífico que no daba indicio de la batalla que se estaba librando en la costa, tan cerca y a su vez tan lejos.
El viento pasó aullando por nuestros rostros y trajo consigo el sonido de unos cañones, los del “Rosa Oscura II” para ser más precisa. Se estaban batiendo como podían en contra del enemigo en común que les amenazaba. Por sobre nuestras cabezas pasó graznando una bandada de tavakes, volaban a toda prisa a causa del susto que les producía oír esos ruidos que los de su especie no habían escuchado en espacio de siglos.
Me encaminé a la ladera más alta del volcán y oteé hacia el horizonte. Desde ahí se podía ver toda la isla y el mar que le rodeaba. Hanga Roa estaba en llamas, la habían atacado y de más está decir que los asaltantes eran los realistas, que habían esperado aquel día, o mejor dicho aquella noche, con la misma ansiedad que nosotros. Los moais casi no se distinguían con la cantidad de gente que estaba en el borde mar, tratando de huir. Entre ellos se distinguían grupos realistas y nativos de la isla. Las playas de Anakena, Ovahe, Pea y distintas bahías eran el escenario de batallas marítimas, mientras que los cerros y bosques de la isla eran el campo de batalla en tierra. Muchos Ahus habían sido demolidos por los ibéricos, quienes huían por la embestida nativa.
En las playas se veía que los españoles huían con fuerza y velocidad, mientras que eran atacados por nuestros navíos de diversas maneras. Ya habían comenzado a huir, eso significaba que el primer ataque era de autoría patriota y se podía divisar que fue desde los cañoneos en alta mar.
Las palmeras caían con una velocidad y frecuencia inusitadas, dejando la isla más deforestada de lo que originalmente era. Y las aves huían de ahí graznando de manera aterradora, reflejando su miedo en nosotros, haciendo compañía a los ibéricos y a los isleños que vivían en la incendiada capital.
Cuando pasé la mirada al Orongo descubrí que los danzantes ya estaban peleando. Me disponía a ordenar que bajásemos a detener la huída a nuestro más puro estilo, un grito sordo nos sorprendió: habían llegado hasta el cráter desde la otra ladera. Su pretensión era huir, claramente, pero al existir nuestra presencia ahí no les quedó más que luchar. Llevaban botes para bajar a la playa y llegar hasta los islotes, luego esperarían a ser rescatados o volver a atacar, a vengarse.
Habían llegado, pero la respuesta de nuestro bando ahí presente fue una oleada de disparos y ataques a espada. Ellos contestaron firmemente con sus metralletas y las armas que portaban. Como se armó los adelantamientos en cosa de nada, ellos decidieron que era la hora de hacer subir a un grueso batallón que les acompañaba.
En el intertanto varios de los nuestros se dirigieron a las caletas, a otros cerros y, principalmente, a Hanga Roa.
Ese otro batallón principió a dispararnos y a acorralarnos en los acantilados del lugar, alejándonos del camino que conducía al Orongo. Mientras que ellos se acercaban a la ladera que llevaba a la ciudad ceremonial y luego a la playa, ya fuese Pea o cualquier otra aledaña. Nosotros desenfundamos las armas y nos dividimos en varios grupos, unos cuantos se dirigieron a la laguna que se había formado en el cráter, otros fueron a la ladera alta y principiamos a acorralarlos contra los roqueríos, cerrando el paso a Orongo y a la ladera por la que habían venido.
Algunos peleaban contra los que estaban en el cráter y los otros se recambiaban para cerrar el paso a quienes llegaban formando otros batallones. La idea era llevar a algunos a los acantilados y a los otros ahogarlos en la laguna. Y en caso de que algo resultase mal tendríamos opción de huir a Orongo o por la ladera segura, sin el riesgo de caer a un acantilado o ahogarnos.
Yo estaba combatiendo a espada con algunos de mis oponentes, había logrado perfectamente bien arrinconarlos con el acantilado, pero luego se armó una turba a mi alrededor y se fortalecieron a tal grado que me llevaron al borde de la lagunilla del cráter. Comenzaron a batirse todos contra mí, yo estaba sola luchando contra más de quince según lo que calculo. Cerca pasó Manuel peleando con su rival y conduciendo muy a su manera técnica la batalla, mientras yo me ausentaba, me vio y siguió luchando, sin importarle que yo corriese grave peligro. Lograron muy a duras penas hacerme refalar y caer en el agua, me costó nadar para mantenerme a flote y salir a la orilla. En el intertanto mis enemigos abrieron fuego en mi contra, y yo veía en el agua cómo pasaban las balas silbando muy cerca de mí.
-Fallaste-dije con ironía al salir del agua.
Entonces el tipo que estaba a cargo de la escaramuza me apuntó con su pistola y cuando estaba ad portas de disparar, Manuel se interpuso y le disparó. Y quienes vieron a su líder caído comenzaron a atacar a Manuel, pero él contaba con la ayuda de todos los guerrilleros que estaban en el cráter peleando y que mientras esa distracción los atraía, habían ensuciado sus manos con los realistas restantes.
En aquellos momentos Manuel me sacó del agua y me llevó a una de las rocosas laderas del Rano Kau. Me tendió ahí, mientras yo jadeaba por el frío tomado en el agua y porque estaba casi ahogada.
-¿Estás bien?-preguntó muy cerca de mí.
-¿Por qué me ayudaste?-pregunté.
Él secó con sus manos mi rostro y apartó el cabello mojado de mi cara. Me miró directamente a los ojos y en su mirada descubrí el arrepentimiento, esbocé una sonrisa, me podía quedar así toda la vida y admito que francamente sería feliz.
Pero aquella romántica quietud llegó a su fin y muy cerca de nosotros llegó el filo de una espada. Me quedé taciturna, mientras que Manuel saltaba como si el suelo ardiese en fuego y apuntaba con su arma a quienes nos atacaban.
Comenzaron a batirse a duelo, lo que querían era atacarme a mí. Eran pocos así que Manuel podía luchar con toda la facilidad de la vida. Cuando me sentí lo suficientemente bien me puse en pié y desenvainé mi espada para pelear en conjunto a él.
-Sí esto responde a tu pregunta… sí, estoy bien-ironicé.
Su respuesta fue ceñirme de la cintura buscando mis labios, pero nos volvieron a atacar. Entonces nos cogimos de la mano y de la cintura, y así comenzó un hermoso “baile”, mientras que peleábamos con las espadas. Hasta que cuando los liquidamos tropezamos con una roca que hacía las veces de muralla y me cogió de la cintura. En cosa de nada nuestros labios estaban unidos y nuestros cuerpos fundidos en un hermoso abrazo…
-Nunca más te voy a dejar sola-dijo al deshacer el beso.
-Nunca más te haré daño-repliqué mirándole con convicción a los ojos.
Nos miramos a los ojos con dulzura, pasó su mano por mi rostro a modo de caricia y me acuné en su pecho. Me abrazó con fuerza y pasó su mano derecha por mi cabellera.
-Te amo-dijo.
-Y yo a ti, sólo que siempre me lo negué-fue la respuesta que obtuvo.
-Me negué siempre lo que sentía por ti, eras una niña, pero ahora lo sé-afirmó.
-Me pasó lo mismo contigo, ahora podemos estar juntos-fue la aceptación que recibió.
Los labios volvieron a unirse y volvimos a la batalla.
Por nuestras cabezas pasó el avión que en la recepción había iniciado a volar con los guerreros que desde aquel momento pasaban a ser reos y enemigos de la Corona. Era una de las tantas vueltas que había dado sobre la misma bombardeando los sectores gubernamentales de Hanga Roa. Aquellas zonas de la capital isleña estaban ardiendo en llamas, de hecho a esas alturas muchos sectores estaban convertidos en cenizas.
La huida ibérica era masiva, pero se encontraban en su camino con furiosos nativos y guerrilleros que les cortaban el paso, y que claro les dejaban huir, pero por los acantilados, así que las bajas del enemigo eran cuantiosas. Los fugitivos de la isla habían sido recibidos en los navíos patriotas, que recibían órdenes directas del “Rosa Oscura II” y causaban estragos por todas las costas del territorio. En los barcos fueron recibidos y se unieron en su mayoría al bando pirata, los otros prefirieron reunir armas ahí y regresar a la incendiada capital para vengarse.
A eso de las nueve de la mañana me senté en uno de los destruidos Ahus de la isla. Era un pedazo de piedra volcánica, nada más. Los moais que tenía arriba habían volado en mil pedazos, eran sólo astillas y cenizas que se perdían en la tierra.
Observé a mí alrededor. Todo estaba destrozado, lo que a la gente isleña tanto había costado conseguir estaba reducido a cenizas.
-Hay que irnos-me anunció Manuel abrazándome.
-Aye…-suspiré dejando la desolada isla.
Desde la cubierta del “Rosa Oscura II” vi los cadáveres ibéricos, miré al fondo del océano y los restos de los intrusos salían por montones, el mar recogía todos los montones que estaban en la costa… habíamos ganado la batalla final…
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