EL ANGEL DE ISABEL
IV. Enemigos que esperan día y noche tu caída
…entre todos los seres racionales sólo los hombres se desavienen entre sí,
a pesar de la esperanza que debieran tener en la divina gracia. Dios proclama la paz,
y ellos viven, no obstante, dominados por el odio y la enemistad en perpetua lucha;
levantan crueles guerras y devastan la tierra para destruirse unos a otros,
como si no tuvieran, y en esto deberían cifrar su unión,
sobrados enemigos que día y noche en el infierno conspiran para su ruina.
Milton, Paraíso perdido
La puerta del Edén es una compleja estructura color marfil del tamaño de un palacio ruso, que se ubica en el primer peldaño al cielo y evita el paso libre hacia y desde la tierra que tanto daño causó en el pasado. Así que, aunque dotado de las más altas dignidades, el arcángel sentía que estaba a cargo de una aduana más que de proteger la frontera, mientras que su guardia angélica se aburría y se les oxidaba la dorada armadura en esa labor burocrática. Gabriel percibió un disturbio en la entrada y prestó atención.
Muriel había volado a reclamarle a Baraquiel, cuando dos niños con armadura de oro y enormes lanzas de diamante lo detuvieron en la escalinata, confundiéndolo con un demonio. Exasperado, trató de explicarse y sólo logró enojar a los susceptibles guardias. Por suerte, Gabriel llegó a tiempo y despejó a los diez niños que se habían congregado, siempre listos para pelear. Tenía que contarle a Baraquiel, exclamó Muriel, que uno de sus colegas más solícitos había perecido a manos de un violento novato que andaba con Ridhwan.
–Ahí va un signo nefasto –comentó el arcángel a su segundo, Uzziel, que despistado miró la bóveda estrellada, mientras él se refería al que recién había cruzado los pilares–. Su jefe se quejará con un dominio –murmuró–, y el tal ángel con una potestad, y habrá más enemistad allí dentro que entre cielo e infierno.
Cuando se enteraron de que estaba en el hospital y su abuela había sufrido un infarto, todos acudieron llenos de compasión. Isabel se sintió confortable, cuidada y acompañada entre tanta gente, incluyendo a los otros enfermos y los empleados del piso. Excepto un momento en que cruzó su puerta, vacilando, un sacerdote católico. Ella creyó que conocía a su abuela y le estaba avisando que dormía profundamente, pero el cura venía por curiosidad a verla a ella, porque una enfermera le había contado sobre sus heridas.
A Isabel le costó un poco entender, por sus indirectas, a lo que hacía referencia.
–Sí, claro, señor, o padre –replicó con media sonrisa–. Ya vi todas esas películas, sé lo que son los estigmas, pero no soy católica. No tiene nada que ver.
El rostro ansioso del cura se volvió aprensivo y dijo, con un tono de pena y algo severo:
–Entonces, tú misma te hiciste esas heridas.
–Por supuesto que no –no le gustaba que la reprendieran y además, que la creyeran una loca o mentirosa. Señaló su mano vendada con pulcritud–. Esto me lo hizo una aguja de tejer, ¿¡supone que me voy a atravesar una aguja en la mano!?
Impresionado, el hombre respondió:
–Lo siento. Te he visto cuidando a tu abuela con tanta dedicación, me pareciste una joven especial y –como ella frunciera el ceño, agregó, antes de marcharse– siempre estoy dispuesto a ver un milagro, una señal.
Isabel se quedó pensativa, acariciando la venda. Ella no era muy buena, ni una persona devota ni iluminada, ¿por qué tenía que ser testigo de cosas que no buscaba? ¿No tenía que creer para ver?
–Hija mía, ven aquí…
Se dio vuelta de un salto. Era la voz de su abuela, ronca y quebrada por el entubado que le habían hecho al ingresar. La anciana se había incorporado en su lecho, la piel arrugada asomaba por los bordes del camisón floreado y tenía los ojos clavados en su nieta. Isabel tuvo que vencer una leve repugnancia para acercarse, sin saber por qué. La mano huesuda atrapó la suya y el rostro de su abuela se transformó en una máscara siniestra que se burlaba de ella.
–Te tengo –exclamó triunfante y lanzó una carcajada hueca.
–¡Ah! ¿Qué te pasa? –su intuición le decía que no estaba hablando con Herminia López sino con algo que poseía su cuerpo, pero su mente se resistía a creer lo que sus ojos le advertían.
¬La mano tiró implacable de ella hasta que no pudo evitar sentir su aliento dulzón de enferma y notar la baba blanca en los labios resecos: –Dentro de poco voy a venir a terminar contigo –la amenazó.
Isabel sintió que le pasaba la lengua por la mejilla, rozaba su nariz, y con un esfuerzo se soltó. La anciana que venía entrando a la habitación pensó que la enferma se había puesto mal, al ver caer su cuerpo rígido con un rebote sobre el colchón mientras la joven pegaba un grito. Isabel se dio vuelta en pánico y por un segundo no reconoció a Adela, la prima de Herminia.
Habían quedado que venía a las siete para quedarse por la noche y que ella descansara.
Axel no se había alejado mucho de la ciudad, que desde arriba presentaba un aspecto encantador con las emanaciones de calor levantando sobre el crepúsculo y las luces reflejadas en el mar oscuro como tinta. Pero esa noche no estaba admirando el paisaje sino buscando el rastro de Muriel. Ya le había llegado la noticia de que el malvado ángel había puesto a varios superiores en su contra y sólo le restaba esperar, ya que Ridhwan había ido a interceder en su favor. Abdiel, que tenía reputación de recto y justo, podría salvarlo de ser enjuiciado y lanzado al abismo. A sus pies, un niño señaló el cielo gritando a su padre que había visto una estrella fugaz. Axel alzó la cabeza, alarmado. No se trataba de una estrella sino de un ser veloz y brillante como el rayo, que se detuvo en el horizonte, flotando sobre las olas.
Debía mantener la calma y actuar con precaución. En cambio, sacó su espada negra y voló sobre el mar nocturno al encuentro del arcángel, dispuesto a enfrentar lo que fuera.
–Soy Baraquiel, mensajero de dios –informó con tono pedante el recién llegado, nada impresionado con el novato aunque le extrañó que acudiera con la espada desenvainada, y con su brazo derecho desplegó un rollo blanco que cayó dos metros hasta tocar el agua–. Traigo una orden del Supervisor que me permite llevarte al cielo para juzgarte por el inexcusable crimen contra Nasaedhre.
–No. Esperaré a que Ridhwan me venga a buscar.
El rostro de Baraquiel vibró, no había esperado que un ángel común le llevara la contraria, y apoyara su aserción en la espada. Pero venía preparado. No que él pensara mover un dedo, pero el guardián de la entrada le había prestado a sus dos fieles ayudantes.
–Entonces, debemos llevarte por la fuerza –replicó.
La brisa marina sacudió las amplias vestiduras blancas de Baraquiel y su cabello luminoso envolvió los finos rasgos que le habían cincelado en el rostro. Por su parte, Axel tuvo que cubrirse del viento furioso que lo azotó por un momento. Eso no podía ser natural.
Axel se quedó mudo contemplando a Baraquiel, porque se elevaba en el aire en lugar de cumplir su amenaza. Enseguida comprendió que él no era quien lo iba a atacar. Volvió a sentir el viento que pasó por su lado, enroscándose en su cuerpo; intentó girar pero la corriente cambió de rumbo y perdió el equilibrio.
Antes de que pudiera reaccionar, se había caído al agua y una ola lo cubrió. No podía desembarazarse del mar y escapar, notó con desespero al tratar de elevarse. Un remolino de agua tenía preso cada uno de sus pies, y una fuerza bruta lo levantó en andas, de cara al satisfecho Baraquiel.
Al fin entendió, se trataba de espíritus sutiles de los elementos, entidades sin rostro ni personalidad al servicio de un arcángel importante. ¿Por qué estaban en su contra, por qué no se metían con sacrílegos como aquel Nasaedhre que hizo daño a una humana indefensa?
Después de apretar repetidamente el botón, el ascensor llegó y la bajó hasta la entrada del hospital. Los escasos segundos que se detuvo antes de abrirse la puerta, le dieron para vacilar. Estaba huyendo, pero ¿podía dejar a su abuela sola? Sí, decidió, en ningún lugar iba a estar mejor cuidada que allí. Además, si esos seres que aparecían y desaparecían en el aire querían hacerles daño: ¿cómo luchar contra ellos? ¿Adónde esconderse? Isabel se debatió con el miedo mientras atravesaba las rondas de gente que se habían puesto a charlar en el corredor. Luego recordó, y acercándose a un mostrador, le preguntó a una empleada:
–Hoy vino un cura de visita –y añadió rápidamente, alzando la mano– flaco, así de alto, con pelo gris y no muy viejo. ¿Sabe quién es o donde lo puedo encontrar?
La mujer no tardó en darse cuenta sobre quién le hablaba y le dio un nombre. La parroquia estaba cerca, a dos manzanas. Perfecto, pensó Isabel mientras salía a toda prisa, una iglesia tenía que ser un buen lugar donde pedir protección. Cerca del puesto de flores, que estaban levantando por la noche, alguien la atrapó de la camiseta, y la joven rebotó hacia su captor. Alarmada, miró por encima del hombro.
–¡Luis! –exclamó, en un tono de sorpresa más que de alivio, pero él no se dio cuenta.
No podía decirle que en este momento no se sentía segura con él, ni de su decepción al verse atrapada. Muy satisfecho con su propia generosidad, Luis la arrastró hasta una pizzería para alimentarla y le dijo que después la llevaría a su casa para que durmiera tranquila.
Sintiéndose seguro porque Axel había perdido la espada en el agua, Baraquiel se acercó tronando con orgullo, como si lo hubiera atrapado él mismo:
–Bien hecho, Ituriel, Zefón. Ahora vamos a llevarlo hasta la puerta.
Axel forcejeó con las cadenas de viento que sujetaban sus brazos y el remolino de agua que le tiraba de los pies como pesas de plomo. Al fin cedió. No quería violentarse, pero tampoco iba a dejarse llevar. De su mano derecha, surgió una línea de luz que se condensó en una espada recta de color negro. Acto seguido, la hoja zigzagueó veloz, haciendo que Zefón, el espíritu del viento, se retirara lo suficiente para poder blandir la espada con comodidad. Todavía tenía que liberarse del porfiado Ituriel, en tanto que Baraquiel se había puesto a salvo a una prudente distancia. Con ambas manos aferró la empuñadura y cortó las olas, levantando un surtidor de agua, y en el segundo en que se sintió libre, dio una voltereta para alejarse. El viento volvía a acosarlo y lo peor era que no lo distinguía, no sabía por dónde venía el ataque. Empezó a dar cortes a lo loco y retroceder alternativamente, sin ganar terreno.
–¡Dejen de jugar! –gritó Baraquiel, enfurecido, porque sabía que cualquiera de los dos espíritus tenía un poder mucho mayor al ángel. Como decía Gabriel, se aburrían en la frontera, y aprovechaban cualquier pelea para divertirse.
Entonces se dio cuenta, el ángel no sólo tenía algo de fuerza y habilidad con la espada sino que también poseía inteligencia. Había entretenido a los elementales como estrategia, y una vez cerca de la rambla dejó de intentar cortarlos y se zambulló a toda velocidad hacia tierra, estrellándose en el murallón de piedra. Por un momento creyó que se había desvanecido, pero luego se percató de que en realidad se había sumergido en la tierra, donde espíritus del agua y del viento no tenían alcance. Irritado, Baraquiel comenzó a insultarlos aunque ellos no le pudieran contestar y luego, temiendo que Gabriel se ofendiera, decidió usar otra táctica.
–¿Qué te pasa? –preguntó Luis, de mal humor. No le estaba prestando atención y tenía una cara de preocupación que lo enfadaba–. ¡Hola, Isa, me estás oyendo!
Isabel volvió en sí y asintió, fijándose por casualidad en el servilletero de aluminio que estaba junto a su plato casi sin tocar. El reflejo la espantó y, ahogando un grito, giró sobre sí misma. No estaba. Vio a un par de familias comiendo y el mozo parado en la barra, esperando a que lo llamaran de alguna mesa. Su novio la miraba como si estuviera loca, y debía parecerlo cuando le rogó para irse de inmediato.
En la calle volvió a pensar en el cura y en la iglesia. Se aferró al brazo de Luis para asegurarse y tratando de no llamar su atención, miraba para todos lados por si algo los seguía. Un farol intermitente la alertó y se quedó boquiabierta, escuchó que Luis decía que estaba en corto, y siguieron adelante. Después, fue él quien se detuvo a observar unos pájaros que volaban encima de sus cabezas, como buitres. Isabel sintió que las piernas le temblaban y tironeó de su mano.
Los pájaros se abalanzaron misteriosamente sobre la pareja. Corrieron, y casi fueron atropellados por un auto al cruzar la calle. Luis le apretó la mano y ella lo siguió silenciosa, mientras él la dirigía como huyendo de un peligro. Sin preguntar, Isabel miró atrás y percibió un par de ojos amarillos relumbrando en la noche, al tiempo que la bestia empezaba a gruñir y se lanzaba tras ellos a toda velocidad, sus uñas repicando en las baldosas. Recordó que Luis tenía fobia a los perros, por eso había notado la amenaza antes que ella a pesar de toda su prevención.
Corrían resollando pero los gruñidos se sentían cada vez más cerca, pisándoles los talones. Isabel notó que se hundían cuando Luis tropezó en una baldosa rota y la arrastró al suelo. Soltó un grito, una sombra pasó sobre ellos. Con un escalofrío en la nuca, se dio cuenta de que no había nada: el perro rabioso era sólo una ilusión de sus sentidos.
–¿Qué fue eso? ¿Tú viste lo mismo que yo? –soltó Luis, ayudándola a levantarse–. Santo cielo, tu mano, estás sangrando.
Se le había abierto la herida al caer y la venda revelaba unas manchas marrones. Luis la condujo gentilmente hacia un pequeño parquecito que se abría entre dos edificios, donde se sentaron en un banco junto a un sauce penoso. Ella quería explicarle todo lo que había pasado, ahora tal vez le creería… cuando él se le abalanzó encima y la aprisionó bajo su peso.
–¡No! ¿Qué te pasa, estás loco? –exclamó, medio aturdida.
La sofocó con un beso torpe, y cuando al fin la dejó respirar un hilo de baba escurría desde su boca con aliento a ajo de la salsa de pizza. No era el momento… No, Luis nunca había tenido un arranque de pasión. Notó su risa burlona y comprendió, un segundo antes de que la sorprendiera tomándola del cuello.
–Maldita –susurró, y sus pulgares se clavaron en su garganta.
Presa del miedo, Isabel rogó por auxilio, y cerró los ojos para no ver aquel rostro transformado por la ira.
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