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El angel de Isabel

III - Redención, no encontrada

Muriel admiraba la tozudez de la joven para ignorar sus advertencias. Cuando abrió la canilla y salió agua sanguinolenta, ella pensó que era óxido y puteó a la empresa de agua corriente. El aroma a flores de entierro, no la impresionó, sólo abrió la ventana y lo atribuyó al perfume que usaba su abuela. Tendría que usar la fuerza, calculó el ángel, alegre, imaginando qué táctica podía usar para que pareciera un suicidio y nadie notara su interferencia. Siguió a Isabel, quien increíblemente iba directo al encuentro de su colega Nasaedhre, donde la esperaba otra sorpresa.
–¡Tú! –la madre de Mariana le abrió la puerta con cara de haber visto una serpiente, y se mantuvo firme contra el canto como para impedirle el paso–. ¿Qué quieres?
–Hola, señora Sosa –le extrañó su expresión ¿sería mal momento? porque el día anterior la había tratado con amabilidad–. ¿Cómo está Mariana?
–Bien, no gracias a ti –la mujer se apartó e Isabel pudo sentir el aroma familiar a cera.
Estaría molesta porque no pudo identificar al sospechoso, concluyó, y tragando aire trató de empezar a contar lo que tenía para decir. Sería más fácil con la muchacha delante, porque tal vez confirmaría su historia... iba a pedir ver a Mariana pero se detuvo, atónita.
La cocina estaba sembrada de velas, rojas, blancas, finas y gruesas, derramando cera obscenamente sobre la superficie lustrosa de la mesa. Su hija estaba obsesionada, explicó la mujer, guiándola escaleras arriba. Por una puerta entreabierta vio que en el dormitorio había más cirios y un montón de estampitas encima de la colcha rosa.
De pronto, la señora Sosa se volvió y le gritó en el rostro:
–¿Ves lo que está sufriendo mi hija? ¿Cómo, Señor, después de tantos años, tanto cuidado... ¿Cómo, cuando? –Isabel se tranquilizó un poco al notar que no la estaba acusando a ella, sino que alzaba las manos al cielo, pero sintió un nudo en la garganta–. El médico dice que ya pasó por un aborto... tiene catorce… ¿sabes cómo es, no? ¡Dime, por favor, dímelo! –aulló la pobre mujer. Se había puesto frenética y tomó a Isabel por el cuello, afirmando feroz–. ¡No, no viste nada! ¿No es así, que no?
A Isabel los ojos se le llenaron de lágrimas, e intentó escapar. La mujer parecía confusa y tenía la fuerza de una loca. Sólo quería borrar lo que le había pasado a su pequeñita, aunque fuera sacándole los ojos a la única testigo. Isabel sintió que la levantaban en vilo y los brazos fuertes del señor Sosa la depositaron lejos de la furia de su esposa. Escuchó unas disculpas apuradas, y como el hombre estaba ocupado conteniendo el llanto histérico de su mujer, huyó a toda velocidad a la planta baja y salió al jardín.
Allí estaba Mariana, sin sus colitas. Llevaba el cabello negro y brillante suelto y una camiseta extra grande que revelaba sus hombros huesudos. Tarareaba como si no escuchara los gritos de su madre, ajena a la mirada curiosa de Isabel y de los vecinos, mientras jugaba en el césped húmedo de la mañana. Isabel titubeó... ¿qué podía decirle, cómo actuar? No tenía idea, la chica parecía más ida que de costumbre.
Hacía una hora había tenido la intención de ayudarla, de hacer algo. No la recibieron bien y sus buenas intenciones se perdieron. Dejaba a la joven inocente sola a merced del espíritu maligno, alien o fantasma que la quisiera atormentar. El problema era que sus acosadores no sabían leer la mente y no sabían que se daba por vencida, así que dos cuadras después decidieron atacar.
Isabel sintió un silbido amenazante y agachó la cabeza por instinto, al tiempo que por el rabillo del ojo percibió algo que se movía muy rápido y volaba hacia un poste de la luz. Sin pensarlo dos veces, arrancó a correr con toda su energía, pasando entre los autos en movimiento y tropezando con un bulldog antes de llegar a su casa. El perro le había mordido el tobillo y sintió un dolor agudo cuando paró. Miró atrás y no distinguió nada especial, hasta que un segundo antes de tocar el picaporte, un bólido barrió con ella tirándola al suelo. Gritó, y su grito quedó ahogado en la tierra. Medio sofocada, escupiendo mugre, trató de levantar la cabeza para respirar pero una mano helada la tenía aplastada contra el piso. ¿No había nadie viendo, no había nadie que la ayudara?
Por un segundo perdió la conciencia y al cabo, se encontró dentro de la casa, que como siempre tenía las cortinas cerradas, lúgubre. Su abuela quedó impresionada: con la cara manchada de barro parecía que le sangraba la boca, con los cortes del día anterior y una herida fresca en el brazo derecho que ella ni había sentido. Isabel trató de advertirle. Había algo extraño detrás de su abuela, una figura nebulosa. Tenía un expresión maligna. Demasiado tarde: Muriel la había apresado por el pecho. La anciana quedó rígida, los ojos abiertos como platos, un color purpúreo asomando en los labios.
–¡Noooo…! –su grito se desvaneció al caer de rodillas. Se dio cuenta de que el monstruo que había atacado a Mariana la sostenía del brazo, y cuando la arrastró sin piedad volvió a aullar–. ¡Aauaauaa…!
Ridhwan se tomaba su tiempo, aunque sin perder de vista al novato, que con todo celo volaba hacia el destino que indicaba el cilindro. Por eso llegó un minuto antes a la pequeña residencia de Herminia López, cuando Isabel ya se había cansado de gritar, aturdida de dolor, y lo descubrió in fraganti:
–¿Qué, un ángel guardián...? –exclamó con una mezla de indignación, rabia e incredulidad.
Había clavado a la joven al lambriz de la pared de la sala, enterrando una aguja de tejer en su brazo izquierdo. Nasaedhre estaba en el acto de colocar el otro brazo en posición con la aguja lista para perforar la otra mano.
–¡Qué blasfemia! –bramó el recién llegado, mientras lo envolvía un aura azul-violeta.
–Ah, ¡y tú quién eres para opinar! ¿Un santurrón? –reclamó Nasaedhre, muy orgulloso de su obra, soltando a Isabel para ocuparse de él cuando vio que blandía una espada–. Mi amigo pensaba en un suicidio, pero este cuadro es más impactante. ¿No sería cómico culpar a la abuelita? –agregó con una carcajada, y esquivó la hoja que venía hacia su cuerpo.
Ridhwan llegó a tiempo para interponerse, y lo paró con una mano:
–Espera, Axel. No pelees con estos –y frunció el ceño al contemplar la escena–, ¿dónde está el otro?
Muriel se había ocultado en el aura de Herminia, por eso Axel no lo había visto, y aprovechó la confusión para huir, dejando a su amigo a merced de su espada. Isabel no decía nada, aunque podía ver y oír todo. Ridhwan se le acercó y le quitó la aguja con un doloroso tirón, y ella pensó que podía confiar en él tanto como para reaccionar:
–¡Abuela!
Al escapar Muriel, la mujer había quedado en paro. Ridhwan unió las palmas en un gesto de pura frustración. “Qué lío, otro problema, cómo iba a explicar esa muerte”. El causante de toda esta iniquidad dijo con calma:
–No te preocupes, arcángel, yo limpiaré el desastre.
Acto seguido alzó la aguja que seguía en su mano y apuntó al corazón de Isabel.
Isabel sintió un soplo de olor a agua de lluvia y nunca supo lo cerca que había estado de perecer en ese momento. El malvado no había esperado que Axel fuera tan rápido como para interceptar su movimiento y atravesarlo con su espada negra antes que la punta de la aguja alcanzara a Isabel. ¿Un arcángel? Nasaedhre contempló atónito su propia forma, su cuerpo inerte en el suelo, ya desprendido de su alma.
–Los ángeles nunca dejan de existir, pero pueden morir –comentó el que lo había partido en dos limpios trozos–. Ahora no puedes dedicarte al vicio desenfrenado. Ridhwan, la mujer.
–Ya me encargué de eso –replicó con voz cansada el ángel mayor, colgando el teléfono–. Oh, Axel, no puedes hablar de desenfreno, en tu furia piadosa has matado a un semejante y sin mandamiento divino eso está absolutamente prohibido. ¿Sabes el riesgo que corres? ¡Tu primer temporada en la tierra y puedes terminar en el lago de fuego eterno!
–¿Yo? –Axel se volvió, confuso–. Tal vez me pasé un poco pero...
Isabel se había arrastrado hasta su abuela, quien no respiraba. Llegó la ambulancia. Mientras el médico y el enfermero se afanaban sobre la anciana, ignorando su presencia, ella tenía los ojos clavados en el trío. La forma angelical de Nasaedhre, sin alas, seguía en el piso, la mitad inferior donde cayó y el torso vuelto hacia arriba por la violencia del corte de Axel. Su alma se agitaba, paseando desconcertada y furiosa, por la habitación. Hubo un fogonazo de luz en medio del techo y apareció una figura de rostro severo. La luz lo envolvió como un manto satinado y descendió, poniendo su bastón sobre el infortunado Nasaedhre.
–Naqir –saludó Ridhwan, con complacencia, Axel inclinó apenas la cabeza y el difunto se retorció de miedo sin poder escapar del báculo.
Naqir no parecía muy interesado en los otros, aunque era una ocurrencia extraña acudir a recoger el alma de un ángel. En cambio, miró con insistencia a la jovencita que temblaba junto a la anciana moribunda.
–¿Nos está viendo? –inquirió con voz lúgubre.
–No, está en shock –intervino Ridhwan, tapando la visión de Isabel con su ancha espalda.
Ella entendió que no debían darse cuenta de que sabía, pero casi estalló en alaridos al sentir la mano del enfermero en su brazo. Le decían que la iban a mover al hospital, y además querían tratarle sus heridas. No le importaba. El dolor le había entumecido el brazo izquierdo y tenía la cara hinchada. Apretó la mano fría de su abuela. “No te vayas... aunque siempre me peleo contigo, eres lo único que me queda en este mundo”, rogó en silencio, aunque no creía, después de todo, que hubiera un dios misericordioso escuchando. Más temía haber perdido la cordura. ¿Por qué puedo verlos yo? ¿Qué estoy viendo realmente?

Texto agregado el 30-01-2012, y leído por 82 visitantes. (0 votos)


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