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El ángel de Isabel

II
En la Tierra

No era una amiga de la infancia. Hacía dos años que se conocían, cuando fueron las únicas de la clase en irse a literatura, sin embargo, confiaba en Cecilia como en una hermana, la hermana que nunca tuvo. Porque no tenía otro familiar vivo más que su abuela, y a ella no podía correr a contarle: su reacción sería enfermarse del corazón, o poner el grito en el cielo y preguntarse qué había hecho para merecer esto.
–¿Cómo dijiste, que era...? –no obtuvo la respuesta comprensiva que esperaba. Cecilia creía que estaba de broma, y de incrédula pasó a enojarse–. En serio, Isa. ¿Te gustaría que te... hicieran eso? No puedes joder con una violación, y esa pobre chica que ya sé, es medio boba, pero no merece que le pase algo tan horrible.
Isabel alzó los brazos al cielorraso. Quería consuelo, por eso había venido tan tarde, sin pasar siquiera por su casa. Tenía miedo, no podía dejar de mirar por encima del hombro mientras corría hacia lo de su amiga. Ya la había maltratado bastante la directora, que de alguna forma la culpaba por lo que pasó en su instituto.
–Oh... por favor ¡¿como voy a inventar algo así?!
Cecilia la tomó por los hombros y se sentó junto a ella en su cama, sobre la que aún conservaba una colcha con un diseño de Buscando a Nemo. Isabel calculó que debía ser casi mayor de edad cuando se la compró.
–¡Dices que tenía alas!
–Bueno, no es que tuviera plumas como un pájaro. Parecían alas, era más bien como el protector de pantalla que tenía tu hermano, líneas de energía azules. Sólo que estas eran blancas y revoloteaban –revivió la escena y su estómago se revolvió. Se cubrió la boca–. Ugh... qué cosa era…
Cecilia la convenció de echarse en la cama a descansar. Le trajo un sedante de su madre y un vaso de leche tibia con cocoa y vainillas. También estuvo hablando con Luis, que llegó después, cuando Isa ya estaba profundamente dormida.
–Mi amor, ¿dormiste bien, estás tranquila?
Ella se sorprendió al despertar en sus brazos, porque no solía ser afectuoso espontáneamente y sólo la abrazaba si ella iniciaba el gesto. Asintió sonriente y dejó que le acariciara el pelo.
–Bueno, espero que se te haya pasado esa locura. Cecilia me contó un poco. No te preocupes, yo me encargo de acompañarte. Mi padre conoce al comisario, del club. No te van a molestar.
Esto era un baldazo de agua fría. Ahora que se había olvidado, le hacía recordar y encima le advertía que no podía sacar el tema. Porque conocía ese tono de Luis. No era amable, aunque él creyera que hablaba con ternura. Isabel se lavó la cara y, abatida, se calzó. Tenía que pasar a cambiarse porque entraba a trabajar a las diez y llevaba la ropa del día anterior. Entre su casa y el instituto de inglés había una iglesia. Cuidó de evitar mirar la fachada burlona.

–¡Cuánta concurrencia! –exclamó el más joven de los dos hombres encaramados sobre los restos de muralla antigua que adornaban el puerto–. Creía que eran pocos, Ridhwan.
–Cada vez son más millones. Pero esto no es nada. Es que es tu primera visita, estás acostumbrado a la vastedad del universo y la tierra es pequeña, sobrepoblada –Ridhwan lucía barba gris, tenía un amplio tórax y manos fuertes que asomaban por las mangas de un colorido equipo deportivo de nylon arrugado. Sus zapatillas blancas rechinaron suavemente cuando se lanzó los tres metros y aterrizó en el piso–. Vamos a dar una vuelta por esta ciudad. Mientras busco a esos dos inútiles, te voy mostrando lo que tienes que saber para arreglártelas aquí. Hay cosas que no aprendes en un libro.
Hacía una era que como encargado de relaciones públicas en la Tierra, tapaba muchas cosas extrañas que sucedían, para que nadie sospechara, aunque estaba convencido de que el supervisor sabía y hacía la vista gorda. No podía contarle los detalles al novato, pero si alguien se retrasaba era que estaba entretenido en uno de los placeres prohibidos.

En lugar de volver a su casa, Isabel usó la hora del almuerzo para investigar en internet. Primero buscó avistamientos de seres extraterrestres, y luego cambió a fenómenos paranormales porque nada encajaba. Suponía que si alguien había visto seres alados, los identificaría con los ángeles, aunque podía ser cualquier cosa. De lo que estaba segura era que ella había visto algo y no era producto de su mente, como pensaban sus amigos. Volvió a Google y tecleó “ángel”.
Los sitios de angelología hablaban de guardianes buenos y mensajes de prosperidad. Descorazonada, Isabel suspiró. Al alzar la vista, notó que un profesor la estaba observando. Apagó y salió al patio a respirar aire fresco bajo la sombra del damasco y el laurel de jardín. Algo que cayó entre las hojas atrajo su atención y, sin imaginar que podía estar en peligro a plena luz del día, vio una flor rosada flotando al suelo al tiempo que la empujaban con tanta fuerza que se golpeó la cara contra una piedra oculta en la hierba.
En el acto se volteó, llena de asombro, esperando enfrentar a algún niño agresivo. Había sentido la presión de unas manos en la espalda, pero no había nadie.
Corrió sin aliento hasta la casa y tropezó con el profesor que la había estado espiando por la ventana. Con cara de consternación, él le preguntó con qué se había resbalado, y por primera vez notó la sangre que le resbalaba del corte en su frente. No escuchó las risas de Nasaedhre, felicitando a su colega.
–Espera y verás con qué sutileza la vuelvo loca de terror –replicó Muriel.
–¿A quién? –interrumpió Ridhwan de golpe–. ¿Eso es tarea para un guardián?
Muriel contempló a los recién llegados con serenidad, divertido porque el nuevo parecía sorprenderse cuando Nasa contó la historia que había preparado. El viejo estaba de acuerdo en que la solución era borrar la memoria de la mujer, pero que no contaran con eso. Necesitarían permiso de un poder superior para cambiar su destino. Los exhortó a que se fueran en paz porque su jefe los estaba esperando, y él estaba encargado de este tipo de problemas. Una vez quedaron solos en la arboleda, su acompañante le preguntó:
–¿Es verdad, qué vas a hacer? Es insólito que un humano común vea a una criatura de luz, pero ¿qué problemas nos puede causar, que tanto se esfuerzan en ocultarlo?
–¡Ja! Lo que vio en realidad, no quiero ni imaginarlo –gruñó Ridhwan–. ¿Crees que ese Muriel trataría de lastimar a alguien que los hubiera sorprendido tocando el arpa?
Isabel quería borrar su recuerdo tanto como ellos, pero sólo conseguía enredarse. Cuando estaba en paz, sonó su celular; querían que fuera a reconocer a un sospechoso.
En la madrugada la policía había detenido a un borracho que molestó a los vecinos por dormir en su portón. Tenía cara de pervertido y una prenda femenina de algodón que no encajaba con su atuendo, ajada por el manoseo constante.
Que Luis la iba a proteger había sido una vana ilusión. Tanto sudó en esa entrevista que temía dejar un charco en la comisaría, pero al fin acabó. Alejándose de sus acompañantes, porque quería estar sola un rato, salió por la puerta que le señalaron los agentes para que evitara a la multitud indignada y la prensa que esperaba en la entrada. Se cruzó con un muchacho de quince años más o menos, pelo oscuro volcado sobre el rostro y camiseta negra. En principio, creyó que la iba a esquivar y después se dirigió directamente hacia ella de un modo peculiar, ¿sería un morboso que quería preguntarle acerca de Mariana?
–Nunca digas una palabra a nadie sobre lo que viste –le espetó.
Isabel lo miró dos veces, atónita, y acto seguido salió corriendo sin escuchar lo que el joven seguía murmurando como un autómata.
–Mm, no parece dispuesta a colaborar.
Ridhwan sacudió la cabeza:
–Creo que elegí mal al portador del mensaje. Estos niños flogger, blogger, no sé qué... Si fuera a la iglesia, usaría a un cura que le haría un buen lavado de conciencia como antes…
–Si no es creyente, ¿cómo puede ver ángeles? –repuso el novato, arrebatándole de la mano el cilindro con toda la información sobre la vida de Isabel–. No es pura, no es abstemia, tomó drogas, no tiene religión, blasfema…
Mientras el severo vigía hacía la lista de sus pecados, ella ya había alcanzado el portón de su casa.
–¡Demonios!
La cadena saltó de la puerta oxidada y le pegó en la barbilla. Isabel miró en todas direcciones, por las dudas. Un viento frío parecía augurar la llegada de algo horrible. Cerró la puerta y la asaltó un olor a velas. Herminia había prendido los cirios en el altar de María. Cada tanto se ponía religiosa, hasta que se peleaba con el cura o con otra devota por alguna nimiedad y se volvía escéptica. Extraño, su abuela no le preguntó por las magulladuras en el rostro, pero la trató con cariño, interrogándola exhaustivamente sobre el acusado, que había salido medio tapado en el informativo. Sí, era feo, grasiento, de mirada extraviada y seguramente culpable de algo, pero lo que no podía explicar a nadie, no de este crimen.
Se sentía segura, estaba en casa. Sin embargo, sentada con su abuela Herminia, tomando el té mientras caía la tarde, Isabel no se dio cuenta de que el espejo manchado de ocre por el tiempo, se reflejaba junto al de ellas un tercer rostro.

Texto agregado el 30-01-2012, y leído por 78 visitantes. (0 votos)


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